Quizá aquella mudanza apresurada de Punta Indio fue providencial. Quizá si no hubiera pasado eso que pasó y que hizo que la familia tuviera que trasladarse a Avellaneda en aquel verano de 1989, hoy Andrea sería la veterinaria que soñaba ser. Finalmente era una chica criada en el campo, en ese pueblo que en aquel entonces contaba con poco mas de doscientas almas, y la aventura menuda de la vida cotidiana era ir al colegio y ayudar a recoger en el pliegue de su buzo los huevos de las treinta y seis mil gallinas que criaba su padre.
Hoy, más de treinta años después de aquella vida, recuerda con la mirada, la travesía de “escaparme del colegio a caballo a comer moras a los campitos cercanos”. También habla de un bosque de álamos, pero con un sentido de propiedad tan infantil como solo puede tener esa nena que andaba trepando por el viento: “Ese era mi bosque. Los álamos jóvenes son flexibles, entonces juntaba las puntas, las ataba y allá era mi casa. Sí, ese bosque era todo mío.”
Del pasado familiar, supo poco más que algunos datos tan intrépidos como anecdóticos para el acervo histórico: dos bisabuelas -una de España y otra de Italia- madres solteras, que viajaron a Argentina solas y cargando hijos, lo que le permite a Andrea un antecedente heroico que insinúa el derecho heredado a la admiración con retroactividad, incluso muy anterior a su propia existencia. Después, la vida: “llegar a una ciudad fue todo un tema, pero había que estudiar igual, así que comencé la carrera de veterinaria, pero como era muy inquieta, al mismo tiempo hice la carrera de profesorado de primaria, y me enamoré de la pedagogía.”
Hija de papá “ingeniero sin título” de quien tiene historias fantásticas que cuenta, y de mamá ama de casa, guardó algunas dudas casi toda su vida, pero veladas, porque “mi papá se mudó a Punta Indio en el ‘78, por aquellos años conocí tíos que llegaban a las dos, tres de la mañana y después no los veía más. Aquello se me fue clarificando cuando papá murió y entonces descubrí que en un lugar de esa casa había treinta colchones: durante la dictadura mi viejo escondía gente. Nunca se habló de eso en mi familia.”
Ya en Avellaneda, Andrea estudió de todo lo que estuviera relacionado con la educación, incluido un profesorado en biología y otro en matemáticas, tanto “que mi papá me decía que si quería estudiar siempre, fuera astrónoma, no maestra”. naturalmente para cada carrera presentaba las fotocopias de sus documentos. Hasta que una tarde casi fría de abril, durante el tiempo plano y largo de la pandemia, decidió abrir su guardarropas, tomar -una vez más- el viejo sobre de papel madera que su madre había rotulado a mano con una sola palabra: “papeles”, y por primera vez enfrentó “aquellas dudas que a veces daban vueltas, y entonces leí con atención. Solo decía nacida en Lanús, el documento de mi mamá estaba mal escrito y yo había sido anotada bajo una resolución de aquellos años, que permitía inscribir sin datos concretos a quien se anotara fuera de término. Ese fue el momento en que tuve que intentar aclarar esas dudas con mi mamá, porque mi papá ya había muerto.”
Su mamá moriría de covid cuatro meses después dejándole una respuesta enojada, contrariada y sin derecho a seguir el tema: “vos sos hija de los dos.”
Los documentos y las muestras de ADN de Andrea Verónica Pignataro, de cuarenta y seis años de edad, ya están en las bases de datos de Abuelas de Plaza de Mayo.
Mientras seguía con sus estudios eternos y con diecinueve años, comenzó a trabajar de maestra en la educación publica, en la escuela 52 de Wilde, donde fue descubriendo y afirmando que “la educación pública es maravillosa, amo y defiendo la educación pública. De hecho soy la primera universitaria de la familia, producto de la educación pública. Tenemos planes de estudio enormes, increíbles, tanto que por momentos son ingobernables”.
Fue entonces, tras veinte años de estar, ser maestra, directora en varias escuelas, enseñando y viendo y anotando, pensó qué colegio quería para sus hijos: “Ahí en el año 2016 surgió armar una ludoteca. Un espacio de juego y aprendizaje que se llamó Primera Huella, y la idea creció bajo la misma idea de intentar crear lo que yo veía como la escuela que querría para mis hijos. Finalmente, la escuela es producto de veinte años de una experiencia que, confrontada mi vivencia educacional urbana con mi infancia en el campo, es de hecho una investigación.”
Andrea entiende que los chicos de hoy son otros, que hay que estimularlos distinto y también pararlos distinto: “acá en el recreo se juega a saltar la soga, a la pelota, y en uno de los recreos del día solo se hace relajación. El chico tiene que aprender en estos tiempos, a pensarse a si mismo y al conjunto donde vive, a bajar para respirar un poco”. Lo cual ya es toda una definición física: las aulas además de puertas tienen enormes agujeros en las paredes por donde los chicos pasan habitando el espacio desde otro lado porque “la enseñanza es un todo, afecta todos los sentidos, por eso, por ejemplo, acá no hay meritocracia, todos son abanderados, si sacaste cinco o nueve en tus notas son tan nacional como cualquiera, tenés derecho a llevar la bandera, los nacidos acá y los migrantes o hijos de migrantes que vienen de otros países y que algunas veces se cantan los himnos de esos países también”.
El mástil de la escuela Primera Huella luce tres banderas: la Argentina, la de la Provincia de Buenos Aires y la Wiphala, porque “la intención pedagógica abraca todo, y nuestras docentes lo saben, conocen y recorren ese camino, desde el aprendizaje formal hasta la inteligencia emocional, pasando por los intereses de los chicos” poniendo en el tapete aquel discutido concepto que decía que la palabra alumno significaba alguien sin luz a quien había que iluminar: “Hoy el tema de discusión de los miércoles (que es cuando ellos proponen temas) son, por ejemplo, los humedales, y se puede. Primera Huella es escuela oficial, y seguimos como todas las escuelas, el plan oficial, pero por la forma que tenemos de hacerlo, nos sobra tiempo, y eso va a los intereses de los chicos. La orientación es fundamental” dice Andrea que se sabe de izquierda, “pero como el intendente Ferraresi viene seguido, ¡me dice peroncha! Y está bien también.” Y la carcajada viene con una mirada relámpago.
Hoy la escuela, fundada oficialmente en el año 2018, cuenta con ciento trece alumnos “y ahí va todo, toda la experiencia. Sigo haciendo la ceremonia de la entrega de la pluma fuente en segundo grado, me parece importante, es una raíz simbólica” dice recordando que aprendió a escribir con una Parker a los 5 años durante un encierro de hepatitis, y así sigue escribiendo. Y también marca que no trabajan con editoriales “porque las editoriales acaban diciéndole al maestro como tiene que enseñar y nuestro sistema es distinto: acá los chicos aprenden, claro, pero también discuten y descubren y se aprende. Nosotros no iluminamos a nadie”.