Miércoles 12 de junio de 2002. Atrás, estaba el gol de tiro libre del sueco Svensson, que en los ejércitos apretados de las pesadillas estaría en el futuro en primera fila, como un tatuaje, acaso para siempre. Atrás habían quedado los desbordes de Zanetti, las ráfagas de Sorin por izquierda, los tijeretazos del Piojo López, los latigazos de Batistuta, los zurcidos de Aimar, los bordados de Ortega, las lágrimas de Pochettino, el llanto funesto del entrenador en el vestuario, exteriorización de ese imperio con que el dolor acopla lápidas para lanzarlas en un bramido.
Algunas horas después del partido con el que Argentina se despidió, luego de empatar uno a uno con Suecia, del mundial Corea-Japón, la delegación está de regreso desde Miyagi en el Campo de Entrenamiento J-Village de Naraha. Algunos años más tarde los argentinos volveríamos a asociar el lugar con otro tipo de drama, siempre con la desolación: el complejo está a 20 kilómetros de donde se produjo el accidente nuclear de Fukushima Daiichi, exactamente dentro de la zona de evacuación original; desde allí el periodismo japonés hizo las primeras notas con los trabajadores de la central.
Pero todavía estamos en aquellas horas despectivas del 12 de junio de 2002. Por el contorno de un gran círculo de césped que se sitúa entre la entrada a las instalaciones y los campos de juego, una patrulla de desdichados camina con las cabezas gachas, girando como condenados uncidos al yugo, como Sansón ciego, en Gaza, con los esclavos, en la noria. Más tarde el entrenador pediría a sus colaboradores que reunieran a todo el plantel y les agradecería el esfuerzo, les diría que el fútbol es desobediente con los merecimientos, aludiría a esa página triste. En ese momento, antes de la cena ociosa, cada uno de los itinerantes dialoga con el sol helado que hace vibrar el polvo de la derrota en lo más íntimo.
Orteguita alza la vista y la fija en el entrenador, que hunde cada uno de sus pasos en la inexorabilidad del fracaso. La alza y la baja, masca epilépticamente una decisión. Apura el tranco, y tras ponerse a la par tira de la manga del atuendo deportivo de Marcelo, que se detiene y lo mira con ojos limítrofes. “Profesor, yo tengo la culpa”.
“Déjese de macanas, Ariel. El penal lo terminó convirtiendo Crespo”. Para quien toda reducción a la unidad está relacionada con el fútbol, el primer instinto es encontrar allí cualquier respuesta.
“No me refiero a eso”, insiste Ortega, “lo que le quiero decir es que yo tengo la culpa”. Bielsa reanuda la marcha con Ortega al flanco, que lo sigue como un mastín devoto.
“¿Sabe por qué? Le voy a decir. En Ledesma, cuando recién empezaba, jugábamos por una cerveza, por un par de botellas. Yo tenía trece o catorce años, Profesor, pero enfrente había tipos de 30, de 35, grandotes, que daban leña”. Bielsa lo mira como a veces lo hacen los curas villeros a aquellos por los que sienten inclinación.
“Algunas veces, perdíamos 5 a 2, o 5 a 3, y yo pensaba en lo que me esperaba si ganaba y ahí, cuando me pasaba eso, sentía que adentro de mí estaba la jugada para el gol, para todos los que hacían falta. Y estaba la jugada, Profesor, como si me hubiera tragado esa jugada, la sentía adentro, y entonces la sacaba, hacía los goles que necesitábamos y ganaba el partido. Me pasó un montón de veces, tantas veces me pasó que a veces ni pensaba ni sentía, sólo sacaba la jugada que tenía adentro y convertía”. Bielsa se para de nuevo porque Ortega lo tiene aferrado de la manga. Lo escucha como si Orteguita estuviera desplegando ante él un mazo de cartas de un tarot pretérito.
“Yo tenía la jugada para ganarle a los suecos, una piedra lustrosa adentro de mí. Y no pude sacarla como en Ledesma, Profesor, no entiendo por qué, pero no la pude sacar, ¿me entiende? Es por eso que le digo que yo tengo la culpa. Tenía la jugada para ganar, no la hice, entonces tengo la culpa de que hayamos perdido”.
Bielsa siente otra vez esa angustia que desde el estómago se le dispara a los ojos. “Ariel, Naraha no es Ledesma”. “Por eso, Marcelo, en Ledesma era mucho más jodido”.
Alcanzó, para ese momento, con que Bielsa le acariciara la cabeza, con una delicadeza de enfermera de hospital de guerra. Cada uno siguió con su circunvolución. Mucho más tarde, leería un episodio atribuido a Miguel Ángel. Se dice que el escultor marchaba desde su casa hasta el estudio en el que lo esperaba un bloque de mármol de 5 metros y medio. Luego, lo miraba durante horas y se volvía a su casa. Alguna vez alguien le preguntó qué hacía: “Trabajo, eso hago. Estoy trabajando”. Tres años después, el bloque de mármol era el David. La estatua estaba adentro y Miguel Ángel sabía dónde.
Si el fútbol es arte, y desde esta perspectiva también lo es, entonces no está mal para quien lo ama más allá de cualquier obstáculo, que toda reducción a la unidad esté desposada con el fútbol para la eternidad.