“Sucede así: ve al niño el primer día de venta de la casa, mientras limpia la cocina entre las visitas de dos clientes”. Esa aparición que se repetirá marca el comienzo de El último día de la vida anterior, “novela fantasmagórica sin fantasmas” de Andrés Barba, el escritor español que vive hace dos años en Posadas (Misiones) y que está tramitando la ciudadanía argentina, un “pequeño libro”, como lo define el propio autor, que escribió durante un largo período de crisis. La trama, tan envolvente como deslumbrante, despliega los cambios en el mundo cotidiano de una agente inmobiliaria a partir de la presencia de ese niño que tiene 7 años, aspecto embobado, un uniforme de escuela marrón y no pestañea.
Una transgresión, hacer una copia de las llaves de “la casa del niño”, como llama a esa casa “demasiado refinada y poco práctica”, y el regreso al barrio de la infancia para visitar a su padre peluquero, son caminos paralelos de una transformación. Volver una y otra vez a la casa para desentrañar el enigma del niño se convierte una obsesión a la par que la joven descubre una crisis personal. El último día de la vida anterior está emparentada con grandes clásicos del género fantástico y de fantasmas como Otra vuelta de tuerca, de Henry James, pero también en una vertiente contemporánea con Déjame entrar, del sueco John Ajvide Lindqvist o las novelas de Shirley Jackson.
La combinación de una “novela de fantasmagórica sin fantasmas” con un verosímil “realista” no fue premeditada por Barba (Madrid, 1975), según plantea en la entrevista con Página/12. “Yo quería escribir una novela de fantasmas y en cierto modo los fantasmas acabaron no siendo tan fantasmas en realidad. Me sucedió algo inverso a lo que nos sucede con los espectros en la vida real: nos da tanto miedo verlos que a veces es como si los invocáramos con nuestro temor, como si nuestro miedo se convirtiera en deseo de que aparecieran. Sentí que se desvanecían delante de mí. Que eran más reales que yo mismo”, explica el autor La hermana de Katia, Ha dejado de llover, Las pequeñas manos, República luminosa, novela con la que ganó el Premio Herralde en 2017; y Vida de Gustavino y Guastavino, entre otras, que ha traducido a Henry James, Herman Melville, Joseph Conrad y Thomas de Quincey.
-Cuando la empleada se despide por primera vez del niño, le parece ver en él “una angustia animal, una angustia casi insoportable”. ¿Qué te interesa indagar de la infancia? ¿Lo que se podría decir como una suerte de lado B, eso quizá medio “monstruoso” e inasible?
-Para mí la infancia es una de las edades por antonomasia de la literatura. Y no solo por lo potencialmente oscura, emotiva o evocadora que es, sino por todos los mitos y construcciones ficticias que hemos armado a su alrededor. Por todas las mentiras que nos contamos colectivamente para seguir creyendo que la infancia es una edad solo luminosa.
-Al final de la novela contás que la escribiste durante un largo período de crisis. ¿De qué se trató esa crisis? ¿Era una crisis respecto a tu confianza en la literatura, en la escritura?
-Sí, supongo que era una crisis total. Personal y literaria, porque en los escritores esas cosas muchas veces están lamentablemente entremezcladas. La crisis era: ¡por Dios, si no soy capaz de hacer un libro distinto no tiene mucho sentido que siga escribiendo! No quería ver en mí la decadencia que he visto en otros: la profesionalización de la escritura. Y finalmente esta pequeña novela me vino a rescatar. Una vieja idea rescatada, como una llamada a un antiguo amor que de pronto nos recuerda quiénes somos.
-Tanto El último día de la vida anterior como Vida de Gustavino y Guastavino comparten un humus borgeano. ¿Cómo explicás esta cuestión? ¿Ya estaba previamente ese humus borgeano en tu narrativa?
-No, creo que es reciente. Se debe, claro, a que por motivos familiares ya estoy completamente instalado en la Argentina. Mi pareja es argentina, mis hijos son argentinos, hasta he pedido la ciudadanía… Mi conexión con esa tradición es distinta ahora, la siento como completamente propia. Borges se ha convertido en un extraño padre tutelar: hasta sus defectos me parecen como esos defectos de los padres; uno querría que fueran menos visibles. También tiene que ver con un deseo ya irrefrenable de condensar, de reducir el volumen de todo lo que escribo. Creo que esa es ya una obligación para mí: siento que si algo puede decirse brevemente, entonces debo tomarme el esfuerzo de hacerlo.
-Se pueden establecer en tu última novela ecos de Lewis Carroll, Henry James y Shirley Jackson. En tu condición también de traductor (de James, entre otros), ¿la escritura para vos consiste en reescribir o “volver a traducir” los grandes clásicos? ¿Cómo dialogan o se conectan escritura y traducción en tu narrativa?
-Para mí, los clásicos tienen mucho peso. James, sobre todo. En muchos casos fueron personas que con una gran paciencia se sometieron a unos niveles de autoxigencia artística que hoy serían casi impensables. Y traducir es una manera tan íntima de leer... Estamos en un momento de gran cambio, también en lo que se refiere a nuestra relación con esos libros. Cuando traducía Moby Dick, por ejemplo, tenía una poderosa sensación (creo que no muy alejada de la realidad) de que yo era uno de los últimos lectores de ese libro. De que ni siquiera los que lo lean en el futuro (si es que lo hacen, y con un gran esfuerzo antisistema) lo harán como yo lo estaba haciendo. No quiero sonar pesimista. Es más bien un momento emocionante, de transición.