¿Qué era lo que querías?, pregunta Bob Dylan. Si me lo decís de vuelta, puedo tomar nota. Promediando su nuevo disco, se acoda sobre el mostrador para comenzar y recomenzar un diálogo que parece atascado. Los parroquianos prenden sus cigarros con la brasa del último. Alguien olvidó su sombrero sobre la mesa. Lo que fuera que querías ya me lo olvidé, advierte Dylan. Que nadie se preocupe. El tipo acaba de cumplir ochenta y dos años, pero no tiene demencia senil. Simplemente no le interesa lo que tenés para decir.
Dentro de un siglo, los niños recitarán esta línea frente al pizarrón: Dylan, el profeta, escribió el prólogo y el epílogo de la pandemia por Covid. En marzo de 2020, como si fuera una torta de cumpleaños, las luces del planeta se apagaron una detrás de la otra. Los padres abrazaron a sus hijos y cerraron las puertas. Los viajeros se quedaron varados en tierras extrañas. Los médicos fueron a la trinchera y los artistas, en el encierro obligatorio de la cuarentena o el encierro voluntario de las redes sociales, comenzaron a preguntarse por la razón y el valor de su oficio. De pronto, como si se encendiera una vela, habló Dylan. “Saludos a mis fans y seguidores”, dijo. “Les agradezco todo su apoyo y lealtad a lo largo de los años. Esta es una canción inédita que grabamos hace un tiempo y que puede resultarles interesante”.
¿Interesante? A miles de kilómetros de distancia, uno podía adivinar la mueca. “Murder Most Foul” no solo era su canción más extensa, sino que concentraba en un solo gesto la clausura de una época y la incertidumbre para recibir aquellos días. Ahí, en el asiento trasero de la limusina Lincoln, el tiempo quedaba suspendido en un slow motion imposible: Houdini y las conspiraciones; el aullido de Ginsberg y la pesadilla de Freddy; los Beatles, el anticristo y las representaciones de Macbeth; las canciones pegadizas de la radio, las reinas del ácido y el magnicidio más glamoroso de la historia del siglo. Así que volvió el simple, parecía decir Dylan… ¡yo tengo uno de 17 minutos!
Finalmente el 19 de junio se publicó Rough and rowdy ways y, un año después, se anunció un concierto pay-per-view a través de la plataforma Veeps. Por veinticinco dólares, los fans se garantizaban el acceso a la sala durante un período limitado a dos días. Nadie tenía la menor idea del asunto. En las afueras de Telluride, Neil Young hacía pequeños shows tocando junto a una fogata. En las ruinas de Epecuén, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado montaban una nave espacial. ¿Qué carajo iba a hacer Dylan? Finalmente, el 18 de julio de 2021 se develó la incógnita. ¡Alguien dijo estafa!
Shadow Kingdom, por empezar, era una suerte de especial de TV en blanco y negro. Acompañado por una banda enmascarada, Dylan tocaba sus canciones en una boîte llena de humo, persianas americanas y un hatajo de extras sacado de Touch of Evil o cualquier película de cine noir. La dirección de Alma Har'el no admitían réplica, pero algunos espectadores pusieron el grito en el cielo. Cualquier ojo entrenado podía advertir que, a pesar de las sombras sobre el micrófono Neumann, estas canciones estaban grabadas. Que no existía ese tal Bon Bon Club de Marsella. Según ese alegato, todo era mentira: el lugar, los músicos, el concierto. La gran pregunta era otra: ¿desde cuándo Dylan hacía lo se esperaba que haga? La respuesta está flotando en el viento.
Sobre aquellos puntos, la flamante edición de Shadow Kingdom no arroja luz alguna. Tanto en sus versiones físicas (doble vinilo o CD) como virtuales, el disco es un inmaculado sobre negro. En ese marco, todo lo que averiguamos tiene carácter extra-oficial: Dylan está demasiado ocupado destilando bourbon o girando por el planeta como para ponerse a redactar las tres o cuatro líneas de los créditos.
La música fue grabada en Village Recorder, un estudio ubicado en el oeste de Los Ángeles y construido originalmente como templo para los masones. Devenido en estudio durante los sesenta, adquirió prestigio por sus consolas Neve, el piano Steinway de Oscar Peterson y su catálogo de micrófonos. Ahí, rodeado por un selecto personal de notables, Dylan se puso a re-imaginar algunas de sus viejas canciones. No sin razón, dirán: lo hace todo el tiempo. Es verdad. Pero nunca, ni en la más remota y peregrina de las fantasías, soñamos escucharlas así.
Estamos hasta el cuello de piratas que se escuchan pésimo. De filmaciones temblorosas desde algún punto clasificado del pullman. Cada mañana abrimos el navegador y Dylan está tocando alguna de estas piezas en un lugar equis. Shadow Kingdom, en ese sentido, no sólo viene a saldar una deuda con lingotes de oro sino que tiene su propio sentido como disco: con su narrativa, su arco tímbrico y su enfoque ético. Es el teatro de sombras que, durante el vacío ontológico de la pandemia, montó el gran héroe de nuestro tiempo.
¿Quiénes firmaron el pacto de confidencialidad y sufrieron los hisopados? Por empezar, dos viejos amigos: T-Bone Burnett y Don Was. El animal de Greg Leisz, que metió mandolina y pedal-steel por aquí y allá. John Ávila, el bajista de los Oingo Boingo. Los guitarristas Tim Pierce, Ira Ingber y algún otro sesionista del área de Los Ángeles. Fueron reclutados, sobre todo, los acordeonistas: Jeff Taylor y Doug Lacy. ¿Bateristas? A donde vamos, no necesitamos... bateristas.
La referencia es sombría. Dylan lee estas canciones como si apenas se hubiera cruzado con el tipo que las escribió. Así, guiada por el acordeón, “It’s All Over Now, Baby Blue” quizás se escuchó en el funeral tejano de Cormac McCarthy. Así, arreglada como una ranchera crepuscular, “Queen Jane Approximately” ya no es la invectiva mala leche de Highway 61 Revisited. Ahora es la súplica digna y resignada del muchacho de ojos azules que ya lo ha visto todo.
No es casual que arranque con “When I Paint My Masterpiece”, una canción popularizada por The Band. Si bien se han escrito centenares de páginas sobre el predicamento de Dylan sobre los canadienses, se ha dicho poco y nada del influjo a la inversa. Todo el material del disco, en ese sentido, trabaja con ese acercamiento camarístico y juguetón que The Band aplicó sobre la cancionística norteamericana. De algún modo, oblicuo y sentimental, es como como si Dylan regresara al sótano de aquella gran casa rosa para servirse otro trago. Barrer un poco el piso, abrir las ventanas y, de una vez por todas, dejar escapar a todos los fantasmas. Siempre podés volver, nos dice, pero nunca podés volver del todo.