Internet sigue sin ser lo que pensamos.

En primer lugar, dista de ser tan novedosa. No representa un corte radical con todo lo que vino antes, ni en la historia humana ni en la historia mucho más larga de la naturaleza que precedió al advenimiento de nuestra especie. Lejos de ello, Internet es apenas la permutación más reciente de un complejo conductual, tan enraizado en el carácter de nuestra especie como cualquiera de las otras cosas que hacemos: nuestras narraciones, nuestras modas, nuestras amistades, nuestra evolución como seres que habitan un universo repleto de símbolos.

Para convencernos de esto, resultará útil pasar por un rato a un plano más general, alejar la mirada del ámbito al que pertenecen los artilugios de factura humana, del mundo humano en general, para obtener una visión distanciada y lúcida del mundo natural que nos alberga junto a todo lo que hacemos. En otras palabras, resultará útil tratar de comprender a Internet en su contexto ecológico amplio, contra el fondo de la larga historia biológica de la Tierra.

Consideremos el pisotón del elefante: un pequeño acontecimiento sísmico con el que el elefante envía una vibración distintiva a sus parientes situados a una distancia kilométrica. O consideremos los chasquidos de un cachalote que, tal como se cree hoy, a veces llegan a oídos de familiares que están en el otro extremo del mundo. Y no es solo el sonido lo que facilita la telecomunicación animal. Muchas (o tal vez la mayoría) de las señales enviadas entre miembros de la misma especie no llegan a través de vibraciones sónicas, sino que se transmiten por medio de sustancias químicas. La hembra de la polilla emperatriz emite feromonas que los machos pueden detectar a más de quince kilómetros, una distancia que, en proporción con el tamaño, es comparable a la que alcanza hasta el más resonante chasquido del cachalote. Y tampoco hay razón alguna para trazar una frontera entre los animales y otros seres vivos. Muchas especies vegetales, entre las que se cuentan los tomates, los porotos pallares, la artemisa y el tabaco, usan rizobacterias aéreas para enviar información química a sus congéneres situados a distancias significativas. En todo el mundo de los seres vivos, la telecomunicación tiende a ser más la norma que la excepción.

Alguien podría alegar aquí que nuestro concepto de “telecomunicación” es equívoco, como cuando decimos, por ejemplo, que un ciclista iracundo en una intersección o nuestra computadora colgada con la insufrible ruedita giratoria están “enojados” con nosotros.  Otros podrían objetar que, aun cuando se conceda, solo por el bien del argumento, que los cachalotes y los elefantes envían señales procesables como información, es decir, como una codificación simbólica de contenido proposicional que luego es decodificada por un sujeto consciente, de modo alguno puede decirse lo mismo de los porotos pallares.

Aceptemos aunque más no sea para evitar complicaciones innecesarias, que los porotos pallares no son conscientes. Aun así cabrá preguntarnos por qué, si la telecomunicación involucra los mismos principios y mecanismos en las formas de vida conscientes e inconscientes, deberíamos precipitarnos a dar por sentado que la telecomunicación de nuestra especie tiene que ser un producto de la conciencia, descartando de plano su posible origen como antiguo sistema que surgió a la manera de la señalización en los porotos pallares, y que solo en una etapa tardía comenzó a permitir la participación de nuestra conciencia humana en él. El supuesto anterior parece captar las cosas exactamente al revés de lo "correcto": las redes de telecomunicación existen desde hace cientos de millones de años. ¿No es posible que los resultados más recientes de la teleactividad comunicativa propia de nuestra especie -sobre todo Internet, pero también sistemas tales como la telegrafía y la telefonía, que tomamos por desviaciones extremas con respecto a la trayectoria previa de la historia humana- sean en verdad un resultado latente desde el comienzo en lo que siempre hemos hecho, una expresión ecológicamente esperada y predecible de algo que ya estaba allí?

¿Y podría ocurrir, correlativamente, que la concepción más apropiada de Internet, lejos de asociarse a artefactos, artilugios, aparatos o meras herramientas inánimes, fuera más bien la de un sistema viviente, o de un producto natural basado en la actividad de un sistema viviente? Si deseamos convencernos a nosotros mismos de que esta sugerencia no es un mero arrebato poético, sino que se apuntala en una suerte de verdad ligada tanto a la tecnología como a los sistemas vivientes, podría resultar útil considerar la larga historia de los intentos de imaginar tecnologías de la telecomunicación basadas en el modelo de los cuerpos animales y las fuerzas vitales.


Fragmento de Internet no es lo que pensamos, de  Justin E. H. Smith (autor también de Irracionalidad, 2021) que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica.