Por trabajo, por cuestiones familiares o por viajes de placer, gran parte de los bonaerenses hemos trajinado muchas rutas. Es probable que unos cuantos ya estén recordando alguna ruta entre montañas, como la de Los caracoles en Mendoza, o la de las Altas cumbres de Córdoba o tal vez la que va de Purmamarca a las Salinas Grandes. Muchos menos estarán remembrando la mítica ruta 66 que atraviesa Estados Unidos o la de la Costa Azul del Mediterráneo francés. Seguramente todos tenemos alguna ruta favorita para transitar recurrentemente, o al menos algún tramo que quisiéramos recorrer una vez más.
Si me lo propusieran, elijo una ruta simple, casi común, y que está acá nomás, a la salida de Mar del Plata. Es la que me lleva a San Bernardo, en el Partido de La Costa, la ruta 11. No tiene un increíble paisaje, ni provoca manejar con cierto cuidado porque tenga un precipicio, a lo sumo hay que ir despacio por la niebla matutina. Es un camino con amplias curvas en el terreno plano de la llanura pampeana que se desliza bordeando la costa, aunque al mar haya que imaginarlo porque casi nunca llega a verse, salvo en un tramo muy pequeño. No tengo muy en claro las razones de mi elección.
Pasé mi infancia y mi adolescencia entre San Bernardo y Mar de Ajó, y logro entrever un viaje a Mar del Plata de pocas horas acompañando a mi padrino que era camionero. Como la antigua ruta 11 era de tierra, intransitable, tuvimos que desplazarnos hacia el norte hasta Dolores y ahí tomar la ruta 2 cuando tenía una única vía, Un viaje que me pareció una gran aventura, intensa y fundante.
Algunos años después, en 1979, se hizo la nueva traza asfaltada de la ruta 11, que fue “inaugurada” por una mini pueblada de la gente de Mar de Ajó que quitaron los montículos de tierra antes de la inauguración oficial militar. Eso permitió vincular a los balnearios bonaerenses entre sí, del Partido de La Costa a Gral. Alvarado, pasando por Pinamar, Villa Gesell, Mar Chiquita y Gral. Pueyrredon. La “Interbalnearia”, fue uniendo a las localidades costeras inclinándolas hacia “La feliz”, que rápidamente se convirtió en un polo de atracción mucho más cercano que la ciudad de Buenos Aires. Hacia allí se siguen desplazando los costeros para hacer trámites, compras de artículos difíciles de conseguir en sus localidades, para ver a especialistas médicos.
En aquella época, la nueva ruta impulsó a que muchos jóvenes comenzáramos a elegir a Mar del Plata como un destino más apropiado y posible para nuestros estudios universitarios. Por años la trajiné en vetustos colectivos los fines de semana para ver a mi familia. Eran ciento setenta kilómetros en cuatro horas y que aprovechaba para leer o para dormir “la mona” si es que había andado de caravana. El “lechero” entraba en todos los pueblos y se tomaba unos largos minutos en cada destino. Los viajes incluían un bonus track de tiempo para pensar libremente en todo y en nada, mientras la mirada se perdía en los horizontes pamperos. No había urgencias, era muy joven, aunque sospecho que no era solo por eso.
En las siguientes décadas continué viajando por la ruta 11, pero en auto, demorando menos de dos horas. La conozco de memoria, sé dónde está cada curva, cada ondulación del terreno y cada árbol.
Cuando manejo hacia San Bernardo, no puedo evitar que mi cabeza se dispare en mil y una asociaciones. Luego de pagar el único peaje saliendo de Mar del Plata, siento la presencia de la laguna que podrá verse más adelante. Me gusta la ternura de su nombre, y la imposibilidad de nombrar al mar en diminutivo. Marcito no se puede decir, marcita suena peor. Y finalmente, su nombre resultó ser un anticipo de la marea feminista, ya que alguien decidió llamarla Mar Chiquita, y no el mar chiquito. Se trata de una extraña laguna de agua dulce al lado del océano tan salado, y dicen que conviven sin mezclarse. Me gustaría ser químico para verificarlo, me cuesta creer que puedan mantener su independencia sin influirse mutuamente.
A la hora se ve de lejos al Faro Querandí, cerca de Villa Gesell. Ya quedó atrás el acceso a Vivoratá y a Coronel Vidal, que se alejan de la costa. Qué linda mescolanza de nombres: indios, milicos e inmigrantes. Y eso que todavía falta llegar a Cariló (el “médano verde” que le disputa los turistas exclusivos a Punta del Este) y a la tradicional Pinamar, y un poco después vendrán los populares “San” y las “Santas” (Clemente, Teresita, Bernardo). Balnearios que ya han perdido el “del Tuyú”, como si los pueblos originarios hubieran perdido fuerza. Con ellos se suman las apelaciones a la naturaleza y a la iglesia.
Tengo paisajes preferidos, al ir como al volver porque no se ve lo mismo según hacia donde uno vaya. Cuando voy hacia San Bernardo me gustan dos puentes que están entre Mar Chiquita y Macedo. El primero quedó abandonado al costado de la ruta, no conecta a nadie, uno nuevo lo reemplaza. Nunca me detuve a intentar transgredir el cartel que indica que no se puede circular, ni siquiera a pie. El otro puente que me gusta es bastante más nuevo, un largo y sinuoso camino que hace de puente. El paisaje incluye a la derecha un monte tupido de álamos con la tranquera verde que lleva al casco de Los Médanos, y hacia la izquierda la amplia llanura dando una imagen de libertad, aunque con un canal de agua bien recto y encajonado. Y no puedo separar ese puente del enorme árbol solitario que está solo un kilómetro más adelante pugnando por subirse al camino, como si quisiera volver a San Bernardo. Cada vez que paso, me sorprende que nadie lo obligue a ir más atrás para que se sume al monte de álamos. Lo más probable es que pronto se seque y sea derribado por los vientos que soplan desde el sur.
Y cuando regreso a Mar del Plata, mi paisaje favorito se encuentra a la izquierda, a un par de kilómetros antes de la entrada al Faro Querandí. Luego de cruzar otro puente se ve un arroyo bajo, serpenteando entre cortaderas de plumas amarillas y pajonales rojizos en invierno, muy verdes en verano, que discurre plácidamente dando mil vueltas al mar. Pueden verse decenas de vacas bebiendo con las patas en el agua breve, y siempre muchos pájaros y patos volando e invariablemente una cigüeña merodeando. Siempre me digo que algún día voy a ir a caminar las mil vueltas del arroyo. Pero tampoco lo hago.
Me habían dicho que cuando fuera manejando iba a ser más libre e iba a poder detenerme cuando quisiera, incluso desviarme del camino obligado del micro. Pero siento que voy más recto y encajonado que antes, cuando conducía un chofer. ¿Cuándo alguien tendrá verdaderamente el viaje en sus manos?
Sigo viajando a San Bernardo por la ruta 11, últimamente con menos frecuencia por las partidas definitivas de mis padres. Ahora que lo pienso mejor, creo que tal vez sepa por qué elijo la ruta Interbalnearia. En definitiva, cada camino que elegimos no deja de ser un trazado cartográfico vital y afectivo, que en este caso tiende a la añoranza, que busca apelar a lo perdido. Y supongo que no está nada mal de vez en cuando jugarle una ficha a la nostalgia.