De lo que no se habla se escribe. El morbo que genera lo no dicho es el mejor combustible para cierto tipo de escritura y escritores. “¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!”, gritó Mario Vargas Llosa después de lanzar “una trompada brutal” a Gabriel García Márquez en un cine en Ciudad de México, el 12 de febrero de 1976. El colombiano quedó inconsciente, con los anteojos rotos, la nariz sangrando por el raspón del anillo matrimonial del peruano y el ojo izquierdo amoratado. ¿Qué le hizo Gabo a Patricia Llosa, entonces la esposa de escritor peruano? Ninguno de los dos reveló las causas del enfrentamiento. El motivo de esa disputa ha sido un misterio, sostenido y ampliado por un pacto de silencio inalterable. Jaime Bayly, discípulo irreverente y ejemplar de Vargas Llosa, siguió al pie de la letra la enseñanza de quien fuera su maestro: “Algo que se aprende, tratando de reconstruir un suceso a base de testimonios, es, justamente, que todas las historias son cuentos, que están hechas de verdades y mentiras”. 

En la novela Los genios (publicado por Galaxia Gutenberg), Bayly recrea el incidente y explora cómo empezó esa amistad que parecía inquebrantable entre Vargas Llosa y García Marquez con una ficción trenzada por la potencia de la verosimilitud. Las mentiras bien narradas, con desparpajo y un humor ilimitados, se vuelven más reales y verdaderas.

El riesgo que corre Bayly (Lima, 1965) es extremo. No sólo se mete de lleno en la trompada brutal, sino que se hunde en el barro de la intimidad de dos de los escritores más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX. Ese barro está conformado por las voces de García Márquez y Vargas Llosa, los dos Premio Nobel de Literatura, no tanto en su esfera pública, de la que hay numerosos registros audiovisuales. 

La insolencia descomunal del escritor peruano es animarse a hacer hablar a esos personajes y que se tenga la impresión, página tras página, de estar escuchando las conversaciones, los enojos, los altercados, las tribulaciones y mezquindades de los autores de Cien años de soledad y La casa verde. El principal acierto es despegarse de la intención “documental” y tratar a Vargas Llosa y Gabo como personajes de una ficción. Funciona mejor el personaje de Vargas Llosa, más contradictorio e imperfecto, mejor trazado en sus complejidades con las mujeres; un escritor que no puede “vivir sin escribir”, que tiene un odio visceral por su padre, un hombre violento que le pegaba a su esposa y a su hijo. En la novela hay una escena en la que el hijo humilla a Ernesto Vargas, mozo en el restaurant del hotel en Beverly Hill. Como si la ficción fuera el terreno de una justicia retroactiva, el hijo le dice a ese padre que parecía perseguir inútilmente el sueño americano que sus axilas apestan.

El personaje de Gabo, en cambio, está más pegado a cierto estereotipo del hombre del caribe colombiano medio payasesco, campechano y fabulador, que le gusta cantar y bailar vallenatos, fumar marihuana y no sabe decir una palabra en inglés. Pero al margen de esta asimetría en el tratamiento, la novela funciona porque nunca pierde el horizonte de una cuestión medular: los genios a los que alude el título pueden ser miserables, rencorosos, insoportablemente vanidosos en esos cuartos propios que pudieron tener, en ambos casos, gracias a mujeres que no tuvieron afán de notoriedad y trabajaron para que el ámbito doméstico fuera lo más confortable posible y sus maridos pudieran dedicarse a escribir, sin los sobresaltos del día a día, sin tener que compartir las tareas del cuidado ni cocinar ni cambiar pañales con ellas. En el caso de Patricia, además, postergó el sueño de convertirse en escritora para no eclipsar la obra de Vargas Llosa. “¡Es muy duro estar casada con él -dice Patricia en la novela-. Porque Mario no está casado conmigo, sino con la literatura!”.

Sin que sea la intención principal, Los genios también es una “novela de época” al reflejar una parte nuclear del boom de la literatura latinoamericana y a una suerte de “directora teatral” que se encargó de encaminar a sus representados: Carmen Balcells, esa bruja, visionaria, pitonisa y alquimista, la “Mamá Grande”, como la llamaba Gabo. La agente literaria de los dos escritores, la que se esforzó para intentar la reconciliación entre esos amigos que se transformaron en enemigos, solía decir: “Vargas Llosa es el primero de la clase, pero Gabo es el genio”. A la manera de flashbacks que parten del “derechazo fulminante” del peruano al colombiano, “poseído por las fiebres de la venganza, listo para redimir su honor mancillado”, la novela recobra el encuentro en el aeropuerto de Caracas, en agosto de 1967, cuando se conocieron los dos escritores. 

Entonces el peruano tenía 31 años y ya contaba con el reconocimiento de la crítica. A los 40 años, el colombiano, después de varios libros editados sin demasiada repercusión, alcanzaba el éxito editorial con Cien años de soledad, publicado por primera vez en Buenos Aires. La novela acompaña a Gabo y a Mercedes Barcha en Londres, en esa noche en la que escuchan a un cantante andaluz exiliado, una suerte de “cameo” de Joaquín Sabina; y a Mario y a Patricia, que viven en el barrio barcelonés de Sarrià, donde son vecinos de la pareja colombiana. Para dimensionar el impacto que tuvo esa pelea hay que recordar la admiración mutua que se profesaban y que en 1971 Vargas Llosa publicó un libro en homenaje a García Márquez, titulado Historia de un deicidio, en el que afirmaba que el escritor colombiano era Dios.

Uno de los capítulos mejor logrados es el que refiere a la noche en que Balcells organiza la fiesta de despedida de Patricia Llosa en una discoteca en Barcelona. “Ya quisiera Mario bailar como bailas tú. Mario es un desafinado. Baila horrible. Me pisa los talones”, le dice Patricia a Gabo. El colombiano, que tenía que llevar a Patricia al aeropuerto porque ella debía regresar a Perú, se extravía y Patricia pierde el vuelo. El origen de la trompada brutal está en lo que pasó esa “noche envenenada”. Manejando los resortes de esa noche descontrolada como si fuera una plataforma giratoria que permite verla desde distintos ángulos, Bayly compone una novela sobre los celos y la traición con una consigna no tan secreta: lo que no se habla deviene literatura.