¿Se acuerdan de cuando nos escandalizábamos porque iban a colorear las películas filmadas en blanco y negro? Fue una movida pasajera encabezada por Scorsese. Y nosotros, filósofos de café y de esquinas, íbamos por la vida discutiendo la ignominia que sería alterar el sentido estético de una película. Luego resultó que esas películas tenían dueños y que no les importó nuestra indignación. Y no solo las colorearon sino que nosotros fuimos a verla al cine, olvidados de nuestra lucha.
Hoy esa batalla suena tan tonta que cuesta creer que hayamos pensado en eso. Al fin, las películas se colorearon a troche y moche y hoy lo puede hacer casi cualquiera que posea el programa adecuado y sepa apretar botones. Es una larga lista de cosas que fuimos aceptando sin chistar. Batallas e indignaciones en las que se nos iba la vida y que con el tiempo olvidamos, a veces con resignación, pero otras con felicidad.
Así hemos abandonado batallas por la ecología, por una mejor política y otras tantas. ¿Se acuerdan del cupo de música nacional en las radios? De la misma forma combatíamos la mentira. Una sola macana en los medios era un escándalo. Hoy es moneda corriente. Ni nos altera la presión. Y nos asqueaban las injusticias de la justicia y creíamos que los evasores tenían que ir presos, como Capone, decíamos. Hoy aceptamos la mentira, las injusticias y a los evasores con una pasividad pasmosa. Hablan de eso en la radio y es como si soplara el viento.
Veamos otro ejemplo: la defensa de la privacidad. ¿Por qué no nos importa que el teléfono escuche nuestras palabras y codifique nuestros gustos en algún rincón cibernético del mundo? ¿Por qué dejamos que Google fotografíe nuestras casas y se la muestre a cualquiera que tenga un teléfono? ¿Por qué le damos nuestros datos a cualquier tarjeta o página que nos lo pida? ¿Por qué no nos escandaliza que cualquiera manipule un dron y nos filme sin nuestro consentimiento?
Me parece que, por un lado, lo que sucedió es que, en lugar de combatir nuestra protesta, escucharnos, tratar de entendernos, lo que hicieron fue cambiar las reglas del juego y crea reglas sin las cuales prácticamente no podés existir. Y cuando digo existir digo no usar una tarjeta, no subirte a un avión, ni siquiera a un tren.
Pero, atentos. Por otro lado, podríamos llegar a la conclusión de que los que diseñan el mundo saben mejor que nosotros cómo debería ser ese mundo en el que nos gustaría vivir. Decíamos que queríamos una cosa pero en realidad queríamos otra. Como hacen a veces los padres cuando lloran los bebés.
Querían una distopía. Acá está. En esta distopía real, los hombres comunes, nosotros, terminamos siendo consumidores de cosas contra las que luchamos, de cosas que creíamos que odiábamos. ¿Por qué? ¿Acaso sabe el algoritmo que controla nuestros pasos mejor que nosotros lo que nos conviene o nos hace felices? Es probable que sí, según los resultados. Porque queríamos privacidad pero terminamos dándoles nuestros datos a cualquier sistema. Queríamos respeto por el cine clásico y terminamos poniéndole nuestra cara a Terminator para reírnos.
Digo esto porque si Google no nos dice (y rápido) dónde vive el primo al que queremos visitar, nos enojaría. Hoy queremos que ese sistema invada nuestra privacidad y nos guíe en la incertidumbre. De igual forma aceptamos que nos mientan dos de cada tres frases y que los ricos fuguen la guita que se les da la gana. Y así…
Lo más doloroso sería entender que cuando protestábamos para que no colorearan las películas en blanco y negro, los que no estaban entendiendo por donde iba el mundo éramos nosotros. No estábamos a la altura de la historia, del futuro, del devenir. Los que manipulaban la modernidad sí sabían lo que se venía. Detalles más, detalles menos. Y sabían que los espejitos de colores de la modernidad serían, con el tiempo, más tentadores que estar defendiendo viejas películas.
Ya no hay (casi) nada en el devenir del mundo que salga de nuestros deseos y poderes. Nada podemos hacer por torcer el rumbo del mundo. Nuestros deseos hoy son coordinados, corrompidos, manipulados por un poder tan novedoso que ni siquiera la ciencia ficción más delirante pudo imaginar. Esta distopía es la más perfecta de las distopías. Y todavía falta lo mejor. Abróchense los cinturones.
Les resultó más fácil marearnos que convencernos. A veces nos dejan ganar una batalla para vencernos en nueve, y sin que nos demos cuenta. Ah… a no desesperar, cuando nos quedemos sin batallas nos propondrán una nueva para entretenernos. Ni siquiera tienen que invertir plata. Lo hace una máquina mientras el operador toma mate y piensa en que debería salir a luchar por sus derechos laborales, ignorando que va a ser reemplazado por un botón esa misma tarde.