El mundo del fútbol provoca que nazcan jugadas, campeonatos, hazañas y destierros, podios y descensos, gordos que hablan de fútbol, maravillas artísticas producto del talento o de la casualidad intencionada y además… enigmas. Yo soy uno. 

¿Quién me va a creer que era bueno jugando? No de esos lujosos, impecables en los pases, visión de juego y habilidad. No, yo era de esos que jugaban bien de 7 o de 11 o de 9. Corría como un gamo, y aprovechando en el área toda pelota suelta terminaba mandándola al fondo. Esa fortuna la iba tejiendo lenta, salvajemente, dejando las gotas de sudor en cualquier canchita y era elogiado, amado, respetado; aún por los hábiles que no entendían cómo estaba en el lugar justo y de algún modo era la punta de sus lanzas, la que ellos no podían clavar en el adversario pues estaban obstinados en proveer de juego a los demás, entre ellos yo, la piedra móvil, el molesto individualista que salía goleador en todos los campeonatos y hacía ganar a mi equipo. 

Al dolorcito lo empecé a sentir mucho antes de pensar en dedicarme profesionalmente. Era la dictadura y arrancó mi hipocondría, justificada por el aire terroso, viciado que respiraba. Me excusé de una rodilla que andaba mal pero estaba asustado: pavura que me cazaran y por el puntazo que había sentido en medio de un amistoso en Central Córdoba y vaya a saberse porqué, se me fue diluyendo con el tiempo hasta que me olvidé del todo. 

Pero ya había pasado el momento y estaba en otra cosa; los asaltos con el juego de la botellita, Los Shakers, el enamoramiento, la música, el colegio nocturno. Nunca dejé de jugar en esos siete contra siete y si bien había perdido velocidad aún mantenía el radar de la videncia: sabía dónde iba a caer la pelota en un centro o me desmarcaba para ser el receptor de pases. Seguí en la racha de ganador, ahora en los campitos solitarios, en las canchitas plastificadas del fútbol cinco que le llaman. Y un día, ya de grande el puntazo apareció de nuevo. Me asusté. Estaba blanco como un cadáver. Pedí ir al arco. Atajé mejor que nadie. Y me quedé en el puesto: porque no había arqueros a la vista y además por el miedo del dolor aquel me resguardé en el área como si fuera un quirófano. Lo tuve escondido como una enfermedad contagiosa, vergonzante. Y a veces volví a jugar en el campo y me creí estar desafiando a la muerte. Ya no tuve el dolor aquel, pero ahora me iba quedando sin aire y a los quince minutos se me nublaba al partido y, literalmente no me llegaba oxígeno al cerebro. Pedía entonces volver al arco.

En ese largo período de idas y vueltas, de corridas en vano y goles errados por desorientación, mis nuevos amigos de Buenos Aires me conocieron. Uno, el muy habilidoso de Zambusetti me gritó en medio de tráfico: "Sacate el balde de la cabeza". Un insulto pleno al corazón que me hizo pedir el arco como refugio. ¿Qué carajos sabría de mi pena, de mi caída, de mis huidas en medio de la noche con un bolsito lleno de poemas y un dni estropeado de tanto andar por bolsillos propios y ajenos? Y el terror de caer. De delatar. De no poder explicar. De saberse como una gallina degollada sin poder defenderme que nada había hecho, solo ser joven y ostentar el pelo largo, de mi renuncia que significaba el acudir al médico. 

Seguimos jugando. En el intercambio de jugadores, en un mezclado el que me insultara pasó a ser mi adversario. Era muy pero muy hábil y era mi amigo. En una jugada en que estaba imparable se encaminaba hacia mi arco y sin pensarlo, para detenerlo o para vengarme, le estrellé una naranja chupada en la frente. Se detuvo y le quité la pelota. Se me quedó mirando sin poder creerlo. El mundo del fútbol provoca que nazcan jugadas, campeonatos, hazañas y destierros, gordos que hablan de futbol, maravillas y además enigmas. Yo soy uno. ¿Quién me va a creer que fui bueno jugando? 

Una noche quiso la mala fortuna que en una mesa se juntaran amigos de mi infancia con actuales compañeros de andanzas. Y salió el tema futbolero. Uno de mis primeros compañeros deslizó "el que fue bueno era este" y me señaló. Era como si hubiesen sorprendido a un pedófilo en un jardín de infantes: los actuales se miraron y se rieron. Entonces el más hábil, Ernesto Zambusetti, el de la naranja en la frente largó:¡"Pero si este es horrible!". Y todos festejaron. Yo bebí el resto del vaso. Qué sabrían estos tirios y troyanos de mis stents que el tiempo me depositó en las arterias. De las corridas y los guardias que ponían la bala en la recámara cuando pasabas y mi frustrado enganche como marino civil escapándome de este Matadero 5. Ese era el viejo dolorcito que me estaba matando de poco, el poco aire que me iba quedando en mi sangre y que al cerrarse el circuito me impedía pensar con claridad.

-Che se puso serio -alguien me palmeó y yo sonreí. No tenía modo de explicar aquello. ¿Qué? ¿Iba a traer a una junta de doctores? ¿Iba a mostrar mi detención, mi clandestinidad a la fuerza, mi pánico de no poder con la vida? ¿Iba a mostrar los análisis, los fotogramas de la intervención, mi nombre en una lista negra? Yo, solo yo, sabía que era lo que me había pasado. Un tiro al corazón de mi alma en pleno sabotaje de la democracia y unas arterias resecas por tanto miedo. Ernesto había tenido razón con aquello del balde y yo también con mi naranjazo. El balde constituía el intento de cerrar la visión de un pasado y el tiro en la frente la bronca por no poder hacerlo. No se ofende a un ex crack que no puede demostrar lo que pudo haber sido y no fue; que se bebió un cachito aire desesperadamente y que se salvó por minutos, por algunos milímetros menos, como cuando la pelota se va raspando el poste de la vida, la salud, la libertad.

 

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