Es raro que el escudo no haya sido lo primero. Quiero decir lo primero que este idiota se grabara sobre el cuerpo. Porque qué otra cosa que idiota se le puede decir a un imbécil que te arranca a la nena de tu casa y manifiesta su enemistad a través de tatuajes. Estoy dispuesto a contestar a sus agresiones aunque mi pobre piel de hombre viejo ya no aguante los pinchazos y tenga el cuerpo pintarrajeado como si fuera un afiche publicitario. Y además arriesgue la vida, ¿quién garantiza no agarrarse una infección que lo deje a uno patas para arriba? Por eso me expuse a todos estos sacrificios. Como buen estúpido siempre se aparece con algo nuevo. Aunque yo, inocentemente, haya creído que lo del indio era la última.
Al principio no fue tan difícil. Digo, cuando se apareció con la imagen de Perón y Evita, uno en cada hombro. Yo, por mi condición de persona seria y previsible casi siempre salgo a la calle con camisa y saco. Las veces que voy a la playa uso remera porque me da vergüenza mostrar mis músculos caídos. De modo que nadie iba a decirme nada acerca de esas fotos de Sarmiento y Alberdi que llevo en los omoplatos. En casa me quedo a propósito en cueros, aunque pase frío, para que no le quede otra que verlos bien a estos dos verdaderos próceres. En cuanto a mí, el solo hecho de verle la cara a Perón que él lleva orgulloso me da retorcijones de panza, Evita al menos era una mujer linda. Debo aceptar que, más allá de coincidir en muchas cosas con él, la carucha de traste del amigo Sarmiento, con esa enorme bocaza de escuerzo, no es lo más bello que alguien pueda llevar pintado en el cuerpo. Con Alberdi la cosa es distinta, no será lindo como Evita, pero al menos da el perfil de un hombre de bien, un abogado como tantos que pueden verse merodeando tribunales, a pesar de que la cara no es mucho más feliz que la de Sarmiento, con esa frente alta y el corte de pelo que llevaba la gente en el siglo diecinueve, como si se lo hubieran cortado con una taza.
Después de un tiempo me estaba acostumbrando a llevar en las espaldas a Sarmiento y Alberdi, y a las incómodas preguntas de algunas personas que lograban detectarlas, las pocas veces que dejaba mis hombros al descubierto. En casa -creo haberlo dicho- me paseaba sin remera para refregárselos al infeliz este, el mismo que se llevó la nena de la casa.
Yo creía que hasta ahí habían llegado las cosas cuando un día me sorprendió con la cara del Che Guevara tatuada en su brazo izquierdo. El Che con esa boina que tenía una estrella, Igualito al tatuaje que Maradona llevaba en el mismo lugar. Por dios lo que era esa cara. Perón al menos era apenas un viejito con cara de chanta, que cualquiera con un poco de intuición podía darse cuenta de que sonreía para que la gente lo siga y así quedarse mil años en el poder. Y de Evita ya hablé. Pero la cara del Che daba miedo. Con esa mirada profunda, desafiante, observando medio de costado. Juro que pensé que iba a escaparse del dibujo con una ametralladora y agarrar a tiros al que se le cruce. Por supuesto que tramé mi venganza. Esa vez fue cuando dije: voy hasta las últimas consecuencias, sin saber hasta dónde iba a atreverse este mal tipo que es mi yerno.
El primer inconveniente a salvar esta vez era saber quién fue el enemigo natural del Che. Porque a decir verdad, el rosarino debe tener millones de personas que lo odian en el planeta, quizá tantos como quienes lo aman, pero un enemigo que lo simbolice no tenía claro quién podía ser. Haciéndome el idiota lo pregunté hasta a profesores de historia y todos daban respuestas evasivas, balbuceaban nombrando líderes de la derecha, banqueros capitalistas, otros hacían alusión a algunos políticos de Estados Unidos. Al fin urgido por la necesidad de responder rápido y que el infeliz no se piense ganador decidí tatuarme a Kennedy. Kennedy hay un millón y todos fueron políticos, pero yo me tatué al más importante, a John Fitzerald Kennedy. Si bien no habrá sido quién simbolice la antítesis del Che, no creo que haya estado muy de acuerdo con estos muchachos que andaban armados hasta los dientes haciendo la revolución en América Latina como si formaran parte de un coro de ancianos que van cantando de pueblo en pueblo. La elección no fue fácil, sin embargo cuando lo vi a John en mi brazo quedé conforme. Me gustaba su cabello rubio y la imagen de persona seria y confiable de ese hombre, además no tenía la cara de odio del Che. Por supuesto me lo hice en el brazo derecho, siempre prefiero cualquier cosa que vaya para la derecha. Este tatuaje quedó más a la vista y fueron muchos los que preguntaban a qué se debía. Como para esa época había fallecido mi madre, no me fue difícil responder que ella era admiradora de Kennedy -a la pobre le habían hecho creer que John gobernaría a favor de los negros- y que era un modo de homenajearla.
Desde esa vez pasó un tiempo bastante largo hasta que apareció lo del indio. Fue un período como de tregua. La nena y este gusano venían casi todos los días a garronear a casa, pero si bien sabíamos que había una distancia inequívoca entre Perón, Evita y el Che, con Sarmiento, Alberdi y Kennedy, cada uno andaba por su andarivel y quedaba claro que eramos como agua y aceite que jamás se iban a mezclar.
El indio nunca pude entender bien a qué se debía. Lo cierto que para mí fue lo más traumático hasta ese momento. Porque además de tener un tamaño enorme que iba desde la tetilla derecha hasta esas zonas donde andan el hígado y quizá el mismo apéndice. Y como si eso fuera poco tenía en la cara un grado de detalles casi perfectos y el agregado de unas plumas de todos colores cubriéndole la cabeza. Como obra artística la verdad que era buena, aunque a mí los indios no me van ni me vienen. El indio no tenía la cara de vengativo del Che, eso sí, lucía medio seriote como todos los indios, tampoco que tenía una sonrisa de gran felicidad, esas que muestran toda la dentadura perfecta y que hoy la muchachada sube a instagram. Además llevaba unos adornos raros colgando de la nariz, como era usual en ellos. Esta vez, al revés que cuando lo del Che, no tuve ninguna duda, me tatuaría a Julio Argentino Roca, en el mismo lugar y del mismo tamaño. Y que no me vengan que lo de Roca fue una guerra desigual. Después de todo, a quién le interesaba tener a los indios haciendo batifondo ahí nomás de la civilización, si no más bien en las barbas de Buenos Aires. En cambio Julio Argentino trazó una línea imaginaria y dijo: “Para allá no pasa nadie”. Y como la gente de Roca andaba bastante armada, a los indios no les quedó otra que obedecer. Bien que los arrinconó en el sur a los pocos que quedaron y las tierras que, según el general, no eran de nadie se las regaló a cualquiera que le haya dado una manito en la empresa. Ya sea que le haya prestado un par de caballos, un fusil, o desinteresadamente le diera un sanguchito de mortadela a los soldados que andaban de paso aleccionando indios.
No sé si ya comenté que lo del indio fue el más traumático de los tatuajes. Como no quería quedarme atrás decidí también agregarle colorido a mi figura del general. Además de que los tatuajes en color son muchos más caros y se hacen en etapas, cuando llegó la parte de los pinchazos cerca del hígado pensé que las agujas me estaban atravesando el cuerpo y que ahí nomás se acabaría la historia.
Hasta Sarmiento, Alberdi y Kennedy mi reputación de hombre de bien estaba a salvo, pero después con el Roca enorme y colorido pintado en mi cuerpo, comencé un descenso social del que no pude recuperarme. Los peores eran los días de verano que atosigado por el calor no me quedaba otra que abrirme la camisa. Como Roca estaba en los billetes de cien, ya nadie me creía cuando decía que era la imagen un antepasado que había venido de Europa.
Lo del escudo de Ñuls era previsible. No comprendo cómo no fue lo primero que se tatuó, fanático como es. Para mí que el muy basura lo dejó a propósito para lo último, para ridiculizarme. Sabiendo que aunque me vaya en sangre al hacérmelo no tengo opción. El problema después de todo no es eso, sino que se lo hizo en el cuello. Desde la oreja hacía abajo, llegando hasta la clavícula. No puedo andar toda la vida con la solapa del saco dada vuelta, ni usar bufandas todo el año. Ya no servirán las excusas del amor de mi madre por Kennedy ni el antepasado idéntico a Roca. Soy consciente de que ninguna persona seria, respetable, que pretenda insertarse con ciertos valores en la sociedad se graba un escudo de Central en el cuello. Eso es cosa de muchachos fanáticos y descarriados. Cómo él. Sin embargo pagaré lo que sea al tatuador, perderé tiempo sentado como un idiota, expuesto a esas malditas y dolorosas agujas que invaden mi pobre piel como si fuera un faquir que exhibe su padecimiento ante el público. Todo eso haré con tal de que este imbécil no se crea ganador. Aunque se burlen mis amigos, hable de atrás la gente del barrio, me desprecien las personas de bien de los círculos sociales a los cuales antes pertenecía y pierda todos los vínculos que me costó una vida construir. Lo más triste es que este idiota es el que me arrancó la nena de casa. Deba ver, resignado, como ella lo abrace frente a mí, le diga amor mío y mirándome de reojo, desafiante, con esa picardía femenina tan particular, repita como un lorito que está feliz de haberlo elegido, y que lo ama tanto, tanto, tantísimo, que lo volvería a elegir una y mil veces más.