Mi padre siempre prefería dormir la siesta que salir a malgastar el domingo. Las horas fabriles como tornero lo consumían demasiado y no descansar el fin de semana era una gran ventaja que daba en la carrera del trabajador. Haber ido yo algunas pocas veces a pescar con mi madre y escuchar luego de que nada sacábamos fue el detonante para mostrarme que él era el Cristo de los Pescadores.
Había preparado una masa después de comer, no muy convencido de haber abandonado la siesta. La amasaba, le agregaba condimentos que encontraba en la cocina (pimienta, pimentón, polvo para pescado asado, aunque eso era para comer el pescado no para pescarlo) y decía que a la boga le gustaba; que ya había perdido antes de que fuéramos al río. Las circunstancias lo contradijeron luego porque no solo no la comían los peces sino que también las hormigas en su lento peregrinaje la esquivaban.
Había fabricado durante la semana un pie para la caña reel a escondidas del encargado y disimulándolo con los trabajos en el torno que los jefes le pedían. Era un soporte de hierro del 12, más que para que descanse la caña podía servir para amarrar barcos inmensos que desfilaban como leviatanes del río. Como la torre Eiffel que se ve por todas partes, así sucede con los barcos en las escalinatas del parque España, Oroño al fondo, parque de las colectividades, monumento a la bandera. Imposible andar por estos lugares sin perderlos de vista por más que uno quiera y haga el esfuerzo. Levantás la cabeza, en cualquier perspectiva que te encuentres y están ahí, como un vigía imponente que pasa, que luego viene otro, pero son todos iguales. Para mí siempre era el mismo que pasaba una y otra vez alertándome de su presencia.
Teníamos auto, pero no se podía ir a pescar en auto, le quitaba solemnidad al ritual. Mi padre se encargó de tomar prestada la bicicleta de mi madre -una inglesa de caño rosa chicle con canasto- y la preparó para la ocasión. Ajustaba las pastillas de los frenos, controlaba las herraduras, inflaba las cubiertas y equipaba el canasto con el soporte, la cuchilla para matar un yacaré, la bola de masa irresistible para la boga, algunas lombrices por si los peces estaban estreñidos y la caja de herramientas que había desvalijado para luego volver a cargar con anzuelos, plomada y línea.
Ambos con las bicicletas ya preparadas; él se encargó de todo el equipaje. Yo solamente llevaba la caña reel en la espalda con una funda que había cocido mi madre y parecía que llevaba un rifle doble caño. Mi padre, todos los bártulos en el canasto, y en la mano cargó con dos cañas mojarreras. Yo desconfiaba un poco de él porque nunca antes lo había visto en bicicleta. Y él no dudó un segundo en utilizarla para ir a pescar.
Al poco tiempo ya estábamos bicicleteando en la tarde soleada. Yo creía que iba a haber pocos autos en la calle por tratarse de un domingo, pero la verdad que no era como lo había imaginado. No solo estaban los autos poco románticos de la rutina sino que aparecían otros que no eran de la semana. Parecían salidos de revistas viejas con catálogos, publicidad de aceites y chicas para el infarto; Taunus, Coupé Fuego, Chevys que brillaban más que el espejado pavimento de la siesta.
De todas formas íbamos despacio, tomando todos los recaudos, hasta incluso respetábamos los semáforos, cosa que hasta yo transgredía cuando iba apurado a fútbol. Pero mi padre predicaba con el ejemplo o quizá estaba acostumbrado a moverse en auto. A veces lo observaba medio inestable, no sé si porque no había ajustado bien el asiento, porque la distancia al manubrio era incómoda para su postura o el cuadro de la bici era para una mujer de un metro sesenta que le dificultaba la extensión de sus rodillas. Pero no veía peligro inminente en su andar. Lo extraño era que frenara con los mocasines contra el piso y no con los frenos que había acondicionado antes de la partida.
Agarramos la Avenida Pellegrini y doblamos en Corrientes evitando el desfile de autos de exhibición y buscando el centro desértico. Al llegar Mitre al fondo, yo ya me lancé por la bajada de Avenida del Huerto olvidando a mi padre y el cargamento. Al llegar al pie de la bajada, miré para atrás y lo vi lanzarse cuesta abajo por la misma pendiente que segundos antes yo me había largado. Lo vi bajar a toda marcha, compitiendo con los fierreros que mostraban su auto como quien muestra una novia; pero en silencio, con una cara de espanto, los ojos abiertos y los labios para atrás usando toda la fuerza del cuerpo y de la cara para frenar. Los mocasines contra el piso vomitaban aserrín, el eje de los pedales giraba loco a toda velocidad como aquellos molinillos que ponen en los techos de las casas de campo y se despedazan en una tormenta de viento. Mi viejo no podía contra la gravedad de la tarde. Las cosas pasan por algo, decía una vecina media bruja. No hay casualidades sino causalidades, pensaba yo, pero no podía entender el motivo del Universo. Mi padre en su primer día de pesca se iba de trompa contra el fin de la calle donde una línea doble de autos estaban detenidos ante la luz roja de un semáforo eterno. Mi padre calculaba los segundos e invocaba a los dioses para que cambie la luz de roja a verde y se despejara el tránsito, pero la bicicleta iba más rápido que sus pensamientos y sus deseos.
Fueron los segundos más largos de nuestras vidas. Por suerte el semáforo cambió y la senda peatonal se liberó, pero mi padre no alcanzaba a frenar. Lo hizo recién cuando impactó contra el cordón subiendo a la vereda y esquivando las púas de un palo borracho. Cuando logra tocar tierra firme me dice: no podía frenar, ayudame a quitarme el anzuelo del mojarrero. Lo tenía aferrado a la mano izquierda. Mientras llevaba la caña lo había apretado contra el gatillo del freno y ahora lo tenía incrustado en la carne hasta el fondo. Se detuvo y con delicadeza se puso a quitarlo. Lo peor había pasado. Y mi padre había salido indemne del peligro.
Varias horas estuvimos contra la baranda del río. Mi padre cada vez que tiraba la línea se acordaba de un compañero de pesca. Mientras dibujaba un círculo en el aire que giraba y adquiría más velocidad por encima de la cabeza, me decía: mi amigo una vez revoleó la línea para atrás, no hacia al río sino en sentido contrario… casi le arranca la cabeza a las personas que caminaban por la rambla. Luego, la soltaba con la fuerza de la última carcajada y se callaba con el sonido ahogado de la plomada al sumergirse.
Pasaron varias horas sin que se enganchara ni un camalote. Yo llenaba el día con unos churros un poco salados mientras él se entretenía hablando con un hombre de años de pesca de la barranca. Al finalizar el día ese hombre nos dio un pez armado que había sacado. Mi padre dijo: vamos a decir en casa que lo pescamos nosotros. El hombre sólo le dio unos faconazos de lado a lado que no terminaron de sacrificarlo y le dijo a mi padre, después terminalo… Estos bichos son duros de morir, quizá unas siete u ocho horas.
Nos demoramos un tiempo largo para irnos. Ya no quedaba nadie a nuestro lado y los galpones nos cuidaban las espaldas. Creo que mi padre esperaba el último resuello del animal para irse sin culpa, pero la noche había ganado la orilla y solo las islas de enfrente guardaban un poco más de claridad, un tono azulado apenas más luminoso. Pero nada más. Y mi padre tenía los dedos congelados por la noche del río y no podía desenredar las galletas que se le habían armado con las tanzas por retirar apurado las cañas. Así que empezó a cortar sin paciencia cuanto hilo se le ponía adelante. Yo muerto de sed, solo quería llegar a casa para bajarme el sifón de soda. No eran los pescados los que me habían dado sed sino los churros de la espera. Metió el animal en una bolsa de nylon, adentro del canasto de la bici, pero sin atarla para que respire. Yo no entiendo qué quería hacer mi padre; ¿dudaba de la muerte?, ¿no quería ser el verdugo que le dé el toque de gracia? De todas formas, no había sido él el que lo había sacado del agua.
Luego de media hora, llegamos a casa. Mi padre puso el armado en una tabla y lo estudiaba con preocupación, como el personaje de Harlodo Conti en Sudeste que deja con un poco de agua en el fondo de la canoa al tan ansiado dorado que había pescado y lo observa como la única compañía en la soledad del río. Mi padre no sabía qué hacer y se convenció de darlo por muerto. Así que lo metió en la heladera todavía vivo. Yo miraba desconociendo cómo hacían los pescadores con sus sentimientos más internos, cómo se enfrentaban a la muerte. ¿Por qué mi padre no podía? ¿Qué pensaba? En mi casa se habían ido todos a dormir, mi madre y mis hermanas. Solo yo y mi padre velábamos al bicho. Eran ya más de las 12 de la noche. Mi padre debía dormir porque el otro día era laboral y teníamos que aguantar; yo a la maestra y él, las horas fabriles. Antes de irse a dormir abrió la heladera para dar un último vistazo, pero dijo: todo igual, sigue agonizando. Vayamos a dormir… Mañana veremos.
Cuando me levanté, mi padre lo primero que me dijo fue: ya murió; como si se tratara de un pariente cercano que venía sufriendo una enfermedad terminal. Del Chupín de pez armado con salsa (plato que le habían recomendado y siempre amagaba hacer) ninguno de los dos probó casi bocado, pero lo disimulamos muy bien de mi madre y hermanas, y en triste complicidad, en la mesa familiar.