Nunca sé muy bien cuál es la hora; llega cada viernes cuando no hay más nada de azul en el cielo, pero aún no puede verse la primera estrella. Es algo así como un principio de penumbra que me nace, y sólo se atenúa con las luces que apenas se están encendiendo en la calle. Si hay llovizna, como ahora, es peor, porque llega más temprano y me arrastra al BARcelona cuando todavía es muy temprano, incluso para el vermouth. Linares, el mozo, ya me conoce. No soy su amigo ni él es el mío, pero siempre que llego veo que hay cosas apoyadas en la mesa del fondo para que nadie la ocupe antes que yo. Su escasa cabellera contrasta con la generosidad de sus cejas, ambos retintos por obra y gracia de la industria cosmética. Aunque soy más joven, él vio pasar los años en mi pelo mientras los suyos desaparecían detrás de un castaño que, incluso para él, es demasiado oscuro. Igual, a mí no me importa nada Linares. Cada tanto, le agradezco el gesto de la reserva de mesa con un billete que le paso en silencio. Nunca hicieron falta entre nosotros muchas más palabras que “vino” o “Cynar” y ninguno intentó jamás enseñarle nada de la vida al otro. Eso nos basta.
Tampoco voy cada viernes por puro gusto. Hace 20 años, cuando empecé a acostumbrarme a pasar a la salida del trabajo, el BARcelona era un lugar. Recuerdo que cuando fui por primera vez me resultó simpático el juego del nombre: el sueño dorado de los héroes de la Rosario de puños y rosas, vuelto parodia en un barsucho de fracasados y putas desveladas. Ahora es un resto diurno, un despojo con el cual uno puede armar en su cabeza una imagen pretérita y pensar que desea estar allí. Pronto lo van a demoler y con él se llevarán casi media cuadra de calle Sarmiento. Seguramente será reemplazado por alguno de esos negocios de porquerías importadas que compran las viejas por no tener nada mejor que hacer. Lo importante es la piba. La trajeron al bar para que ayude en la atención de los pocos habitués, o en la cocina. Al menos, eso dijo Linares. Me permití dudar ni bien vi en los ojos de ella un brillo como de huida. No se cómo se llama, ni pienso si algún día querré saberlo. Me basta con el parecido tremendo, tan doloroso a veces, que tiene con Sabina. Como ella, es menuda, con los remansos de la cabellera acariciándole la espalda y los labios morenos en pie de guerra. Cada tanto, cuando echa un vistazo hacia la puerta, levanta la mirada del mismo modo que lo hacía Sabina, cuando ya había dejado de ser la de siempre para convertirse en la mujer del dueño del BARcelona. Yo no quería entender, al principio, que ella accediera. Mejor dicho: entendía perfectamente, pero no creía.
-Además del bar, es el dueño del local de vestidos de quince de acá al lado, y de los otros dos del fondo. Hace rato que quiere que me junte con él.
-Es un ogro, Sabina. ¿Lo viste bien?
-Todos son ogros por aquí, Gabriel.
-¿Yo también?
-No, vos todavía no, vos sos mi arcángel pichón -esa sonrisa, llena de almíbar y lástima, tuvo el peso de una lápida.
Estaba perdido: el dueño del bar era una especie de gigante hirsuto y maleducado, pero era un dueño. Yo no pasaba de ser el sereno del edificio de enfrente, con descuento de alquiler de un dos ambientes en el recibo de sueldo y la noche entera repartida entre audiciones radiales y viejos compilados de Nippur de Lagash. El apodo de arcángel me lo puso ella, la primera noche que me invitó a su pieza, mientras me acariciaba: -Ni se te ocurra dejarme preñada, eso sí. Sabina y dos o tres muchachas más caían todas las mañanas al BARcelona a tomar una merienda que pagaban con los mismos servicios que vendían a jornaleros y estibadores a la vuelta del bar, por calle San Juan. Como las mitológicas hembras de la antigüedad, las “sabinas” habían sido tomadas para el favor ferviente de la hombría, claro que sin esponsales ni hogar como parte del trato. Sólo un hotelucho de mala muerte para todo menester y el refrigerio madrugador en el BARcelona. Las más jóvenes, como Sabina, tenían un amplio abanico de ilusiones para ofrecer. Las otras, ya desgastadas, brindaban caricias rápidas a tarifa reducida. Fue en medio de aquellos amaneceres, casualmente mutuos, que me pidió fuego. Aún recuerdo los valles simétricos debajo de sus pómulos formándose con la primera bocanada. Fue la primera vez que sentí que la besaba.
* Cuento incluido en el libro Después de la siesta (La Gran Nilson Editora, 2023), ganador del concurso literario 2022 organizado por la secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Casilda.