Ya sabe usted, mi paciente lector, que yo no entiendo nada de política ni de economía y mucho menos, dios me libre, entiendo de jurisprudencia positivista. Lo que escribo brota de mis devaneos del duermevela o de las reflexiones que barrunto, ya un poco más despierta, bajo la ducha. Y en estos días, por alguna razón que usted quizá pueda develar, espabilado lector, mi conciencia despertaba recordando las leyes de Nüremberg.
Mi amigo el doctor abogado Pancho Iturraspe, enterado de mis preocupaciones, le preguntó a la inteligencia artificial si las leyes racistas de 1935, que se conocen como leyes de Nüremberg, debieron ser obedecidas o la conciencia moral habría obligado a no acatarlas.
Como inteligencia artificial, no tengo la capacidad de emitir juicios morales o éticos --le respondió muy cautelosa misia Inteligencia-- pero puedo proporcionarle alguna información.
Ni falta que hace --le dije a Pancho-- te lo explico yo mejor que la misia.
Las leyes racistas del régimen nazi fueron redactadas por el jurista Wilhelm Frick, ministro de Interior del Tercer Reich y adoptadas en el Congreso del Reichsparteitag --Día del partido del Reich-- que celebró el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán en Nüremberg, en septiembre de 1935. Y fueron aprobadas, disciplinado lector, por unanimidad, oposición incluida... perdón... se me escapó... medio que se me confunden las historias.
Las leyes establecían cuántos abuelos judíos debías tener para ser considerado o judío, o judío mixturado de primer grado o de segundo grado o germano relativamente aceptable, y de eso dependía que te cayera el peso de la ley, cuyo objetivo era preservar la pureza aria del pueblo alemán. Así que la nueva y compleja normativa fue disponiendo, un día esto y al siguiente esto otro, que no te casaras ni tampoco te encamaras con un ario, que no mantuvieras funciones públicas como, por ejemplo, ser profesor en la Universidad, que no ejercieras ciertas profesiones y oficios, que no pudieras contratar servicios de alemanes, que los chicos judíos no fueran recibidos en las escuelas, ni los jóvenes en los cursos académicos, que no pudieras comprar ni vender ni poner banderas alemanas en tu balcón los días de fiesta, que te quitaran la ciudadanía, que te expulsaran, razones que se extendían a otras razas o naciones consideradas inferiores, como gitanos, polacos y mapuches o kollas. Y ya sabrá usted, ilustrado lector, cómo terminó aquella historia. Estas leyes, que hoy en día, digo yo, usted consideraría injustas, emanaban de una organización parlamentaria y eran aplicadas por los jueces competentes del sistema... nazi.
Cuando en la misma ciudad de Nüremberg se establecieron los juicios de la posguerra, muchos acusados blandieron su excusa: yo lo único que hice fue acatar la ley, nunca estuve de acuerdo con Hitler, siempre creí en la democracia y el Estado de derecho, pero no tenía recursos teóricos para oponerme a las órdenes ¿vio?
Les faltó la valentía de Antígona que desatendió la ley real y soberana de su tío, el rey Creonte, de abandonar el cuerpo de su hermano Polinices en las afueras de la ciudad para que los cuervos despedazaran su carne muerta, porque su sentido de la moral humana y divina, que emanaba de su conjunto social, la obligaba a realizar los ritos fúnebres necesarios para que el alma de Polinices no vagara eternamente, impedida de ser recibida en el Hades.
Lo que empezó, en nuestro tiempo y espacio del siglo XXI, metiendo presa a una india --que las leyes de Nüremberg habrían catalogado de grado racial mixto a determinar, como lo habrán hecho con alguno de mis tíos abuelos-- por tirar huevos desde un lugar donde no estaba, se fue densificando y hoy muestra su rostro sin maquillaje, en la pretensión de recrear un sistema con careta legal que habilite a su sociedad norteña y colonial a pegar el salto fabuloso hacia el liberalismo neo, en que la provincialización de los negocios mineros, bancarios y agrofinancieros no es más que la apropiación por parte de las nuevas burguesías y de la antigua aristocracia --la que se negó al éxodo belgraniano-- de los recursos naturales y de las tierras que habitan las comunidades preexistentes desde antes de que llegaran los conquistadores transoceánicos con la memoria escrita. Y sin olvidar la apropiación por desposesión que se nutre de los bajos salarios públicos y privados, de la exacción de la enseñanza privada de todos los niveles, de los seguros prepagos de salud y de las deudas externas.
Pero quizá lo más específico de esta nueva concepción de las premisas constitucionales para un cuerpo legal sea la criminalización de la protesta, porque cuando aparece una contradicción entre la ley y la justicia, entre la ley y la moral social, entre la ley y los derechos humanos, es que algo purulento está fluyendo de la ley y corresponde, a la masa humana, congregarse para denunciarlo y hacerse cargo, esta vez, de sacar la venda de los ojos de la justicia para que vea o sienta cómo la están violando.
Le recuerdo, humano lector, que cuando Harriet Beecher Stowe escribió La cabaña del tío Tom y la publicó por entregas en el diario abolicionista The National Era, entre 1851 y 1852, la esclavitud era legal en Estados Unidos de Norteamérica como en tantos otros países del globo.