Con más de cuatro décadas de trabajo literario y cultural –como autor, editor, profesor, y como actual director de la Academia Mexicana de la Lengua–, Gonzalo Celorio apeló nuevamente a la memoria y las vivencias, mixturadas y enriquecidas, combinadas, por la ficción, el ensayo y la crítica literaria, para crear un nuevo libro. Si en las novelas Tres lindas cubanas se ocupó del linaje materno, y luego, en El metal y la escoria, del lado paterno, con su abuelo, proveniente de un pequeño pueblo español, y con su propio grupo familiar (una quincena de personas entre padre, madre, hermanas y –especialmente- hermanos), ahora, con Mentideros de la memoria -publicado por Tusquets en 2022, y que acaba de merecer el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores-, se brinda un homenaje a maestros y colegas, a amistades y personalidades de la literatura hispanoamericana, y a visitantes como Umberto Eco, quien estuvo en México, con Celorio oficiando en calidad de organizador y acompañante del ilustre italiano.

Entre la veintena de textos, de corte memorialístico y autobiográfico, se encuentra casi al comienzo “Arreola (y Borges)”, que comienza con frescura evocativa y viveza descriptiva así: “La voz de Juan José Arreola precedió a la imagen. Primero escuché el disco, grabado en 1961, de la colección Voz Viva de México -así bautizada por él mismo-, en el que leía varios cuentos de su Confabulario total. Una voz actoral, ejercitada desde la infancia en el arte de la declamación, educada bajo la dirección de Fernando Wagner, impostada en las funciones de Poesía en Voz Alta de la Casa del Lago, que fluía, sin embargo, con naturalidad y con frescura”. Y más: “La voz de Arreola no sólo decía lo que decía, sino también decía que el buen decir era tan importante como aquello que se decía. Pronunciadas por él, las palabras adquirían textura, peso, volumen, resonancia, sabrosura. No sólo se oían, también se paladeaban”.

Junto al perfil del escritor rememorado, Celorio, como en la mayoría de los textos, evoca la vivencia: “Tuve el privilegio de escuchar a Juan José Arreola de viva voz en el aula. Fui su alumno en el taller de creación literaria que impartía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM durante los primeros años de los setenta”. Y destaca la “expresión oral” de Arreola: “podía hablar horas y horas casi de cualquier tema, con una articulación perfecta, sin anacolutos, sin muletillas, sin pausas, como si estuviera leyendo un texto previamente escrito por él mismo y grabado en su prodigiosa memoria. En su oratoria, aunque desbordante y aun catártica, conservaba, milagrosamente, el rigor de su estilo, la adjetivación precisa, la imaginería brillante”.

El retratado -“rara mezcla de fragilidad y desplante”-, relacionado, también es delimitado. Cuenta, aclara Celorio: “No puedo presumir, sin embargo, que haya sido amigo íntimo de Arreola. Nuestra relación no estuvo tocada ni por la asiduidad ni por la simetría; antes bien fue vertical y espasmódica, interrumpida por largos hiatos, sobre todo desde que decidió trasladar su domicilio a Guadalajara. Lo que sí puedo decir es que todas las veces que me encontré con él sentí la bendición de su afecto y de su reconocimiento”. Respecto a Borges, se propone la afinidad con Arreola en lo que fueron estos dos grandes de la literatura hispanoamericana del siglo XX, especialmente por las “referencias librescas”; y cabe agregar que, por lo que podría ser el borgismo del propio Celorio, El metal y la escoria debe su título, justamente, al poema de Borges “Everness”, que aparece reproducido completo como uno de los epígrafes de esta novela promemoria, antiolvido, mientras que el otro es una frase contradictora, breve, de La vida breve, de Juan Carlos Onetti.

“Pudo más el cronopio que la fama” y “La cama de Cortázar” se refieren al autor argentino, muy leído y admirado por Celorio, mientras que “Rulfos” tiene, con la experiencia de haber tratado con el afamado autor de Pedro Páramo y El llano en llamas, la sombra, detrás, del hispano-mexicano Tomás Segovia. “Visita a dos poetas cubanos. Eliseo Diego y Dulce María Loynaz” cruza la historia de la isla caribeña, antes y después de la revolución de 1959, y la siempre conflictiva relación entre política y arte, y los dilemas por el futuro, desde los del pasado. “Gracia y desgracia de Alfredo Bryce Echenique” da cuenta de experiencias compartidas, y la crisis del narrador peruano ante las acusaciones públicas de plagio, prevaleciendo el recuerdo sincero y afectuoso. Tras comenzar con algún episodio juntos, y la valoración de varios de sus libros, Celorio recuerda un viaje que los unió en Buenos Aires, en el bar del –ahora cerrado– Hotel Bauen, sin posibilidad de separación, encantado por la verba: “la vehemencia de su plática y la sed de su garganta nos habían encerrado a Hernán Lara Zavala y a mí”; “nos quedamos toda la tarde y buena parte de la noche oyéndolo y bebiendo con él –y con el poeta peruano Antonio Cisneros–, en lugar de recorrer por primera vez la ciudad porteña que ni Hernán ni yo conocíamos y que tanto habíamos ansiado visitar; en lugar de caminar por Corrientes o por San Martín y montarnos en la cartografía de Borges; en lugar de pasear por Recoleta y solazarnos con la belleza de esas minas de cintura tan improbable como las historias que Alfredo nos contaba. Así de poderosos fueron su magnetismo verbal, su capacidad de fabular”.

EVOCACIÓN, VIDA Y MUERTE

El texto “Augusto Monterroso y la fábula del académico y el pescadero” comienza con la nota evocadora y fúnebre: “Nunca me imaginé que esa sería la última vez que habría de ver a Augusto Monterroso. El 23 de enero de 2003, Tito y Barbarita (Jacobs) me invitaron a comer en su apacible casa de Chimalistac. Tito lucía bien: afable, cálido, sonriente. Conservaba incólume el sentido del humor con el que siempre engañó el paso de los años y se reía hasta las lágrimas de las ocurrencias verbales que su propia conversación suscitaba. Sin embargo, a menudo su risa se resolvía en un acceso de tos que acababa por incendiarle el rostro. Quizá ese era el único indicio de que su salud estaba amenazada”. Al igual que “Natasha”, donde nuevamente Celorio (nos) establece un momento y lugar preciso, mortuorio: “La mañana del 25 de agosto de 2005 velamos a Natasha en la casa de Silvia Lemus y Carlos Fuentes de la calle de Santiago en San Jerónimo”: “En el centro de la estancia estaba el féretro de madera, rodeado de arreglos florales. A su lado, de pie, Silvia y Carlos, de riguroso luto”. Contrapesa una jornada de ese tenor “Gabriel García Márquez en el bar Siqueiros”, de anécdota que incluye el deterioro cognitivo del Premio Nobel de Literatura y -sin embargo- con un final para la sonrisa. Por su parte, “Colombia. El amor y la palabra” narra un episodio ocurrido en agosto de 2000, un evento cultural y político al que Celorio asistió: “La actividad más conmovedora fue la lectura que los invitados extranjeros ofrecimos en el Parque Central de Bogotá, a razón de dos cuartillas por pluma, ante un público que se contaba por miles (al menos dos miles). Recuerdo, entre los participantes, al argentino César Aira, a la brasileña Nélida Piñon, a los nicaragüenses Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez, a los chilenos Gonzalo Rojas, Jorge Edwards, Antonio Skármeta y Raúl Zurita, al uruguayo Eduardo Galeano, a los españoles Luis Goytisolo y Soledad Puértolas, a los mexicanos Elena Poniatowska, Vicente Quirarte y Carlos Monsiváis, al venezolano Eugenio Montejo. Todos alabamos al país hermano, agradecimos sus grandes aportaciones a la cultura de nuestro continente, nos condolimos de sus terribles problemas, proclamamos nuestros buenos deseos, confiamos en su destino. Fueron palabras amorosas, agradecidas, curativas, esperanzadoras”. Y nuevamente, la anécdota: la nota disonante, discordante, desavenida, de Fernando Vallejo, excolombiano y mexicano (por adopción), quien dio un discurso de los suyos, acérrimamente crítico: antipaís, antiautoridad, antihijos y antifamilia etcétera, mientras el público joven –entre asombrado y azorado– le gritaba y arrojaba cosas.

“Luis Rius. Corazón desarraigado” entrelaza una vez más España con México: “Conocí a Luis Rius el mismo día que ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. Los más prominentes profesores del Colegio de Letras Hispánicas estaban reunidos esa tarde alrededor del magro escritorio de un salón de clase para autorizar la inscripción a las diferentes asignaturas que elegíamos los alumnos de primer ingreso. Entre ellos se encontraba el maestro Rius”. “Muy pronto supe de su condición de exiliado, que no era por cierto un signo distintivo, porque eran muchos y muy notables los profesores de la facultad que provenían del exilio español republicano: Wenceslao Roces, José Gaos, Juan Rejano, Adolfo Sánchez Vázquez, Juan Antonio Ortega y Medina, Carlos Bosch, Gloria Caballero, Ramón Xirau, Arturo Souto”.

Nuevamente hay hilaridad (tragicómica para quien lo relata) en “El discurso desoído”, cuando Celorio fue director de la editorial estatal Fondo de Cultura Económica, que comienza con una exclamación de autodefensa: “¡Por mi madre que el discurso no era malo!”. Tras reproducirlo, cual si se estuviera leyendo -durante un evento internacional-, llega un pasaje: “Mil años son muchos años de historia que gravitan sobre los más de 400 millones de personas que día a día hablan, trabajan, estudian, juegan, viajan, comercian, crean en la lengua del romancero y del corrido; muchos años que les dan tradición y raigambre a la veintena de países que la tienen por lengua común. Pero mil años no son demasiados si los contraponemos con el tiempo que le auguramos a la pervivencia de los ideales de paz, de justicia, de libertad, encarnados por don Quijote de la Mancha, que, de Miguel de Cervantes a Octavio Paz, de sor Juana Inés de la Cruz a Gabriela Mistral, de José Martí a Jorge Luis Borges... ¡Ahí se jodió la cosa! El presidente Vicente Fox no leyó ‘Jorge Luis Borges’, como yo lo había escrito, sino ‘José Luis Borgues’, porque seguramente se enfrentaba por primera vez en su vida con ese nombre para él desconocido”.

El texto final, el veinte, titulado “La dedicatoria de Umberto Eco”, da cuenta de la visita que este hiciera a México a fines de junio de 1985, incluyendo una conferencia en italiano sin traducción, una sorprendente siesta de menos de un minuto con una moneda de plata sostenida en un puño, en el asiento de un auto, y la estampa, “para la eternidad”, que le dejara como dedicatoria a Celorio, en El nombre de la rosa.

Gonzalo Celorio ofrece episodios y momentos vividos, donde no necesariamente se encuentra como protagonista central; rebosante y generoso, erudito de informaciones y lecturas, de juicios literarios, amistades y lealtades reconocidas, contó en varias entrevistas el surgimiento de Mentideros de la memoria, cuando, durante los años de la pandemia y luego, fue leyéndole la mayoría de estas historias a un grupo de amigos de reunión semanal, por Zoom, bautizado “En sinfinamiento”. Esto dijo en una entrevista a Milenio: “mi libro, en primer lugar, lo que hace es reivindicar el placer de la lectura, el gozo enorme de la literatura y viene hacer una especie de bálsamo en el contexto terrible de la pandemia”. Y ante la pregunta de si podría haber un segundo volumen de este tipo de memorias, el escritor, académico y funcionario cultural contestó afirmativamente: “Se va a llamar Ese montón de espejos rotos, que es un verso de Borges y así define la memoria, espero terminarlo este año. Recoge una serie de memorias que no necesariamente tienen que ver con la literatura, tienen que ver más con la vida pero donde, obviamente, estará presente la literatura. Es una rara combinación de vida privada y vida pública porque en la historia de la literatura de lengua española, y particularmente la mexicana, generalmente no hay textos autobiográficos”.