El deseo de vivir en el campo, cerca de la ciudad de Barcelona, se materializó cuando encontró un rancho de piedra recién restaurado en El Bruc, a los pies de la magnética montaña de Monserrat. La experiencia vital se transformó para el artista multidisciplinar y escritor argentino Esteban Feune de Colombi en esa casa rodeada de viñas, almendros, nogales y olivos. 

“Al llegar saludo al almendro que está a un metro de la puerta de entrada, a tres de la ventana desde la que escribo. Jamás tuve una relación tan estrecha con un árbol. Su robusta pequeñez me permite establecer un vínculo a escala, sin mediadores, al alcance de la mano, que estiro para recoger una almendra. Sé que sus células guardan la memoria de todas las estaciones. Pretéritas o venideras. Sea lo que sea que gobierne la atmósfera, en este árbol anidan los brotes, las flores y los frutos, incluso el despojo”, observa en Limbos terrestres, publicado en la colección Nuevos Cuadernos Anagrama, un libro intenso de poco más de cien páginas, integrado por once textos que son como pequeños ensayos o crónicas sobre cómo impacta en un forastero el encuentro con un paisaje.

“Mi vida en El Bruc”, subtítulo de Limbos terrestres, quizá sea un trabajo bisagra para este viajero compulsivo que pareciera tener momentáneamente bajo control la dromomanía, esa inclinación excesiva por trasladarse de un lugar a otro. Encandilado por El paseo del escritor suizo Robert Walser (1878-1956), novela en la que explora la figura del flâneur, paseante meditabundo que mientras camina analiza las impresiones que le causa el entorno, la convirtió en una obra de teatro junto con su cómplice artístico catalán, Marc Caellas, con quien cofundó la compañía La Soledad, dedicada desde 2011 a propuestas escénicas y performativas. 

El autor de Creo en la historia de mis pasos y Del infinito al bife, la biografía coral del excéntrico artista Federico Manuel Peralta Ramos (1939-1992), tomó el título de su último libro de un poema de César Vallejo (1892-1938). “El cielo cabe en dos limbos terrestres”, escribió el poeta peruano hacia el final de España, aparta de mí este cádiz, el poemario póstumo de Vallejo que fue impreso en el monasterio de Monserrat a días de la ocupación franquista.

Desde marzo de 2021 Esteban y su novia Guadalupe, también argentina, viven en El Bruc, en una pequeña casa de piedra de sesenta metros cuadrados. El escritor y artista, que nació en Buenos Aires en 1980, confiesa que Guadalupe se enojó cuando él se presenta como “la esposa de la pareja” en uno de los textos del libro. 

“Ese fue un tema de discusión hogareño por cómo vengo programado por el patriarcado -reconoce el escritor en la entrevista con Página/12-. Guada me planteaba que dijera que hago las tareas hogareñas; no digas que sos la esposa”.

-¿Cómo cambió tu vida en El Bruc?

-Los cambios no son tan dramáticos. Me di cuenta cuando viajo a otros ciudades por trabajo que me pregunto: ¿esto olía así o estoy sensible? ¿la luz me está dejando ciego o soy yo? Me empecé a dar cuenta físicamente que había algo en el registro de los sentidos, del tiempo, en cierta parsimonia a entregarme a hacer algo que a priori antes hubiera pensado que era infértil o improductivo y de pronto ahí estaba encontrando su espacio para desarrollarse con mucha más naturalidad.

-Cuando observás a las arañas, te preguntás si lo que hacen los no humanos es trabajar o ser. ¿Por qué aparece esta tensión?

-Me pregunto qué seríamos si no estuviéramos bajo el yugo del trabajo tal como lo concebimos. Trabajar todavía tiene buena prensa: “estoy a mil”, “estoy a tope”; el laburo es la gran justificación, es un pretexto para un montón de cosas. Y creo que el pretexto tapa al ser y me pregunto qué es el ser, que obviamente es una pregunta que no se puedo responder y no me voy a meter en ese berenjenal. Tengo la sensación de que hay un aprendizaje de lo impermanente, que hay algo de la vida rural que me conectó con cierto desapego.

-Las performances, la escritura, ¿las pensás como un trabajo?

-No, creo que todo es creación; cortar una zanahoria se convierte en un acto creativo, en el sentido de que no va haber otro igual y que cuanto más presencia le metas más vas a disfrutar. En cuanto a las performances o la escritura no salgo a la búsqueda; entendí que hay una aparición, que eso va revelándose. Yo me dejo abordar por cierto estado de sorpresa a ver que trae, aunque no se convierta en una obra. La creación me va tomando, pero no es una obsesión ni pongo la máquina a prueba por necesidad de producir algo. Quizá el pedido o el encargo viene de afuera. Yo tengo una obra que se llama Electrocardiopoemas, en la que ausculto el corazón con un estetoscopio y a medida que escucho los latidos voy escribiendo un poema en un rollo de electrocardiograma. Esa es una obra que hago de uno a uno a domicilio cuando soy contratado para hacerla. El paseo, la obra sobre Robert Walser que hacemos con Marc Caellas, cumplió diez años y nos sigue enseñando. La creación artística es un estado de latencia.

-¿Por qué el libro abre con un texto en el que hay una escena de caza?

-Yo no cacé en el libro ni en la vida real; pero quería ver qué hacían los cazadores y cómo lo hacían. Lo conversé con Paula Pérez Alonso y a ella le pareció que el inicio es un mazazo, narrativamente funcionaba bien empezar con ese gran cachetazo de una realidad que sucede muy cerca de la ciudad, a media hora de Barcelona. Esto pasaba a metros de casa y yo escuchaba el escopetazo o veía el reflejo de las luces de los cazadores. Hay una violencia del hombre que todo lo domestica y “se lo carga”, como dicen en España, y en cómo disponemos de los animales para nuestro goce. Hay que desprogramar esa violencia naturalizada hacia nosotros mismos.

-¿Cómo se graba un país extranjero en el alma de uno?, te preguntás en uno de los textos de “Limbos terrestres”. ¿Qué respuesta podrías arriesgar?

-Todo el tiempo me preguntan cómo me llevo con el catalán y si es verdad que son tan rígidos. Yo tengo una parte de la familia de mi madre y a mi hermana que viven en Córdoba, en el Valle de Punilla. Entre el norte de Córdoba y una parte de Santiago del Estero hablan una especie de dialecto que se llama chuncano y acentúa en esdrújulo, que es más raro para nuestro castellano. Yo crecí escuchando chuncano en Córdoba hablado por los peones y los capataces. Un pueblo se graba en uno con ramalazos de empatía, encuentros y sensaciones. Yo llegué a la casa de El Bruc la abrí y dije: “es acá”. Por algo estoy ahí y no en Croacia. Con el tiempo aprendí que pido permiso para entrar con amabilidad y voy creando así mi locus amoenus, un lugar ameno donde quiera que esté.