Antes, nos pagaban por mirar. Aquel mundo era otro. Hemos salido de nuestras cuevas con los ojos enceguecidos por la luz de nuestros teléfonos. Hemos salido a un mundo que desconoce el oficio de mirar. Mirar directamente, ojo a cuerpo, se ha perdido en el mundo de la materia. O existe como crimen. Violencia escópica sobre los cuerpos, o tasación a ojo del ladronzuelo -o de sus secuaces- sobre las cosas. Sólo se permite la mirada a través del dispositivo pantalla; lo contrario es punible. Demorarse en unas curvas implica cosificar al sujeto que habita -y que es- ese cuerpo curvilíneo. Contemplar una obra de arte despierta la suspicacia en los guardias de los museos. No se supone ya un ojo para lo infinito y lo inconmensurable. Se supone un ojo tasador, un ojo violador, un ojo que expresa codicia y ejerce crimen. Mirar muerde. Mirar es de carnívoros. Los párpados son vistos como dientes. Las pupilas hieren a la paranoica con sus rayos. Los museos se llenan de paranoicos que los cuidan y que creen saber quién vino a robarles.
La contemplación cayó en el olvido. Se usa en plural: no habrá contemplaciones para la mirona, para el mirón. Los sabuesos se abalanzan sobre Acteón sin miramientos. Esos mismos sabuesos no pueden dejar de mirar una pantalla, clavados los ojos en el mal de la luz. Es luciferina esa luz sin cuerpo. Es satánico el desvío que enceguece al ojo ante los cuerpos. No son el mismo villano, pero ambos son enemigos de lo terrestre. ¿Y viene de algún alma nuestra enfermedad de la desatención? Ni la mirada atenta ni el ojo que desatiende padecen. Padece su objeto: cuando no lo oprime la violencia de la mirada, sufre la indiferencia, se duele de tal renuncia a ayudarlo a configurarse, y permanece nebuloso hasta que consigue una cámara y la enciende y la vuelve contra sí. Entonces sube el vivo: se manifiesta en la ascensión de su carne desmaterializada, taxidermizada, pura piel insensible. Así sí. Ante los ojos de millones. Pide mirada, la disecada danzante. La influencer, la que inyecta fluidos. Contemplábamos, es decir: uníamos en templo.
Ya no. Ya no. Poner el cuerpo: ¿en dónde? Circulación igual a vagancia igual a merodeo. El crimen de existir sin una agenda diaria que esclavice. Libertinaje de los ojos sueltos, como cabello suelto pero de la Medusa: de la paseandera al 911 hay un paso, un solo paso libre de destino. Darlo es dar al abismo. Antes había una complicidad tal que si se decía: "Soy crítica de arte" se comprendía que contemplar era trabajo. Ya no hay virtud implícita en la mirada. Se le atribuye el mal, prima facie. Los destelevisorados no nos enteramos de esta locura. Vamos por ahí como si nada mirando los detalles de la vida, sembrando el terror en los barrios con nuestro andar cansino y nuestra ropa gastada.
Será que han visto demasiada pornografía... hay todo tipo de pornografía: la policial, la sexual, la de Europa central. Cuando mirar era tocar con los ojos, acariciar la superficie del mundo con el corazón agradecido por tanta belleza: ¿cuándo fue aquello? ¿Antes de qué? ¿Dónde están las texturas, la rebaba del óleo, las capas de transparencias, las rugosidades creadas con espátula? Están, sí, guardadas a salvo de su propio precio. Están en otro lado, fuera de nuestro alcance. La consigna de unas bellas artes para el pueblo nunca fue más anarquista que ahora. Los pobres y el disfrute del arte quedaron separados por fosos con puentes levadizos. Y cuando se encuentran, es bajo vigilancia.
El ojo ha vuelto al tiempo de los depredadores. Una desconocida pobre entra al lugar de los cuadros caros, observa los detalles de las obras, saca fotos de las firmas: el terror cunde entre los cancerberos. "¡Soy crítica de arte!" no significa nada o se sospecha fraude, una mentira. La credencial de prensa es un conjuro que falla. Ningún guardián del umbral vio ni oyó nada así en toda su vida. Tanta atención solo puede implicar dos cosas: o un crimen, o el prolegómeno de un crimen. Suspicaz, pero idiota, la paranoica criminaliza la atención y después se atiborra de pastillas que le curen el dolor de andar tan desatendida, tan poco percibida. Como dijo una artista: atiborrada, a ti borrada. La cancerbera cree preciso borrar el espesor de la cosa. No vaya a ser que la roben. Todo lo espeso va a virtualidad, a código QR, a proyección en pantalla. El paranoico proyecta: "buen título para un ciclo de cine", dijo Julito. Lo dijo cuando mirábamos. Lo dijo quizás en aquel pliegue del tiempo que fue el cambio de siglo, aquel simétrico 2002 tan inhóspito y a la vez tan habitable. ¿O lo dijo después? De tanto no mirar, la memoria también se ha perdido. De tanto temer que nos teman, nos perdemos por las calles desoladas. ¿Quién se acuerda ahora de los ciclos de cine? ¿Quién se acuerda de los críticos de cine? "¡No tiren, soy crítica de arte!" habrán sido mis últimas palabras.