Tartamudea, claro. El origen ocurrió en una casa asaltada a balazos y bombazos tirados desde un helicóptero del Ejército, el 11 de octubre de 1978, en el barrio de Floresta en la calle Belén al 300. La policía y la gendarmería se llevaron herida a Lucía Révora de De Pedro, una militante de 25 años de la organización guerrillera peronista Montoneros, que antes de ser secuestrada herida por la metralla, protegió con su cuerpo dentro de una bañera a su pequeño hijo Eduardo, Wado, de apenas un año y ocho meses. Su padre, Enrique “Quique” de Pedro, también militante montonero, había sido asesinado por la dictadura en abril de 1977. La patota furiosa que bombardeó la casa de Floresta, secuestró a Lucía, embarazada de ocho meses de Carlos Fassano a quien fusilaron en ese momento del operativo. Lucía fue llevada al campo de concentración conocido como El Olimpo, y más tarde- aseguraron sobrevivientes- fue asesinada. Unos sostienen que fue quemada viva dentro de un tanque. Otros testimonios, que fue arrojada al mar en los vuelos de la muerte. La patota criminal dejó inicialmente al pequeño Wado con unos vecinos. Por poco tiempo. Horas más tarde, volvieron a buscarlo con el pretexto de que eran sus tíos. Los Révora, de Mercedes, supieron de la tragedia días después. Luego de tres meses de intensa búsqueda, en enero de 1979, a través del párroco de la catedral de Mercedes pudieron recuperar a Wado. Nunca supieron, ni él ni su familia, dónde estuvo durante esos meses.
Han pasado muchos años. Wado habló siempre, con dolor y conmoción, de la marca mortal que le dejó su violenta orfandad. Supo decir, en una entrevista, “cuando era chico me costaba pedir helado, pedir la comida, tocar el portero en la casa de un amigo. Después, de adolescente, no ir a hablar con una chica que te gusta…". En esta confesión sólo hay emoción. Ni odio. Ni deseo de venganza. El explica: se llama “disfluencia”. La voz popular dice que es tartamudo. Y explica que trabaja día a día para superarlo. Hasta aquí los datos duros de una historia que es la historia de los argentinos. Hasta aquí las preguntas sobre por qué creer que este ahora hombre, este hijo de una generación que fue obligada a la violencia que odiaba porque la padecía en la política desde el fondo de la historia argentina cuando dictadura tras dictadura se habían iniciado bombardeando la Plaza de Mayo en 1955, asesinando trabajadores, niños, para derrocar al peronismo. Wado es peronista. Se enroló en el kirchnerismo a partir de la crisis violenta, que casi le costó también la vida, del 2001. Wado abraza el ideario que dio a la Argentina el período más virtuoso de crecimiento de su historia tanto en el siglo XX, con Perón, como en el XXI, con Néstor y Cristina Kirchner, una remarque del ideario y las políticas que cree hacen feliz a su pueblo.
Lo que es seguro es que la locuacidad de Wado anida en la profunda convicción de que si algo valió la pena de sus pérdidas tempranas es el amor de sus padres por erradicar de esta patria lo que la hace tartamudear: la pobreza, el saqueo, el odio. Sólo así supo que valió la pena aquel sacrificio. Es, al tiempo, el juramento de fidelidad a su militancia política y a su pueblo.
¿Qué es ser un hijo de la generación diezmada para Wado? Que, por la política, nunca más mueran los seres queridos. ¿Qué es la democracia para Wado? La posibilidad de que nunca más la violencia de la pobreza y la desigualdad atormente a los argentinos.
No conozco personalmente a Wado. Como ministro del Interior no se le conocen violencias sobre el pueblo y sí una gestión eficiente y templada.
Sólo sé que no importa con qué sonidos exprese sus ideas. Cuánto de corrido salgan sus palabras. El que quiera oírlo lo oirá. Es más: su locuacidad anida en las leyes que puede impulsar para cambiar la vida de nuestra gente. Porque la Argentina está llena de locuaces que la endeudaron, la saquearon, la entregaron al mejor postor. Y la torturaron y desaparecieron. Y esos no necesitaban fonoaudiólogos.
Sólo por eso, vale la pena creerle.