La Segunda Guerra Mundial es la medida de las guerras, porque Europa se arroga el lugar del centro del mundo. Pero en todo caso, más allá de la justicia o no de decirle Mundial a una guerra entre potencias europeas con participación al final de una potencia americana, lo cierto es que la máquina estatal para masacrar a millones de personas es una aberración de la que todavía nadie se ha repuesto. Aunque parezca que sí. Campos de concentración había habido, hay, muchos horribles ejemplos en todo el mundo, pero el capitalismo salvaje aplicado al objetivo de la muerte fue un salto cualitativo en el espanto. ¿Cómo producir más muertos en menos tiempos con el menor costo económico posible? A esa pregunta, la creatividad de los economistas liberales respondió con las cámaras de gas.
Frente a un desastre de esa magnitud, que no sólo espanta, sino que también hace que nos avergoncemos de pertenecer a la misma condición humana que los genocidas, la pregunta por las palabras es acuciante. ¿Cómo se cuenta este horror?
Primo Levi, bioquímico devenido en escritor para poder contar esta experiencia, propuso una estética acorde a sus preceptos éticos: no se puede estetizar el horror, no se puede pretender el goce estético utilizando como material el sufrimiento brutal de todos esos seres humanos. Para eso construyó una estética de la austeridad, la estructura lineal y cronológica y el género del testimonio. Que la gente, habituada a la forma del relato decimonónico --principio, desarrollo y cierre-- y a la cultura de la información --descripción de hechos y lugares-- pudiera comprender sin dificultad lo que él tenía para contar. Pero además, para quienes pudieran impugnar su relato acusándolo de intencionalidad, intentó no “contaminarlo” con su propia subjetividad.
Jorge Semprún, español estudiante en Francia, comunista y resistente, estuvo detenido en otro campo de concentración --Buchenwald-- y también estuvo dos años en cautiverio. Él no era bioquímico sino estudiante de filosofía y ya sabía que quería ser escritor. Sin embargo, cuando salió del campo tomó la decisión consciente de no escribir sobre esta experiencia porque sentía que escribir era revivir la muerte, y él quería sobrevivir. Cuando se decidió a hacerlo, cuarenta años después, ya no había necesidad de contar lo que había pasado como si la gente no lo supiera. Entonces se consintió otra pregunta, o la misma si se quiere: ¿cómo se cuenta esta tragedia y que la gente la escuche? A esta pregunta responde con una lengua plagada de imágenes bajo la tradición de Proust, con una estructura espiralada --que vuelve una y otra vez a la memoria del campo, porque vaya donde vaya nunca puede salir de ahí, pero a la vez vuelve sin volver al mismo exacto lugar, sino que lo reescribe al infinito-- y construye un género que se bandea entre la autobiografía y el ensayo.
Entre Si esto es un hombre de Levi y La escritura o la vida de Semprún --dos libros fundamentales y de una belleza dolorosa--, podríamos pensar el debate sobre las narrativas de la memoria.
Sin embargo, sin querer armar una suerte de absurda competencia para definir “quien cuenta mejor”, hay algo que falta en estas dos posiciones.
Marguerite Duras no estuvo en un campo de concentración. Por esas jugarretas del destino, su marido, Robert Antelme, cayó en una emboscada y ella se salvó. Mucho después él, también escritor, contó su experiencia en La especie humana. Tal vez resultaría de sentido común atribuir al prisionero de los campos la verdad de su vivencia, sin embargo ella, que tuvo que deducir lo que su marido había vivido de lo que había quedado de él, capturó, en dos actos fisiológicos y de la animalidad de la existencia --comer y defecar-- lo que tal vez nadie más pudo.
“Durante diecisiete días, el aspecto de aquella mierda siguió siendo el mismo. Era inhumana. Ella le separaba de nosotros más que la fiebre, más que la delgadez, los dedos desuñados, las huellas de los golpes de los SS. Le dábamos papilla amarilla como el oro, papilla para recién nacidos, y salía de él verde oscura como cieno de un pantano”.
Luego de tres semanas de ese tratamiento de papillas que apenas pasaban por su tracto digestivo sin que ningún nutriente pareciera quedar en el organismo, volvió el hambre. Entonces los médicos recomendaron ponerlo frente a la comida.
“Se comía una chuleta de cordero y luego chupaba el hueso, con los ojos bajos, atento solo a no dejar ninguna partícula de carne. Después se comía otra chuleta y a continuación otra más, sin levantar la vista. (...) Lo dejábamos solo con la comida, solo en la penumbra del salón, y en silencio, en un silencio más piadoso y sagrado que de cualquier servicio religioso, comía. Evitábamos hablarle durante esos momentos, distraerlo, y andábamos de puntillas. Le poníamos el plato delante y lo dejábamos, y él funcionaba. (...) era un pozo sin fondo de hambre, un enorme llamamiento le venía desde las entrañas descarnadas, una voz tan poderosa, rugiente, una orden que él obedecía, servil, humilde, ciego como una planta”.
¿Contar lo que pasó puede ser entonces mostrar lo que ha quedado? ¿La experiencia de la muerte se puede escribir desde quienes viven la experiencia de observar el remanente apenas vivo que sale de las cloacas de la humanidad? Es una posibilidad. Pero quisiera, además, llamar la atención acerca de esta mirada sobre estos gestos mínimos, cotidianos, apenas tenidos en cuenta por la literatura o por los testigos. Se me podrá decir que no tiene que ver con el género, sino con la posición. Me permito disentir.
Almudena Grandes vivió los vestigios de otra guerra, la guerra civil española. Nacida en 1960 --y tristemente muerta en 2021-- no fue parte de la fundación de la República ni de su épica defensa. Ella, que no estuvo en esa guerra, escribió seis libros de una saga --Episodios de una guerra interminable-- que son un monumento literario nunca suficientemente valorado. Si Levi creía en la línea recta como una estructura para contar el horror y Semprún construyó una espiral para representar la memoria, ella propone la estrategia del hormiguero. Por encima de la tierra una especie de volcán que parece tener un orificio único por el que nos lleva la historia de la España de la guerra y de la post guerra. Por debajo, cientos de túneles y toboganes que interconectan toda la vida del hormiguero. La Reina, la que produce todas las larvas, es el conflicto original: la lucha de clases y el deseo apasionado de una vida mejor. Es muy difícil elegir un libro o contar (y no quedarse corta) alguno de ellos porque en su versión de la guerra todos tienen historia, todos los personajes sin excepción tienen su relato, historias mínimas dentro de la gran Historia, pero que en su tejido definen los acontecimientos. Tomar alguna de la muy bellas, justas, precisas imágenes con las que nos hace vivir la experiencia, también sería una tarea no solo difícil, sino injusta. Comparto acá una, que no es la mejor ni la más bella, pero que pone el acento en el hallazgo de lo pequeño para contar lo grande. En Las tres bodas de Manuelita se cuentan muchísimas cosas. Pero entre ellas y promediando el final, la protagonista está en una cárcel en la que los presos pagan el delito de ser republicanos trabajando como esclavos para una empresa constructora. Duermen en pabellones, trabajan todo el día y hacen más millonarios a los millonarios. Las mujeres se han ido afincando en el terreno aledaño y sacarlas pondría en riesgo la cadena de producción, así que las dejan. Manuelita visita a quien será su partener en todas estas bodas y juntos van a visitar a una de las mujeres que tiene ahí su casa que comparte un rato por día con uno de los presos, su marido. “Al entrar en su interior, sentí sobre todo frío, la humedad penetrante del cemento fresco, ese olor tan triste, a musgo y a tierra mojada, que perfuma los edificios en construcción”. Otro gesto mínimo, pequeño, insignificante: saber a qué huele el cemento en un campo de esclavos que el franquismo llamó “redimir penas”.
¿Cómo se cuenta el horror? ¿Quiénes están en mejores condiciones de contarlo? ¿Los que lo vivieron en primera persona? ¿Los que están un paso afuera de la experiencia y ven lo que queda de quienes la vivieron? ¿Quienes no compartieron ni tiempo ni espacio con los protagonistas?
No lo sé, nadie sabe seguramente. Pero mientras los hombres escriben sobre la Historia, las mujeres han escrito sobre las historias. Y aunque estoy segura de que habrá montones de libros y ejemplos que se me pueda oponer a esta afirmación, siento íntimamente que tengo razón. La tradición de la guerra es masculina, pero el relato de su brutalidad, la fibra inaprensible de la experiencia, el carozo intransmisible de la herida, la huella imborrable de las consecuencias, es cosa de mujeres.