Hay bombas y bombas. En Santa Rosa, La Pampa, hay una que se abrió como una flor hace 67 años. De color ocre, oxidada, pesa unos 15 kilos y explotó el 10 de junio de 1956. Cayó cerquita de LRA 3, Radio Nacional, la filial local, pero su onda expansiva se disipó cuando traspasó un arenal. La encontraron tres pibes y a duras penas se la llevaron para esconderla en un sótano hasta 1990. No creían que fuera una amenaza. Aunque habían quedado varios cráteres en el mismo terreno. El destinatario original del ataque eran los peronistas que se levantaron contra la Revolución fusiladora, como la renombró Rodolfo Walsh. Habían copado la emisora, leído proclamas del general Juan José Valle y los aviones Catalina y Avro Lincoln tenían la misión de silenciarlos.
Esa bomba innominada pero pariente lejana de las que arrojaron los nazis en Guernica o Estados Unidos en Vietnam, volvió ahora a la radio que había sido su blanco. La entregó el arquitecto Miguel García que la recibió de aquellos chicos hace 33 años. Se la habían dado, ya adultos, como tributo a su trágica historia familiar y de militante en la JP. Él pasó siete años en las cárceles de la dictadura genocida después de ser detenido en Misiones. Llegó a esconderse en la selva. Su padre Justino, exintendente del pueblo Eduardo Castex, fue perseguido por la Triple A. En la actualidad, un tramo de la ruta provincial 102 lleva su nombre. A Sergio, su hermano menor, lo asesinó la CNU (Concentración Nacional Universitaria) el 18 de enero de 1976.
“Los que tenían la bomba vinieron a verme y a simple vista parecía una de las que vemos en las películas de la Segunda Guerra” cuenta García, de 71 años, desde el campo donde vive con su compañera a 15 kilómetros de la capital pampeana. “Yo tampoco sabía qué hacer con ella”, confiesa después. Este militante peronista apenas tenía cuatro años cuando atacaron LRA 3. Pero Justino le contó de qué se trataba ese raid aéreo que había partido desde la base de Villa Reynolds, en San Luis.
Uno de los trabajadores de la radio, el radiotelegrafista y testigo directo del bombardeo, Juan Carlos Bustriazo Ortiz, sería uno de los poetas más reconocidos de la provincia años después. Publicó, entre otros libros, Elegías de la piedra que canta (1969). Deprimido, internado en un psiquiátrico, el autor de una obra disruptiva y prolífica, se había quedado en la calle por una delicada situación familiar.
García lo alojó en un pequeño departamento arriba de su estudio de arquitectura en la década del ’90. El mismo donde conservó la bomba por más de tres décadas. Un día, el poeta se encontró con el proyectil. “Cuando lo vio y sensible como estaba, revivió todo lo que había sucedido en el ’56. Estuvo seis o siete meses ahí hasta que el gobierno le compró una casa” recuerda ahora el expreso político, ya jubilado de su cargo en el área de Patrimonio de la Subsecretaria de Cultura provincial (1989- 2009). También fue delegado por La Pampa a la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos entre 1996 y 2006.
“Mucha gente sabía de la bomba. Los empleados del estudio la llegaron a usar para tirar papeles. Cuando estaba Bustriazo el lugar se llenaba de poetas. Él no era peronista, pero debe haber quedado marcado por el ataque a la radio en el ’56. El comando que la tomó no lo dejaba salir. Me contó que no se dio cuenta que había una sublevación hasta que, de repente, se vio envuelto en el bombardeo” explica García.
Una paradoja del movimiento de Valle es que La Pampa fue el único punto del país donde el movimiento tuvo un éxito efímero, pero no sufrió ningún fusilamiento. En la Capital Federal, Lanús y los basurales de José León Suárez no hubo miramientos ni con los militares ni con los civiles alzados contra el régimen de Aramburu y Rojas.
Tampoco ahorraron proyectiles ni metralla los golpistas que habían bombardeado la Plaza de Mayo un año antes (el 16 de junio de 1955) con un saldo de 308 muertos y alrededor de mil heridos. La mayoría trabajadores, estudiantes y empleados públicos que quedaron indefensos ante las sucesivas oleadas de aviones de la Marina – en su mayoría - y la Fuerza Aérea que arrojaron más de cien bombas entre las 12.40 y las 17.40. Intentaban asesinar a Perón y dar un golpe de Estado que se postergó hasta septiembre.
Natividad López tenía 18 años. Esa mañana de neblina que retrasó la operación militar, buscaba trabajo en la obra social de Comercio vecina a la plaza. Nunca llegó a ingresar a sus oficinas. Perdió una pierna en el bombardeo mientras veía cómo volcaba un colectivo repleto de gente. “Yo quería trabajar, quería tener mi casa, no quería estar siempre en esa misma casillita. Parece que ahí me tocó mi desgracia”, contó en una entrevista que le hicieron el 15 de noviembre de 2012.
Otros aviones de la aeronáutica tuvieron una misión más limitada aquel 10 de junio del ‘56: silenciar Radio Nacional de Santa Rosa donde el militante peronista Dante Pracilio había leído la proclama del general Valle. El edificio desde el que hoy sigue operando va camino a ser declarado Monumento Histórico Nacional por iniciativa del senador Daniel Bensusán: “fue la primera filial que hubo fuera de los límites de Buenos Aires” aportó el legislador del Frente de Todos por la provincia.
La bomba, único vestigio de aquel ataque a LRA 3 está visible en el hall de entrada, junto al logotipo de la radio y como quiso el arquitecto García, después de que se evaluaran otras alternativas para darle destino. Por ejemplo, el monumento en una plaza que nunca prosperó.
No lejos de ahí, un cuadro del pintor Juan Carlos Durán fallecido en 1990, tiene dos agujeros en su tela. Son las marcas de los balazos que recibió en la Municipalidad de Santa Rosa, cuando la recuperó el regimiento 13 de infantería de la vecina ciudad de Toay después de que la habían tomado los peronistas. Esos militares dispararon contra la obra de arte que es patrimonio histórico y cultural de Santa Rosa desde el 9 de junio de 2005, como se menciona en una placa.
Durán, sin ser pampeano, es recordado como el más importante paisajista de la provincia. Su óleo y la bomba son dos marcas de una época que hacen memoria por las víctimas que asesinó la dictadura de Aramburu y Rojas a mediados de los años ‘50.