Desde Resistencia
En el barrio Emerenciano todo se llama Emerenciano. O se llamaba, porque en estos días los vecinos actuaron rápido para tapar el nombre del ahora imputado y preso por el asesinato de Cecilia Strzyzowski de algunas paredes, también los rastros de su esposa Marcela Acuña, otra presencia fuerte en la organización. El nombre está blanqueado en la fachada del centro de salud, uno de los espacios que más enorgullecen al barrio, que hasta tiene laboratorio de análisis clínicos ahí mismo. También están sacadas las letras de la entrada al barrio; sólo queda la I y la A, con los colores de la bandera whipala. No todos estuvieron de acuerdo, explican, pero no es momento de generar discusiones al interior de una organización que sufre por estos días tanto el descabezamiento de su estructura, como la incertidumbre por el futuro, con los convenios provinciales que sostenían las construcciones de casas y merenderos dados de baja, la escuela intervenida. Y más: una estigmatización que parece volverlos a todos asesinos, un discurso de odio que hace que el chino cercano se niegue a venderles a los vecinos, una violencia creciente --propalada, sobre todo, por una radio local dirigida por un excomisario-- que los lleva a temer por la ocupación de las casas o las apedreadas a jóvenes del barrio.
El mural de la escuela también fue borrado ante la intervención del ministerio de Educación, que desembarcará el miércoles. Todavía se adivina porque la pintura alcanzó para una sola mano: el rostro del Che Guevara de un lado, y el de Emerenciano del otro, del mismo tamaño y con el mismo gesto heroico, "con la gorra para atrás, en posición de lucha". Encima de cada uno, las banderas cubana y argentina. Los símbolos están para nombrar sin medias tintas en este barrio. Las calles se llaman Luiz Inacio Lula Da Silva, Comandante Che Guevara, Milagro Sala; un puño rojo gigante marca la entrada al barrio, la bandera cubana permanece izada.
Hay otras nominaciones menos felices: el polideportivo se llama Carlos Monzón, el natatorio --justamente un lugar para nadar--, Santiago Maldonado.
Esta crónica podría detenerse en ese impacto nominal y visual que se presenta servido al ojo crítico del visitante. Estaría dejando afuera otras postales no menos increíbles. El de un barrio pavimentado casi en su totalidad, con todos los servicios, que contrasta inmediatamente con las barriadas populosas que lo rodean. Las casas iguales, la calidad de las que se siguen construyendo, los espacios verdes cuidados. La hermosa biblioteca con sus programas literarios, la escuela que abarca desde guardería hasta terciario y formación de oficios, los detalles de cuidado a las infancias que allí se ven, la panadería que abastece a la escuela y los merenderos, la radio, el centro de salud, el laboratorio. La organización que hay detrás de cada área, como las mujeres del mismo barrio formadas para levantar sus casas. Todo eso es el barrio Emerenciano.
Hoy sus habitantes --unas 300 familias, algunas parte del movimiento, otras no-- y los trabajadores de la sala y las escuelas --algunos viven allí, otros no-- están inmersos en una conmoción colectiva.
"La gente está con miedo. Les dicen cosas, temen que se cierre la sala, ¿y si cierra quién los va a atender? Si nadie quiere saber nada con los del Emerenciano. ¿Y nosotros qué hicimos? Nada más que trabajar de lunes a lunes", lamenta una vecina que prefiere no dar su nombre. "Yo misma tengo miedo, hace días que no puedo dormir. Ahora estoy mejor porque tomé una decisión: cerré las redes porque me di cuenta que me enfermaban. Las barbaridades que dicen, el odio que circula, es una cosa increíble".
"También hay mucho miedo entre profesores y alumnos. Cuesta y duele, pero seguimos trabajando. Más allá de cuidar nuestra fuente laboral, es por no abandonar a la gente que lo necesita", coincide José Vallejos, profesor de Tapicería de la escuela de oficios. "Yo no lo puedo creer, no lo puedo creer", menea la cabeza Vallejos, comparte su asombro intacto.
"Con Emerenciano yo siempre tuve buen trato, siempre fue correcto. Pero acá nadie quiere encubrir a nadie, nadie quiere ocultar nada. Si alguien hizo algo, que pague, que se investigue todo, que se sepa. Lo que no puede ser es que todos los vecinos pasen a ser culpables o imputados", reflexiona.
Es sábado a la mañana y en una manzana del barrio --son 13 de 20 casas cada una, más una más grande de 40-- un grupo de mujeres palea la mezcla del cemento. Están levantando una de las casas nuevas, las que ahora tienen que custodiar en guardias por las noches porque temen que sean tomadas. Victoria Díaz es profesora de Lengua y Lengua de Señas en el secundario del barrio, es una de las que se capacitó en construcción, un proyecto que viene desde la época de Sueños Compartidos, que fue el germen de este barrio, que luego siguió creciendo organizadamente.
"A mí me duelen los niños, que van al chino y les dicen cosas, van al kiosco y no les quieren vender porque son 'asesinos del Emerenciano'. Yo a esos niños los voy a defender, muchas cosas muy valiosas que hay acá yo las voy a defender", dice. Coincide con otros vecinos y vecinas, quiere ante todo justicia para Cecilia Strzyzowski, no quiere encubrimiento. Pero también quiere poder seguir adelante sin ser considerada "delincuente" por vivir en este barrio.