Es curiosa la posteridad del nombre, que todos creemos marca y pocos recordamos como persona. Bagley fue un yankee de grandes hormigas en el tujes, laburador y vivo, con un algo de aventurero y mucho ingenio. Apenas un pibe, nos llegó y nos dejó la única bebida inventada en este país, la primera campaña publicitaria y la ley de patentes, nada menos. No es poco para alguien que se murió joven pero rico, lleno de proyectos y probablemente a las puteadas porque se le acababa el tiempo. 

Melville Sewell Bagley nació en 1838 en ese lugar discretamente excéntrico que es Bangor, en el estado de Maine. Es un viejo rincón de marinos, de balleneros y gente aficionada a la religión y a las ideas que se hizo famoso gracias otro de sus hijos, el feo Stephen King, que le inventó un folklore de monstruos y rincones oscuros. En la época del bebito Bagley, Bangor era una capital del protestantismo y del abolicionismo.

Con lo que extraña que antes de los veinte, Melville se mudara a Nueva Orléans, sureña, calurosa, catolicona, pagana y esclavista. Una explicación es el clima, que el de Maine es siberiano, otra es la comida y una tercera es simplemente el color explosivo y la vida más fuerte que se encuentra en la ciudad que fue francesa y española antes de ser norteamericana. El muchacho encontró trabajo en el activo comercio local y a los 23 se casó con una linda piba local. Todo andaba bien.

Excepto que en ese mismo 1861 el Sur esclavista se rebela y se va la Unión, disparando la horrenda guerra civil que terminaría cuatro años después con casi 600.000 muertos. Melville estaba exactamente en edad militar y en esa época ser casado no te eximía. Para peor, era un yankee que más yankee no se podía ser: lo que en Estados Unidos llaman yankee es lo que vió la luz al norte de Nueva York, un rincón dominado por Maine.

Bagley tenía que irse y en 1862 se abre el segundo misterio. En vez de volverse a casa o cruzar a México, se toma un barco a la lejanísima Buenos Aires. Uno entiende que se rajara, que los de Luisiana son relajados y le dieron unos meses para pensarlo pero al final lo iban a detener. Pero ¿a Buenos Aires? Suena a irse al lugar más lejano posible...

La cosa es que ese mismo año, con 24 cumplidos, Melville consigue laburo en la farmacia La Estrella, que sigue ahí en la esquina de Defensa y Alsina, intacta. Los dueños eran los hermanos suizo-italianos Demarchi, y se ve que no les venía mal un dependiente que hablara inglés. El jovencito ya sabía vender, chapurreaba un francés de la costa y era simpático. Pero no sabía nada de química.

En esa época, la medicina apenas pasaba de intuición o de sanata, los medicamentos preparados eran cosas como la Emulsión de Scott, aceite de pescado en una botellita, y los farmacéuticos hacían todo a medida. Si los medicamentos eran peligrosos, se les agregaba un poco de una planta bien llamada Asa Fétida, que le daba un gusto horroroso. Si eran placebos, adelante con la miel o el azúcar, que no hacían diferencia. En cierto modo, las farmacias eran herboristerías, depositarias de saberes viejísimos sobre los efectos de plantas y minerales sobre el cuerpo, todo medio a ojo.

Bagley, apenas un dependiente, se encontró en la trastienda haciendo soluciones y bolus medicinales, aprendiendo. Ahí le vino una idea muchas veces contada y muchas veces mal contada, la de crear un licor de naranjas que tuviera efectos medicinales. Que la naranja tiene efectos medicinales es añejo, como te explica cualquier culandrera valenciana. La idea de Bagley fue crear algo que fuera rico, que diera ganas de tomárselo y que fuera "un remedio universal contra todos los males".

La primera producción fue casera. Bagley tenía una quinta en Bernal, que sigue ahí, con una buena plantación de naranjas amargas, con lo que empezó a destilar sus cáscaras, con un contenido de alcohol relativamente bajo. Lo siguiente fue ponerle nombre y ahí sacó a relucir una cultura clásica inesperada, porque la puso Hesperidina por la costa de las naranjas española, Las Hespérides. Luego vino la curiosa botella "rayada" y una etiqueta muy de la época, con retrato del autor y su firma a pluma cucharita.

Para 1864, el producto estaba listo y ahi fue que Bagley se puso original. Mientras producía y envasaba, arrancó la primera campaña publicitaria del país y el primer teaser de estos pagos. Por la noche, aparecían las pocas calles empedradas del Centro porteño pintadas a brocha gorda con la palabra Hesperidina, sin explicaciones. En diarios y revistas aparecían avisos misteriosos que apenas decían "Hesperidina vendrá". Era una de las comidillas de la pequeña ciudad.

El 24 de diciembre de ese año, droguerías, bares y restaurantes recibieron las primeras botellas y los diarios anunciaron que ya se podía probar la Hesperidina. Fue un boom, una locura en un país donde había vino, caña, grapa y ginebra, pero nada que una señora pudiera beber dignamente en público. La Hesperidina se tomaba en salones, en restaurantes finos, en bodegones y en la última pulpería de la campaña bonaerense. Algún vivo la tomaba como "tónico", algún otro la tomaba de mañana como remedio contra la resaca.

Como era de esperar, el huerto de naranjas de Bernal no alcanzó y Bagley empezó a mandar carros a recorrer las calles de Adrogué, Florencio Varela y otros pueblos con calles plantadas con naranjos. El norte bonaerense no era el naranjal que es hoy, y conseguir la fruta era un problema de escala. Otro problema fueron los imitadores, que empezaron a vender licores naranjeros con botellas, etiquetas y nombres obviamente copiados. La impunidad era completa, porque en estos pagos no había llegado eso de las patentes.

Pero Bagley no perdía mercado y siguió facturando y diversificando. Para 1873 tenía espaldas como para invertir en el primer tranvía a caballo de Quilmes y en 1875 para lanzar las primeras galletitas argentinas, las Lola. Resulta increíble, pero las únicas disponibles eran inglesas, importadas en esas latas lindas que todavía se producen. Las Lola fueron otro exitazo. Para 1876, el inmigrante era alguien que podía hacerle lobby al presidente Nicolás Avellaneda por una ley de patentes. Avellaneda le hizo caso y la primerísima patente argentina es la de la Hesperidina, "licencia uno".

El último producto, también un reemplazo de importaciones, fue la mermelada de naranjas, aprovechando la pulpa que sobraba de la producción de licores. Bagley, publicitario, inventó eso de "las tres cosas buenas: Hesperidina, galletitas y mermelada". 

En medio de todo esto, tuvo tiempo de divorciarse, volver a casarse con Mary Jane Hamilton y hacerle ocho hijos. Y entonces el cometa se apagó: Bagley se murió en 1880, con apenas cuarenta y dos cumplidos. Su mujer piloteó la empresa hasta que crecieron sus hijos. Bagley duerme en el Cementerio Británico de la Capital, su empresa es hoy un coproducción entre Danone y Arcor.