Nos conocimos de pibes. La perdí de vista añares. Hace poco más de una década nos reencontramos. Se llama Marina Herrero y vive exiliada en Brasil desde hace cuarenta años. Esta es su historia.
Aunque nacida en Temperley, pasó su adolescencia en Bahía Blanca. Su padre provenía de una familia de gitanos, era fisioterapeuta y primo de Pascual Pérez, el gran campeón olímpico de boxeo. Intrépida, era la imagen viva de las chicas de los setenta: a los 15 andaba en moto, estudiaba violín, bailaba clásico y militaba en una célula clandestina del ERP de Bahía Blanca con la que planeó un atentado contra Videla.
Todo había comenzado en La Inmaculada, un colegio secundario privado al que acudían las hijas de las familias pudientes de la ciudad donde ella, claramente, era la oveja negra. Insospechado de actividades proselitistas, el colegio era manejado por unas monjas entre las cuales se encontraba la hermana Norma Gorriarán, que fue parte de la renovación eclesiástica inspirada por la Teología de la Liberación. Vinculada a sacerdotes como el padre Dorñak, asesinado por la Triple A en marzo del 75, desplegaba una militancia de base en los barrios carenciados, y no cejaba en propalar el evangelio, al que sabía revolucionario, en todos los ámbitos. Ello la llevó a tener que exiliarse -y abandonar los hábitos- para no volver.
La educación religiosa comportaba la realización de retiros espirituales. Durante algún fin de semana, en los grupos de reflexión se conversaba sobre la situación social en el mundo, el hambre en África, la pobreza de Latinoamérica, y no mucho más. Allí un día la hermana le dio a leer a Marina una publicación mimeografiada del frente de masas del PRT-ERP, La Yesca; fue una revelación. La joven bailarina sintió el llamado a la acción como un imperativo: en unos meses militaba en los barrios en el tiempo libre que le dejaba el colegio, el violín y el ballet, y participaba de grupos de estudio a la vez que discutía con su padre, peronista, su madre, radical, y su tío Hudy Heber Herrero, trotskista, que tendría un rol inesperado en su historia.
Efectivamente, Hudy era un militante típico, muy afín a Marina, que vivía en una pensión; sucedido el golpe, fue allanada y tiroteada. De allí una patota del Ejército se llevó a varios militantes. Como a él nadie lo volvió a ver, se lo dio por desaparecido. Año tras año su madre, la abuela de Marina, en las navidades decía que Hudy la había llamado, que estaba bien, y que mandaba saludos, pero nadie le creía: “pobre viejita, delira con que vuelva su hijo muerto” -era la frase susurrada con piedad y conmiseración por propios y ajenos. Pero resulta que medio siglo más tarde Marina lo encontró en un asilo en España: el terror le había calado hasta los huesos y no se atrevía a volver ni a contactarse -fue lo que dijo- para no poner en peligro a nadie más.
La represión hizo que las actividades políticas se desarrollaran con mayores recaudos. La muerte acechaba. Marina aprendió a evadir redadas, a usar nombres de guerra y a aprovechar su imagen de niña aplicada, violinista y bailarina clásica, para redoblar la apuesta y continuar las actividades clandestinas. Entre otras, la de manejar el Telex con el que se comunicaba la red de inteligencia del ERP desplegada sobre las fuerzas armadas. Que, aunque fue descubierto, por estar instalado en un departamento tabicado -al lado del suyo- no produjo nuevas víctimas. Jugando a las cartas con su mamá, Marina vio cómo el ejército destrozaba el lugar.
Sobre finales del 76 se decidió organizar un atentado al dictador. Inicialmente se planeó en el aeropuerto de Bahía Blanca, adonde iba a efectuar una visita, pero no pudo llevarse a cabo. Un segundo intento que, bajo el nombre de “Operación Gaviota” tuvo lugar un año más tarde en Aeroparque, también fracasó. Marina fue quien operó el sistema de informaciones del primero.
Fue en ese momento, en diciembre del 76, cuando fue secuestrada por el Ejército. Era de noche, hacía calor. Junto a sus compañeros iba a una fiesta de disfraces caracterizada como un bebé, con pañal, chupete y todo. Marina bajó de la camioneta para comprar cigarrillos en el quiosco de la esquina de la Plaza Rivadavia, pleno centro de la ciudad, cuando un grupo de tareas la alzó en un camión y la trasladó a la Escuelita, el campo de concentración del Comando V Cuerpo de Ejército. Aunque maniatada y vendada, supo perfectamente por donde iba: años de motocicleta le enseñaron a distinguir el empedrado, las curvas, los puentes. Una vez en el chupadero fue desvestida por un tal “Vaca” y conducida a la sala de torturas, donde el interrogatorio estuvo a cargo del “Tío” Santiago Cruciani, y del “Laucha” Corres, que años después serían condenados por crímenes de lesa humanidad. Fueron once horas de un calvario que no cesa.
En el transcurso de la noche le preguntaban una y otra vez por su tío Hudy, de quien ella nada sabía. Curiosamente, no tenían ninguna sospecha sobre su propia militancia, lo cual era índice de que aunque algunos de sus compañeros habían caído, no la habían delatado. Pudo resistir, pese a la brutalidad de los golpes y la picana. En algún momento de ese infierno, al decir que bailaba en el ballet le rompieron los ligamentos de las rodillas, que la inhabilitaron para la danza de por vida. Las horas pasaban y el martirio no cejaba; en un momento, tras haber perdido el conocimiento en varias ocasiones, contó que la noche anterior había dormido en casa de una compañera del colegio que era hija de un almirante. Automáticamente cesaron los tormentos y la devolvieron a un camastro en una celda que compartió con varios cautivos. Horas después el propio almirante la buscó y sacó de la Escuelita, y la dejó, por pedido de ella, en el club La Sportiva, a pocos minutos del lugar, donde pudo cambiarse de ropa e ir a su casa. Su desafío era cubrir las lesiones ante sus padres: simuló un accidente. Para ello volvió al departamento, entró de puntillas, montó en la moto, hizo el trayecto hasta la Escuelita, y se tiró a la banquina.
Hacia el 81 quedó desenganchada del ERP: sus compañeros de célula habían sido todos aniquilados. Inscripta en la carrera de geología de la Universidad Nacional del Sur, conoció a Rodolfo Casamiquela, por entonces el iniciador de los estudios sobre la cuestión indígena en la universidad, que la invitó a colaborar en una campaña de arqueología de salvataje que se desplegó en Pilcaniyeu. Fueron meses de vivir en campamentos en plena cordillera, cabalgando en la estepa junto a guías mapuches: otra epifanía. La cuestión indígena se instalaba en su vida resignificando la militancia desde la práctica etnográfica a la que le imprimirá con los años un giro propio. Por lo demás, habiendo tenido que dejar de bailar, pudo reconvertirse en coreógrafa e integrar ese saber a los estudios etnográficos. Uno de sus trabajos, publicado por Casamiquela, es sobre la danza del Loncomeo que se lleva a cabo en las rogativas, la ceremonia sagrada mapuche.
En abril del 83, a un año de la guerra de Malvinas, ya con aires de reapertura democrática, fue a vivir a Buenos Aires, donde retomó vínculos con algún sector del ERP, diezmado, y fue entonces que sufrió un nuevo intento de secuestro. Al volver del trabajo una patota la esperaba en el edificio de monobloques donde vivía, en Belgrano; corrió rápido y se tiró adentro de un tacho de basura, donde esperó dos días. Finalmente, logró salir, vendió su moto, y con unos pocos pesos en el bolsillo viajó hasta la triple frontera, cruzó ilegal en una balsa a Paraguay, y de allí llegó caminando y haciendo dedo a San Pablo, donde se conchabó en el Ballet Stagium.
Pasados los años, vuelta la democracia a Brasil, inició su labor en el área de diversidad cultural del SesC (Servicio Social de Comercio) de San Pablo, donde comenzó a trabajar en todo el país con grupos indígenas en situaciones de precariedad o conflicto. Continuando con su opción por los desvalidos, caminó el territorio y se transformó en una increíble militante indigenista: varios libros, películas, y, sobre todo, el reconocimiento de la indiada testimonian su acción. En el Parque Nacional Xingú investigó los juegos olvidados -más de trescientos- y logró que se vuelvan a jugar; fueron clave de la recomposición étnica del grupo, su libro “Jogos e Brindadeiras na cultura Kalapalo” fue el instrumento. Allí aprendió que las producciones culturales son una clave de redención social de los pueblos indígenas. Experiencias como la que muestran sus libros y películas, entre los que cabe mencionar “A vitória dos netos de Makunaimî”; “Fulkaxó, ser e viver Karirí-Xocó” y “Louceiras”, o la realización de los Premios Brasil Indígena, muestran un trabajo y un método que va más allá de la antropología y articula en la práctica las enseñanzas militantes de la lucha por la emancipación.
Hace una década tuve el honor de ser invitado por ella, que, junto a Ulysses Fernándes, conforman una dupla indigenista imparable, a participar del proyecto “Baré, povo do rio” y de “Gaúchos e Gauchos, Argentina, Brasil e Uruguay”. El primero trajo por resultado, mediante la realización de una película y un libro homónimos, el reconocimiento de un grupo étnico que había sido diezmado y devastado culturalmente, y, a través de las acciones que emprendimos junto a las comunidades, logró la carta de ciudadanía que le permitió acceder a los derechos postergados durante siglos. El segundo, junto al gran fotógrafo de Darregueira, Cristian Delgado, permitió cartografiar la vida de los gauchos de tres países, una labor que no se había realizado jamás. Por ella conocí a Eduardo Viveiros de Castro y a José Bessa Freire, nombres mayores de la antropología brasilera.
Con los años Marina volvió a Bahía Blanca, donde testimonió ante el fiscal Abel Córdoba; su juicio sigue en curso. Y, por cierto, tuvo mucho de reparador: una serie de secuelas neurológicas fueron desapareciendo al poder hablar, por primera vez en décadas, de aquella tragedia. Marina me hizo descubrir no solo otro Brasil, sino otro modo de vivir la vida. Escribo esto con lágrimas en los ojos. Ella es el alma de la tribu, la mía, la nuestra.