Antes, un llamado telefónico era capaz de cambiar el curso de una vida. Podía transmitir una información que no estaba en los planes. Hoy es más probable que un mensaje de ese estilo llegue por WhatsApp. Que sea escrito o que venga precedido por un temeroso “¿Te puedo llamar?”. Como si marcar un número sin avisar fuera una intromisión equivalente a preguntarle a alguien cuánto gana por mes o a meterse en un baño ajeno y abrir el botiquín. Pero antes de la sobreactuación del smartphone se llamaba al teléfono fijo, que sonaba y emitía un sonido que ya casi no se escucha, un sonido en extinción como el de un canillita que vocea el diario o como la vieja conexión dial up. Y se atendía. Eso fue lo que hizo Gonzalo Palacios un día de 1980, cuando levantó el tubo de su casa de Palermo y escuchó, de la voz de Pedro, uno de sus mejores amigos, una frase que abría puertas: “Vení, que tengo algo que mostrarte”. Gonzalo, que tenía 17 años, intentaba tocar rock con flauta y se frustraba muchísimo porque en cada recital su sonido quedaba opacado por el resto de los instrumentos, hizo caso y fue.

“Me compré esto hace un par de días”, dijo Pedro, mientras mostraba un saxo que a Gonzalo lo dejó casi sin palabras. Sólo atinó a preguntar cómo se tocaba. Pedro se lo pasó y le dio algunas indicaciones. Le dijo cómo poner la boca. Le dijo: “Mové los dedos igual que en la traversa, que vas a ir bien”. Le dio pocas instrucciones porque sabía que Gonzalo podía dominar el saxo muy pronto. “Tratá de que no se te escape aire por los costados. Y soplá”. Ahí es cuando llegó el cambio completo. Gonzalo empezó a descubrir las diferencias entre el saxo y la flauta. Se fascinó y salió disparado, como si la fuerza que había hecho al soplar lo hubiera empujado hacia el futuro.

“Me agarró una palpitación extrema. Me fui a mi casa corriendo, esperé que mi vieja terminara de atender un paciente y le dije 'Cómprame un saxo ya'. Mi vieja creo que intuyó que me podía tirar un cable con eso, porque mi vida no estaba muy encaminada, sobre todo si lo veías desde la perspectiva de un adulto. Creo que vio algo muy fuerte. Y a los tres días tenía el saxo que tengo ahora. Es el saxo con el que toqué toda mi vida, toda mi carrera”, dice Gonzalo ahora, ya convertido en El Gonzo, uno de los fundadores de Los Twist, histórico ladero de proyectos legendarios. De Soda a los Redondos, de Sumo a Charly.

El Gonzo hoy tiene sesenta años y por primera vez presenta un disco que lo tiene al frente. Alivio, editado por Acqua Records, se publicó el 31 de marzo y presenta ocho canciones instrumentales que exploran “la música negra”, como dijo el propio Gonzo en otros reportajes en los que intentó describirlo. Jazz, funk, versiones de Percy Mayfield, Count Basie, Horace Silver, entre otros, dan forma a este trabajo que es, en realidad, de una banda que completan Alejandro Ridilenir (guitarra), Daniel Castro (bajo), Fernando del Castillo (batería) y Gustavo Ridilenir (flauta y saxo tenor). El nombre es sólo un señuelo, un código entre conocedores. Una referencia hacia alguien que a principios de los 80 pasó a formar parte (“de casualidad”) de la renovación del rock argentino.

“Yo no buscaba ser un saxofonista, no escuchaba saxofonistas. De hecho no toqué como un saxofonista durante bastante tiempo. Al principio yo buscaba tocar como un guitarrista, pensaba frases de guitarra. Era más riffero, mucho uso de notas largas y de notas estiradas, y poco idioma de jazz”, cuenta, y dice que en ese estilo está la respuesta a una pregunta que le hacen muy seguido: ¿Por qué tocabas con todo el mundo? “Y porque no tocaba jazz. Cuando escuchaba el tema me metía en el tema. No tocaba 'mi parte de jazz'. Lo que yo proponía estaba acorde al tema. Mucho más que lo que hubieran hecho músicos que tocaban objetivamente muchísimo mejor que yo”.


El Gonzo se crió en una familia donde la música estaba muy presente. Cuando tenía cinco años, mientras su tío, Alfonso Fassi, se destacaba como trompetista de The Dixielanders, empezó a estudiar flauta en el Collegium Musicum. Al pequeño Gonzo le encantaba asistir. Cuando lo mandaban a buscar instrumentos para repartir en clase, iba fascinado por los pasillos de la escuela. “Te abrían la vitrina y había montones de xilofones, montones de cosas, y vos ibas cargado con cuatro o cinco, haciendo equilibrio. Ibas pasando al lado de salas e ibas escuchando diferentes músicas. Había una parte de expresión musical, entonces veías a las chicas con sus mallitas, bailando. Era realmente muy inspirador. Y por otro lado había grandes pedagogos de música de esa época. Muchísimo de lo que aprendí de música, que me llevé para toda la vida, lo aprendí ahí en los tres o cuatro primeros años”, cuenta.

En su casa las cosas no eran menos intensas. Su hermano Diego y su hermana Diana, diez y ocho años más grandes que él, lo cargaban de una información que resultaba irresistible.

“Eran beatlemaníacos perdidos, sobre todo mi hermana.Y en tiempo real, mientras Los Beatles estaban en actividad. Un juego muy normal en mi casa era que agarrábamos los palos de golf de mi viejo y nos poníamos a hacer fonomímica arriba de los discos. Alguno, en general era yo, se ponía el palo de golf mirando hacia la derecha, porque era la única percepción que yo tenía: 'El bajo es el que se toca al revés'. A mi hermana mi viejo intentó pagarle plata si no hablaba de Los Beatles en las comidas. No lo logró”, dice sobre aquellos días de fines de los sesenta y principios de los setenta en los que el Gonzo era feliz y creía que sabía más cosas que el resto de los chicos de su edad. Lo cuenta y parece estar describiendo una tira de Mafalda en la vida real.

“Era una cosa muy de los años sesenta. Había una especie de optimismo entre la tecnología, que parecía que iba para bien. Cada vez se descubrían más cosas. El movimiento hippie, los movimientos juveniles en general, las revoluciones sociales de Latinoamérica, etcétera. En un momento parecía que había una posibilidad de que el mundo cambiara. Se podía creer en eso. Y yo tengo muchos recuerdos. Por ejemplo, nos empezamos a ir de vacaciones a Gesell en el año 67. No sabés lo que era eso. Un hipperío divino. Incluso hasta mi viejo, que era un tipo viejo para ser hippie, empezó a dejarse las patillas, empezó a pegarle flores al Fitito. Estaba todo tan imbuido de un optimismo. Esa es la percepción que yo tengo de mi infancia, que se truncó muy de golpe cuando se murió mi viejo”.

El padre del Gonzo murió en 1971, después de una agonía prolongada que causó dolor y deudas. Fue el fin de una etapa y el comienzo de otra, más gris, puertas adentro, que se profundizó en el 76, cuando llegó la dictadura.

“Yo estaba esperando tener trece años para salir al mundo y todo eso se me cerró. Se reducía a este grupo de amigos que veníamos todos más o menos de lo mismo. Empezó una socialización muy a puertas cerradas. No íbamos a discotecas, como mucho íbamos a bares a charlar. Pero la socialización era dentro de casas. Muchos discos. Conocías a alguien y lo primero que hacías era ver su biblioteca y su colección de discos. Ahí le sacabas la ficha”, cuenta.

Fue gracias a estos encuentros a puertas cerradas en la segunda mitad de los setenta que el Gonzo empezó a perfilar su futuro. Seguía con la flauta, era fan de los Stones (“ fueron la rebeledía contra mis hermanos”) y tocaba en algunos grupos under, como Astrid, que era “una cosa muy acústica”, con “muchos arpegios superpuestos de guitarra, flautas por arriba y muchas voces”.

El Gonzo recuerda que Astrid “tenía ciertas conexiones con el Ring Club”, uno de los antecedentes de Los Twist, un proyecto en el que estaba Daniel Melingo, futuro compañero de rutas musicales.

“Melingo era el novio de la hija de un colega de mi madre”, cuenta. La relación que el Gonzo estableció con el ambiente progresista en el que se movía su mamá psicoanalista fue determinante. Allí conoció a varios de los que fueron sus más grandes amigos. Entre ellos, Pedro, el que le dijo “soplá” una tarde de 1980.

Con Fricción en los 80


En muy poco tiempo, el Gonzo pasó de descubrir el saxo a formar parte de la nueva camada de artistas del rock argentino. Tres años después de aquel soplido inicial estaba en el escenario del Luna Park como miembro de la banda de Charly, en plena gira de Clics Modernos, una serie de shows realizados en plena transición hacia la democracia. El Gonzo recuerda aquellas noches de diciembre del 83 como una experiencia difícil de transferir.

“Eran momentos históricos. Pero en cuanto a lo personal y a la carga emotiva que había en esos conciertos, era tremendo. Era tremendo. Había una cuestión celebratoria de haber sobrevivido, de alguna manera. No me refiero estrictamente a sobrevivir físicamente, vitalmente, sino como mentes. Era 'se acabó'. Se acabó una noche muy negra”, cuenta.

En la banda de Charly también estaban Melingo y Fabiana Cantilo, compañeros del Gonzo en Los Twist, el grupo que había fascinado a Charly a tal punto de producir La dicha en movimiento, el disco debut de la banda, publicado ese año. A García le gustaba tanto el proyecto que, tal como lo contó en una vieja revista Rolling Stone, usó el máster de No llores por mí, Argentina, el álbum despedida de Serú Girán, para la grabación.

“Los Twist se fueron haciendo de a poco -cuenta el Gonzo-. Se fueron armando a partir de una idea básica de Dani, que a su vez era un extracto de lo que era el Ring Club. Al final, en los últimos espectáculos del Ring Club había como una parte que era, si querés, un proto Twist, que éramos Cachorro López, Fabiana Cantilo, Melingo, yo, y hacíamos temas así, un poco revivals, una cosa muy cincuentera. Y a partir de esa idea, y que llegaba la new wave, se fue derivando en una cosa que era Dani y yo y músicos que pasaban todo el tiempo. Ni siquiera Fabi estaba como un personaje físico”.

Con Charly García

El Gonzo recuerda que un domingo, en Plaza Dorrego, mientras él y Melingo actuaban como invitados de San Pedro Telmo, detectaron “a un personaje muy extraño”. “Un pibe pelirrojo con rulos largos que le faltaban varios dientes. Una cara de loco total, vestido en verano con un pilotin, camisa y corbatita, una escarapela y un maletín Primicia”, dice y habla, por supuesto, de Pipo Cipolatti.

“Abrió su maletín y sacó una colección de libros, muñequitos, montón de cosas así, como artísticas y aleatorias. Nos pusimos a charlar, Pipo agarró una guitarra y empezó a mostrarnos temas. Era el personaje que nos faltaba para redondear la idea. A partir de ahi todo se empezó a dar bastante rápido”, cuenta.

La rapidez parece propia de los ochenta, años en los que el Gonzo también tocó con Los Redondos, cuando la banda del Indio, Skay y Poli se despedía de las actuaciones performáticas y se encaminaba hacia la grabación de Gulp!, su disco debut de 1985. También colaboró con Sumo en Llegando los monos, el álbum de 1986. “Fue una iniciativa de Roberto (Pettinato). Una llamada mañanera. “Che, Gonzo, necesito tu funk para dos temas que quiero grabar a dos saxos. En quince te paso a buscar en un taxi y vamos para Panda'”, dice de su participación en “Los viejos vinagres” y “Que me pisen”.

Eran épocas en las que el saxo alto del Gonzo era muy requerido. Sólo unos meses antes de la grabación con Sumo, realizada en el otoño del 86, se había publicado Nada personal, el segundo disco de Soda Stereo. Allí se escucha al Gonzo en plan solitario, pura improvisación durante el comienzo de “Estoy azulado”. También colaboró con Memphis La Blusera y formó parte de Fricción.

El siglo 21 fue para el Gonzo el del reencuentro con las raíces españolas de su familia materna. Hacia allí se fue en 2002. Estuvo casi ocho años en Madrid. Ahora vive en Menorca, donde trabaja en hoteles y discotecas. En temporada baja suele volver a la Argentina, donde pasa varios meses tocando en vivo, dando entrevistas, hablando de su vida y de su saxo, el mismo que sopla hace más de cuarenta años, un Yamaha YAS-62 que su madre le compró en cuotas.