Desde Barcelona

UNO Paul --se sabe-- hay uno solo en la música: McCartney. Pero sí hay un Otro Paul que está a su altura: Paul Simon. Y Paul Simon --a quien se suponía despedido y retirado de los escenarios luego de vender su catálogo cerrado a la Sony y "porque ya sonaba como una banda-tributo de mí mismo"-- acaba de publicar un inesperado y seguramente último trabajo que es un sueño al que soñó.

DOS Sí: Paul Simon no pasa. Tal vez de ahí --piensa Rodríguez escuchando Seven Psalms, lo nuevo del viejo Otro Paul-- el que Paul Simon se niegue a pasar, a descansar en los merecidísimos laureles de su gloria. En las por siempre verdes hojas de todas esas canciones de todos los modelos y colores primero con Simon & Garfunkel (anunciando desde el vamos sus peleas eternas, comenzaron llamándose Tom & Jerry) y luego a solas, pero siempre en buena compañía de músicos de todas partes y con todos los ritmos.

Y Rodríguez siempre se preguntó qué sentiría un peruano al escuchar, luego de esa catedral sónica que es "Bridge Over Troubled Waters" --abriendo el l.p. del mismo título-- cuando, de pronto, se encontraba con la versión de este judío de Newark acompañado por Los Incas en la andina y lejana pero súbitamente suya "El Cóndor Pasa", añadiéndole un "(If I Could)". Seguro que se sentiría rarísimo. Al menos Rodríguez se sintió muy raro al escuchar por primera vez ese súbito quiebre luego de góspel sinfónico. Ese folk telúrico que, al concluir con cadencia de elegía iba a desembocar a ese gran sexy-party-himno que es "Cecilia" (pero que en verdad, reveló Simon, era festiva plegaria no a una chica sino a Santa Cecilia --patrona de los músicos-- para que le devolviese la inspiración).

Porque Paul Simon fue moderno y world music desde el vamos y mucho antes que David Bowie o David Byrne o Peter Gabriel: desde siempre introdujo elementos de música reggae y africana, experimentos/collage con ruidos y voces buscando y encontrando siempre no los sonidos del silencio sino los sonidos del sonido. Alguien quien --en una entrevista al mensuario inglés Uncut-- dijo claramente que tenía las cosas muy pero muy claras en lo que hacía a su figura: "Ser una leyenda no significa otra cosa que ser viejo".

Y, de acuerdo, Paul Simon --considerado por Time "una de las cien personas que han dado forma a nuestro mundo"-- es una ya venerable leyenda. Pero no es una leyenda modelo hecha-y-derecha sino una leyenda de la muy rara variedad la-leyenda-continúa. Y lo que pasa, lo que sigue pasando, lo que no deja de pasar ahí fuera y dentro nuestro, por suerte, es nada más y nada menos que Paul Simon.

TRES Y, claro, Paul Simon quien --haga lo que haga-- para muchos siempre será Simonnandgarfunkel. Lo que a Simon, está claro, nunca le causó mucha gracias. De acuerdo: su carrera primera y arrancando ya en la adolescencia está marcada a fuego por su emparejamiento disparejo junto a Arthur Garfunkel, junto a quien, en su momento, se batió a duelo y le ganaron al final de The Beatles. Pero mientras The Beatles inventaron el separarse --y The Rolling Stones el no separarse nunca--Simon y Garfunkel patentaron algo más raro y que, de algún modo, lo más cercano a ese aire burgués y judeo-neoyorquino que supieron musicalizar como pocos: el separarse para volver a juntarse para volver a separarse para volver a juntarse para volver a separarse y encontrarse más o menos amigablemente con la excusa de algún premio o bautismo o boda o funeral donde, enseguida, se oyen gritos y reproches.

Y ahí están las dos biografías de Simon que leyó Rodríguez: la más bien autorizada Paul Simon: The Life, de Robert Hilburn. Y la más interesante e indiscreta Homeward Bound: The Life of Paul Simon, de Peter Ames Carlin, que acaba contando y cantando algo más bien íntimo pero apasionante: la vida y obra de un tipo complicado. Alguien que empieza a escribir canciones para hacer dinero ("Si no soy millonario antes de mis treinta años voy a ser una persona muy desilusionada", le confía a alguien a sus veinte años) y que lo que en realidad desea firmar la Gran Novela Americana. Alguien que comienza leyéndose como si fuese un picaresco y astuto personaje del Philip Roth de Goodbye, Columbus y acaba honrado y laureado pero tan deprimido y bloqueado como el misántropo Nathan Zuckerman de Sale el fantasma. Y Carlin investiga las idas y vueltas de un hombre solitario poco querido por su gremio. Y lo que acaba imponiéndose es el retrato acabado de un hombre infeliz cuya existencia podría resumirse en uno de sus versos más logrados y sabios: "Las negociaciones y las canciones de amor a menudo son confundidas las unas con las otras".

Sobre el final del libro de Carlin --en el que Simon se negó a participar--tiene lugar un momento escalofriante en el que biógrafo y biografiado cruzan miradas en una prueba de sonido. Cuenta Carlin que Simon --sabiéndose de quién se trataba-- le clava a Carlin sus ojos sin pestañear y sin aparente enojo pero, de pronto, hace un gesto con una mano como diciéndole "Ahora voy a dejar de mirarte. Voy a mirar en una dirección completamente diferente. Así que hemos terminado aquí. Así que deja de mirarme".

CUATRO Y algo de razón tiene Paul Simon, piensa Rodríguez. ¿Para qué mirar la vida cuando se puede admirar la obra? Ahí está, recientemente traducido, su cancionero de pronto incompleto (por culpa e inocencia de Seven Psalms): Letras 1964-2016 (en Libros del Kultrum). Y a diferencia con lo que ocurre con tantas recopilaciones de cantautor (donde la lectura sin voz ni música apenas conforma como innecesario recordatorio para memoriosos fans), lo de Paul Simon sí permite en cambio el disfrute pleno y hasta acrecienta admiración por su gran técnica narrativa. Prueba de ello es el que Letras 1964-2016 --con los silencios de su sonido-- invite a leerlo como si se tratase de magistral colección de cuentos cortos o de lo que, poéticamente, comienza muy perfectamente formal y à la Robert Frost yendo a dar a lo más aventurero de Charles Simic. O a cuadros de Edward Hopper y Jackson Pollock intercambiando pinceles.

CINCO Seven Psalms, en cambio, es algo que sólo pudo haber pintado Paul Simon. Suite de siete canciones en apenas 33 minutos que suenan a milenios. Tradición judía y despedida sentida trufada con su habitual ironía y alusiones al Covid como furia divina y a Dios como el productor de sus discos. En ese sueño --que tuvo la noche del 15 de enero de 2019-- Simon trabajaba en algo llamado Seven Psalms. Se despertó con sólo el recuerdo de ese título y "sin estar del todo seguro de si sabía muy bien lo que era un salmo". Pero enseguida llegó todo lo otro. Versos como plegarias y música para pellizcos de guitarra acústica (con pizcas de otros instrumentos) que se le fueron apareciendo en la noche oscura del alma --entre las 3:30 y las 5:00 de la mañana, tomando notas-- como un mandato desde no el Más Allá pero sí desde el Más Aquí Que Nunca. Simon escuchó y obedeció. Y --por esas paradojas del haber sido tocado por presencia superior-- perdió el oído izquierdo luego de grabar Seven Psalms. Pronto estrenará documental sobre toda la experiencia. Antes, lo último que canta allí Simon --y que escucha Rodríguez-- es que "El Paraíso es hermoso. Es casi como el hogar. Es hora de volver al hogar". Y, como corresponde, el Otro Paul cierra y se despierta y despierta con un "Amén".

 

Aleluya.