Para Freud, nuestras posibilidades de dicha son limitadas, la felicidad existe, pero es parcial y episódica, amante de los contrastes y nunca continua. Las exigencias de felicidad, los imperativos de dicha, atentan contra ella al transformarla en un deber a cumplir. La Declaración de Independencia y la Constitución norteamericana incluye entre los derechos naturales inalienables del hombre "la búsqueda de la felicidad” y hoy ese derecho se torna un imperativo. Por el contrario, en su texto “El malestar en la cultura” Freud afirma:
“El propósito de que el hombre sea dichoso no está contenido en el plan de la < Creación>. Lo que en sentido estricto se llama corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de éxtasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha“.
Resuena la conocida afirmación de Borges: en todo día hay un momento celestial y otro infernal. La felicidad freudiana no es contraria al altibajo, ya que más bien lo supone, ella emerge cual ave Fénix, siempre entre cenizas. ¿No se eliminaría ella misma al intentar hacer desaparecer la disparidad de las tonalidades? Paradójicamente, el hombre siempre eufórico sería el hombre infeliz, ya que cuando la felicidad se transforma en el deber superyoico del ¡siempre! deja de ser felicidad.
La exigencia de goce pone en severo jaque a la convivencia entre los sexos, ya que predispone a la intolerancia frente a la deflación de la luna de miel de los comienzos. En definitiva, no se aceptan las menores intensidades de júbilo, las declinaciones inevitables de la pasión inicial y así, la exigencia de felicidad torna al hombre más infeliz. Pero no son solo los infortunios inevitables de la vida, con sus fatalidades y sus adversidades, ni tampoco los desengaños y los padecimientos lo único que atenta contra nuestra ventura, hay algo más que Freud señala de la siguiente manera:
“Creo, por extraño que suene, habría que ocuparse de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de una satisfacción plena".
Le atribuimos a nuestra vida, a nuestra suerte, a nuestro destino, a nuestro partenaire esa insatisfacción que en verdad parte de lo que Freud llama nuestra constitución. Como conclusión: nuestra existencia resulta gravosa, nos trae dolores, desengaños, tareas insolubles. Frente a tal desdicha y para atenuarla de manera satisfactoria, Freud recuerda el Cándido de Voltaire y el consejo ético de “cultivar su jardín”, metáfora sin duda luminosa, porque la tierra puede ser tan baldía como la que evocó el poeta Eliot, pero con la siembra, tornarse fértil. Cuando Voltaire eleva la importancia del cultivo como enseñanza moral, brama contra el optimismo leibniziano. Luego del terrible terremoto sufrido en Lisboa de 1755 y el comienzo de la guerra de los Siete Años en 1756., Voltaire ve en ese optimismo una forma maníaca de seguir sosteniendo que todo está bien, cuando se está mal. Resuena algo muy común en la actualidad cuando en un encuentro se pregunta: ¿todo bien? interrogación que deja traslucir su imposibilidad para luego pasar inmediatamente de tema a riesgo de escuchar del interlocutor ... la verdadera respuesta.
La obra, citada por Freud, narra desde un punto de vista sarcástico, las peripecias del protagonista Cándido cuando, a partir de la creencia en el precepto del optimismo leibniziano de que «todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles», vive una serie de aventuras subsecuentes que refutan de forma dramática el famoso principio. Cada momento de exultación es acompañado de terribles calamidades. Sin embargo, Cándido mantiene su esperanza de que, conforme avanza la obra, parece más y más ingenua e infundada. Los infortunios de la existencia le hacen ver que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero podemos contribuir a que nuestro jardín siga dando sus frutos. El gran tema para el hombre es el de encontrar su jardín, y el psicoanálisis lo encamina hacia ese huerto tan perdido por los extravíos de la exigencia de goce del capitalismo Es que esas exigencias generan una voracidad ilimitada, un desvío de lo más propio que distancia de un cultivo, ajeno al objeto de consumo. Yendo ahora a Lacan, leamos esta cita:
“...la plusvalía es la causa del deseo del cual una economía hace su principio el de la producción extensiva, por consiguiente, insaciable, de la falta-de-gozar. Por una parte, se acumula para acrecentar los medios de esta producción a título de capital. Por otra extiende el consumo sin la cual esta producción sería vana, justamente por su inepcia a procurar un goce con que ella pueda retardarse”.
Resulta interesante reflexionar acerca de estas afirmaciones. El capitalismo genera una gula infernal y, lo que podría detenerla o al menos retardarla, sería el encuentro con un goce que no estaría dado por el objeto de consumo, que para Lacan es inepto en satisfacerlo. La voracidad es muy afín a ese desasosiego que nos aleja de cultivar nuestro jardín.
Silvia Ons es analista miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Escritora.