En los últimos años, como no podía ser de otra forma, los medios, la clase empresarial y política de Estados Unidos inventaron su nuevo enemigo. Esta vez sin los disfraces raciales, religiosos e ideológicos del pasado. Ahora el gran enemigo, China, es malo sólo porque es competencia, y la mentalidad de los grandes negocios busca desesperadamente eliminar la competencia --si es posible, en nombre de la libre competencia.
La paranoia anglosajona nunca aceptó que el mundo pueda ser compartido por otras potencias o por otras formas de ser, hacer y pensar. Nunca dejó de planificar la supresión de la competencia usando los viejos métodos de la Guerra fría. Algo que, como analizamos antes, recientemente se reveló con (1) la salida apresurada de Afganistán, (2) el regalo de millones de dólares en equipamiento militar a los pseudo enemigos, los talibán (3) como fuerza de reserva contra Irán; (4) con el desplazamiento de recursos para una “Guerra de hegemonías” en Ucrania que se previó y precipitó siempre con la estrategia de culpar al enemigo; y (5) con la reactivación de la vieja reivindicación de China sobre Taiwán, retomada por Washington antes que por Pekín. Hay un detalle: esta guerra sólo aceleró el tan temido recambio. Otro fiasco histórico de Inteligencia.
La vieja obsesión sigue todos los patrones del imperialismo anglosajón: no aceptamos competidores; no aceptamos que no nos obedezcan; creceremos en base a sometimientos mediáticos, militares, políticos y económicos. Nada de diálogos o negociaciones. El mundo es un negocio privado y el más fuerte se reserva el derecho a imponer. Sólo nosotros podemos ganar, aunque para eso tengamos que descargar mil toneladas de bombas sobre alguna aldea o sobre todo un país. Hay un solo modelo de éxito. El mundo es una propiedad privada y si no es nuestro podría ser de otro. Etc.
Desde el exterminio indígena, todos estos intereses centrales fueron justificados por “el derecho a defendernos” contra nuestros invadidos; por la “lucha por la libertad” que nuestros esclavos y colonias no entendían; y por la democracia y los derechos humanos que “el sacrificado hombre blanco” (Rudyard Kipling) debió llevar al resto del mundo.
Sin embargo, la historia de los últimos siglos demuestra que casi todos los brutales imperios que dejaron cientos de millones de muertos, fueron orgullosas democracias que, por si fuera poco, se dedicaron a plantar dictaduras satélites, cuando no promovieron dictaduras resistentes y anticolonialistas.
Durante la última embestida del neoliberalismo, el acoso de los bancos internacionales bajo la égida de Washington, como el FMI y el Banco Mundial, impusieron sobre los países deudores sin capacidad de coacción planes agresivos de privatización para ampliar el saqueo de las corporaciones a las excolonias del Sur global. Todas esas experiencias fracasaron de forma dolorosa, no para las corporaciones ni para los bancos ni para Estados Unidos sino para las excolonias, desde la privatización del agua en Bolivia hasta México, África y cualquier otro ejemplo que se considere. Incluso en Estados Unidos los servicios básicos como la salud y la educación se fueron a las nubes hasta hacerse impagables por la clase trabajadora, debido a la natural avaricia de las grandes empresas privadas que hicieron, hacen y continuarán haciendo todo lo posible por maximizar sus objetivos centrales: los beneficios, no los servicios. La imposición, no la democracia.
Cuando la dictadura China invirtió su superávit en África y en América Latina se la acusó de imperialismo. No obstante, sus inversiones no produjeron una carestía de los servicios para la población, sino todo lo contrario. Los antecedentes históricos de China tampoco son tan malos. En el momento de su apogeo económico, mientras fue la mayor superpotencia del mundo antes de su destrucción por parte del Imperio Británico, por siglos las invasiones en Asia fueron muy menores en comparación a las provocados por Occidente. De hecho, las dos más importantes de un país a otro en un período de tres siglos preoccidentales se debieron a la intervención de Japón.
Occidente actuó de forma contraria. Desde antes del nacimiento del capitalismo, su mayor energía estuvo concentrada en el fanatismo religioso, desde las Cruzadas hasta la Inquisición. Luego, el capitalismo anglosajón surge en el siglo XVII a fuerza de forzados desplazamientos internos (enclosure) y continuó con imposiciones, saqueos, matanzas y guerras sobre el Sur global. Esta obsesión de dominar al otro, de crecer y prevalecer a fuerza de cañón y religión, fue continuada por Estados Unidos que, desde el primer momento de su creación, se fundó en la esclavitud y el permanente y violento robo de tierras de sus vecinos, sean naciones indígenas, mexicanos o colonias tropicales para luego continuar con una locura irrefrenable por invadir, imponer gobiernos títere a fuerza de capitales, complots secretos, bombardeos y sermón mediático.
El Renacimiento chino fue consecuencia de dos grandes factores. En primer lugar, está el factor geoeconómico. La lógica de expansión del capitalismo anglosajón cuando, desde los años 90 necesitó explotar una inconmensurable mano de obra barata en los países pobres para aumentar el margen de ganancia de las corporaciones occidentales y presionar aún más contra los derechos laborales y redistributivos de su propia población. Esto funcionó por un tiempo, pero terminó por explotarle en la cara a la paranoia mercantilista anglosajona y a la misma necesidad de control de las elites capitalistas que entendieron que eran bienvenidas en China pero no podían dictar sobre el gobierno comunista como lo han hecho desde siempre con los gobiernos occidentales. La manipulación fácil de las colonias fragmentadas, desde los países pobres productores de materias primas, como en África, hasta los microestados enriquecidos pero dependientes del imperio financiero, como Singapur y Hong Kong, se encontró con una notable excepción en China. Por su escala demográfica, por su centralismo político, su poder de independencia y, por ende, de desarrollo, la despegó de la lógica imperial occidental de los últimos siglos.
En segundo lugar, podemos observar un poderoso factor geopolítico. El vertiginoso resurgimiento de China de los últimos cuarenta años no se basó en invasiones, conquistas, imposiciones, cambios de regímenes en otros países, sino en dos elementos fundamentales: (1) créditos y compra estratégica de buena voluntad sobre otros países y (2) capitalización de la casi universal resistencia a la historia imperialista de Occidente, en particular la última, la de Estados Unidos.
Claro, si alguien observa estos pecados capitales de las sectas financieras que siempre han manipulado la opinión pública occidental, resulta que se trata de algún hereje tratando de destruir su propio país y no, por el contrario, de hacerle un favor a los seres humanos reales que viven en él. Hasta ese punto llega el fanatismo que ha logrado imponerse como razonable, sensato, necesario, bello y divino.