Estuve en la zona del puente de la 205 sobre la Ricchieri desde el 19 a la tarde hasta el oscuro anochecer del 20. Dormí en un remise con la idea de que al día siguiente habría una masacre. Había recorrido la zona de la concentración. Con otros periodistas subimos al palco sobre el puente y hablamos con el teniente coronel retirado Jorge Manuel Osinde y el ultraderechista, Alejandro Giovenco. Los tipos estaban obsesionados con los “infiltrados”. “Van a tratar de copar el acto --decían-- para matar a Perón”. Mientras hablaban, una doble fila de desaforados se puso en posición de tiro. Los de adelante rodilla en tierra y los de atrás de pie con la mira de sus armas en el público. Fue una puesta en escena para los periodistas, igual que sus desvaríos sobre los “infiltrados”, pero era evidente que no iban a dejar pasar las columnas de la Juventud Peronista y Montoneros.
Di una vuelta larga por la zona. Ya había bastante gente, el área que rodeaba al palco estaba iluminada y en los bosquecillos que están al costado de la autopista se veía el humo de los puestos de choripán, y se escuchaban los tiros al aire de algún borracho armado. Había armas por todos lados.
El núcleo más profesional y mejor armado estaba sobre el palco. Eran los del CNU y los servicios de inteligencia que estaban con Osinde. Después, había un círculo de seguridad formado por muchachos del Comando de Organización con escopetas y armas cortas y después grupos de la Juventud sindical, muy desorganizados y más interesados en el acto que en la seguridad del palco. Pero estaban todos armados.
Los más peligrosos eran los del CNU, que iban a resueltos a matar, y los guardaespaldas que circulaban entre la zona del palco y el aeropuerto. Las grandes columnas de la Juventud Peronista y Montoneros todavía no habían llegado. Pero una multitud venía caminando en forma independiente por la Richieri, era gente suelta, con banderas y banderines, o grupitos formados por amigos o familias.
Y había dos o tres patotas armadas, coordinadas con los del palco, que recorrían la zona y paraban a los que traían distintivos rojos y blancos o rojos y negros, de la JotaPe y los amenazaban con gritos, insultos y ostentación de armas para que se fueran. Estas familias o grupitos de amigos que recibían las amenazas eran espontáneos, no venían organizados, los banderines y las banderas se regalaban en la ciudad o en los barrios. Pero querían ver a Perón. Daban la vuelta como si fueran a retirarse y cuando veían que la patota se alejaba, retomaban el camino. Había un clima muy violento. Estaba cantado lo que pasaría al día siguiente.
El fotógrafo, en un acto poco solidario, no esperó que terminara de recorrer el lugar y se fue sin avisarme. Se llevó el auto y me dejó a pie, a diez kilómetros del aeropuerto, donde pasaríamos la noche a la espera del avión que traía al general Perón. Pregunté a los del CdeO y ellos me dijeron que esperara del otro lado del puente, que la organización tenía motos que iban y venían del Hotel Internacional, que estaba a un lado del aeropuerto y donde se había instalado la comisión de los cinco que había organizado el acto.
Me senté en el pasto a esperar la moto junto al responsable del grupo que hacía la seguridad en la parte de atrás del palco. Hablamos y también estaban con el tema de los infiltrados como cuestión central, pero menos fanatizados que los del CNU. Cada tanto se producía algún movimiento y los del CdeO se ponían tensos, algunos en posición de tiro. Muy a lo lejos, en la semioscuridad del lado vacío de la Richieri, apareció un grupo de civil.
El responsable del CdeO dio la voz de alto y ordenó que se acercara el primero de la fila. Yo estaba junto a él, así que escuché la conversación. Eran unos 20 o 30 policías bonaerenses de civil, enviados por un comisario que no pude identificar. Para evitar provocaciones, el ministro del Interior, Esteban Righi, había decidido no hacer un gran despliegue policial y la seguridad había quedado a cargo de la comisión de los cinco. Pero el gobierno no controlaba a la policía ni a las Fuerzas Armadas. Cuando la fila de hombres subió al palco se podía ver que estaban de civil pero bien equipados con las armas en sus mochilas. Ese era el clima la noche del 19. Muchas armas y mucho descontrol.
Dormí como pude en el remise ubicado en el estacionamiento del aeropuerto. En el living del hotel estaban los dirigentes que habían organizado el acto, entre los que estaba Norma Kennedy.
El 20 a la mañana, los periodistas nos quedamos en el aeropuerto a la espera del avión que traía al general. Si en el puente la tensión era insoportable, en el aeropuerto, donde estaban mezclados los dirigentes de las corrientes enfrentadas, se acumulaban todas las desconfianzas, los odios y las broncas de una historia muy accidentada. Yo estaba con mi amigo Quito Burgos, periodista de El Cronista, pero además viejo militante de la resistencia. Había estado preso con Osinde y otros de los que estaban allí de uno y otro lado. Quito militaba en una de las líneas más duras del peronismo. Lo conocían todos, así que las miradas asesinas estaban sobre nosotros.
Pasaba el tiempo y el avión no llegaba. Y de repente empezaron a entrar ambulancias con heridos de bala, un helicóptero que traía más heridos llenos de sangre. Ya se había desatado la masacre en el palco cuando la columna sur de Montoneros y JotaPe llegó por la ruta 205 y quiso dar la vuelta al puente por detrás para incorporarse al acto. Francotiradores del CNU comenzaron a disparar desde los techos del Hogar Escuela del Barrio Uno y la inmensa columna de manifestantes quedó entre dos fuegos porque también les tiraban desde el palco.
Ante los disturbios, el avión que traía a Perón se desvió hacia la séptima brigada en Morón. No tenía sentido quedarse en el aeropuerto. Tratamos de ir al palco, pero a mitad de camino nos impidieron el paso. Volvimos al aeropuerto. Habían traído a los músicos del Colón desde el palco. El hall del hotel estaba lleno de mujeres y hombres donde se mezclaban los músicos con dirigentes y funcionarios, inquietos y asustados por lo que sucedía en el puente. En la calle, los culatas abrían los baúles de los autos y se repartían las armas. Otros autos llegaban con personas que secuestraban entre los manifestantes.
“¡Este hijo de puta es el secretario de Santucho y vi cuando le tiraba a una nena de doce años!” gritaba un matón cuando entraba al salón, con una pistola puesta en la cabeza de un manifestante aterrorizado. El hombre, de condición humilde, había perdido un zapato y tenía la mirada del condenado a muerte. “¡Mátenlo!”, “¡Que lo cuelguen!” gritaban los músicos del Colón, desbordados por el susto, indignados por la nena que había inventado el matón. El grupo de culatas que arrastraba al pobre condenado se abrió camino, acusándolo a los gritos de la muerte de medio planeta, hasta el pasillo de los ascensores. Subieron al primer piso. Quise pasar mostrando el carnet de periodista y me frenaron con un pechazo.
Con Quito y otro periodista, que también era muy conocido en el peronismo porque estaba apadrinado por Dardo Cabo, nos apartamos de la multitud. Decían que en el primer piso estaban torturando a los manifestantes que traían del palco. Estábamos en la vereda y apareció Leonardo Favio, que venía de allí. Le habían puesto una custodia. Leonardo era amigo de Quito y del otro colega. Se saludaron y le pedimos si podíamos hablar a solas. Quito le explicó lo que estaba pasando “¡No puede ser, no puede ser!” reaccionó Favio y se agarraba la cabeza, al borde del llanto.
Favio entró al hotel. Hasta ahí puedo hablar de primera mano. Después me enteré que había llegado hasta la habitación donde estaban torturando a los manifestantes que traían de la zona del puente. A los gritos y con amenazas de tirarse por la ventana logró que pararan la mano.
“Los Montoneros vienen a tomar el aeropuerto porque es un punto estratégico para dar un golpe” se empezó a correr esa bola absurda, provocando una tormenta de histeria en el hotel. Empezaron a correr aterrorizados hacia los autos, que invadían la pista de aterrizaje haciendo chirriar la ruedas. Al final de las pistas, rompían los alambrados y llegaban hasta la 205. La Ricchieri estaba totalmente taponada.
El chofer y los fotógrafos querían hacer lo mismo, pero había un compañero que había quedado con un remise en la zona del tiroteo. Me parecía que no podíamos irnos sin él. Discutimos mucho a los gritos y al final nos quedamos esperando mientras se producía una huida masiva del hotel. Por suerte el compañero llegó indemne y nos metimos por las pistas de aterrizaje.
Pocas veces vi una escena tan triste como la de esa noche en la ruta 205. Decenas de miles de manifestantes que se retiraban en la oscuridad, en silencio, y las cabezas gachas. Llevaban los carteles doblados, algunos arrastrándolos. Eran los mismos que pocas horas antes llegaban felices para recibir al general Perón. Era un inmenso escenario de tristeza en la penumbra, un ejército que volvía de la derrota. El único sonido era el de los pies contra el piso y las sirenas de las ambulancias “¡Abran paso, compañeros, abran paso, que llevamos heridos”! Decían por los altoparlantes.