Es hora de decir la verdad, dijo ella. Gran parte del singular liderazgo de Cristina, resistente al agua, a las infamias y a las operaciones, reside en que, siempre, nos gustara o no lo que decía, ella tiene palabra. También por eso la odian, porque su comunicación perenne y exitosa se estructura en la verdad, y en eso jamás podrán competir con ella. Ni los unos ni los otros, ni los de afuera ni los de adentro que la rechazan.

Ese tipo de comunicación es parte de una cultura política en la que muy pocos dirigentes se inscriben, y la nuestra es una cultura política a la que siempre le faltó una voz. No una, 30.000, y muchas más. Volvimos a la democracia sin reparar demasiado en que faltaba la interpelación de una generación política.

Se fue creando, en esa ausencia con naturales excepciones pero ubicadas siempre en los márgenes, una cultura política que no reside en decir la verdad. Hay una inercia del careteo, del como si, de la viveza criolla, de la especulación, de la emboscada y, naturalmente, del interés personal completamente desembarazado del interés colectivo.

Ni Néstor ni Cristina adhirieron nunca a eso. El reclamo de Cristina por haber ocultado los verdaderos términos, en relación al sufrimiento popular que nos demandaría el acuerdo con el FMI, echa luz sobre el momento en el que se separaron las aguas: eso violentó la cultura política de la que ella es el gran frontón, estuvo a distancia porque era consciente de que se estaba mintiendo, no solo en lo personal sino en lo público.

“Por qué no dijeron la verdad”, se preguntaba el jueves. Entiende la presión externa, entiende que el FMI se haya negado, como se negaba hace años aquel oscuro juez Griesa que representaba a los buitres, a quitarle a la Argentina la soga del cuello. Pero todos estábamos enterados de cuál era el tenor de la situación. No había nada opaco. Las cosas, más allá de un posicionamiento a favor o en contra, eran como ella las describía detalladamente en sus cadenas nacionales.

Tanto se la criticó por ese estilo de comunicación que este gobierno seguramente cree que un manejo aséptico de los medios públicos, que no transmitieron decenas de momentos populares e importantes que los canales privados ocultaban, era parte del “volver mejores”. No, volvimos disciplinados e ignorando imperdonablemente que el pueblo siempre quiere saber de qué se trata.

En la lógica política kirchnerista, esa comunicación es uno de los pilares del entendimiento de la conducción con el pueblo. Lo “que se le pasa por la cabeza” a Cristina en ese hartazgo visible es decir la verdad de una buena vez. En el caso del FMI, lo lógico hubiese sido comunicarles a los que serían víctimas de un acuerdo a la firma, que al gobierno le estaban poniendo una pistola en la cabeza. Lo dijo ella, a quien le pusieron de verdad una pistola en la cabeza.

Néstor lo hizo cuando Shell no respetó un acuerdo y subió el precio del combustible. Recuerdo su cara en la cadena nacional. “No compren Shell”. No se compró. Shell bajó los precios. Lo hizo cuando la Corte de Nazareno intentó extorsionarlo. De cara al sol, un compañero presidente daba cuentas a sus representados. Explicaba cuál era el problema, y cuál era el motivo de sus acciones. Es la cultura política de los dirigentes populares latinoamericanos. AMLO tiene sus mañanitas y abona su popularidad con las explicaciones que les da a los mexicanos. Petro da discursos largos, técnicos por momentos, y en otros infunde brío frente al golpismo que ya le asoma. Hay muchos más, son todos los presidentes populares del siglo XXI en esta región.

Un gobierno popular necesariamente debe tener como principal interlocutor al pueblo, porque se debe a él y solo ése es su apoyo, y no el poder real, no las corporaciones. Un gobierno popular no puede tener “machos del off”, porque eso entre otras cosas evidencia una interlocución sustituida con el poder real.

En ese “decir la verdad” de la comunicación popular por excelencia se produce la retroalimentación necesaria para seguir avanzando. Lo vivimos, sabemos cómo se siente. Sabemos lo que es salir a festejar juntos a la calle la reestatización de Aerolíneas o YPF, por ejemplo. Conocemos perfectamente a esas multitudes que cuando son consultadas por su presencia saben perfectamente, por separado, por qué están y para qué. Sabemos lo que hubo que enfrentar porque lo enfrentamos cada uno desde el lugar que estuviera. Creo que estoy diciendo perogrulladas. Pero la distopía nauseosa que se vive en estos días llama a volver a decirnos a nosotros mismos la verdad. Absorbemos toneladas de tóxicos mentales y emocionales todos los días, porque esta batalla comenzó en 2003 y no renunciaremos fácilmente a esa sensación de ser nosotros también dueños de casa.

Hace muchos años que no vivimos eso. Que es nada menos que lo que fideliza, enamora, genera confianza. Pero se trata de concepciones políticas, y no es casual que hasta la palabra “patria” le suene grandilocuente a mucha gente que considera haber superado tal tipo de exageraciones sentimentales como parte del hecho de haberse vuelto adultos, o porque la asocia al fanatismo. ¿En qué redada mental hemos caído para considerar “un exceso” al patriotismo?

Para muchos otros millones de argentinos, para los y las que gritan por Cristina, para quienes hace veinte años ella y su compañero les dieron la oportunidad del orgullo y la pertenencia colectivas, la hora de la verdad se vive como un desahogo, porque por lealtad, por cuidado, por ser conscientes de que el tejido era delicado y el enemigo era y es feroz y criminal, se dejaron pasar muchas cosas.

Lo cierto es que Cristina leyó ese acuerdo con el FMI en su momento correctamente, que Máximo renunció a la presidencia del bloque por lo mismo, y ese día le destrozaron el despacho y no hubo ni un tuit de la Rosada. ¿Por qué el enojo? ¿Por no renunciar a decir la verdad?

Esta semana, al día siguiente del comunicado del PJ bonaerense, vi en todos los medios a decenas de panelistas y periodistas, incluso a varios del palo, decir que había sido “excesivo”. Otra vez la narrativa de lo “excesivo” del kirchnerismo. Ese comunicado tuvo una enorme carga de comunicación, y de la que muchos creemos que nos merecemos: la verdad.

 

Tenemos que saberla porque están en juego nuestro destino y nuestra libertad. Tenemos derecho a saber quién es quién. Este país puede tener una oportunidad más, o puede volver a caer en el quinto infierno que se presiente en Jujuy. Que sea la hora de la verdad. De mentiras y canalladas francamente estamos hartos.