Cuando entramos en Fat City pareciera que alguien baja la luz del cuarto, que los sonidos se ahogan en la distancia, que la velocidad del mundo se ralentiza. Este hechizo se desprende de la cadencia de Leonard Gardner, que flota sobre las páginas, envuelve y hunde al lector en su ciudad, Stockton, una ciudad que puede ser un sótano o un subsuelo de la civilización.

Fat City es una expresión ampulosa, que habla de abundancia y algarabía, de una ciudad que lo tiene todo y lo ostenta. Stockton en los 50, la ciudad de la que Gardner era oriundo y conocía a la perfección, es la ironía desoladora de esa frase. Cercana a Los Ángeles, pero con nada de su glamour, la Stockton de Gardner es un territorio fértil en desolaciones, y para dar cuerpo a los detalles de una decadencia afianzada, nos narra las circunstancias de Billy Tully, un exboxeador que está a punto de cumplir 30 y siente que todavía le quedan un par de batallas por librar, Ernie Monger, un chico de 19 que ve algún futuro en el boxeo, y Ruben Luna, un entrenador cincuentón que se aferra a sus esperanzas, aun cuando no hay ningún motivo para tener esperanzas. Los tres encarnan, a su modo, y sin espectacularidades, formas del fracaso, formas tan humanas, tan sutiles y, como en Stoner de John William, tan íntimas, que el lector no puede más que conmoverse hasta astillarse.

“Se quedaba en silencio, muy quieto, oprimido por la certeza de que su vida menguaba, al igual que su juventud, echado junto a una mujer a la que nunca tendría que haber conocido, tan lejos ya del camino correcto, que se preguntaba, en pánico, si acaso no lo habría extraviado para siempre. No podía sentir amor, y la angustia de una existencia sin afecto le resultaba ahora mucho más intensa que cuando estaba solo. Antes, al menos tenía ilusiones; ahora, a pesar de algunas comodidades, sus únicas esperanzas estaban cifradas en una posible huida, y ni de eso se creía capaz”, es así que la voz del narrador, como un poeta triste que sobrevuela la ciudad y dice lo que ve con precisión melancólica y con una sequedad musical, nos hunde en la interioridad de Billy Tully, que se rompe la espalda trabajando en los campos, recolectando a veces cebollas, a veces nueces, por un pago miserable que apenas le alcanza para emborracharse en antros y trotar de motel en motel, dejando cuentas impagas por doquier, con el sueño de volver a pelear, volver a ganar y recuperar a su esposa, que lo dejó hace mucho y lo encadenó a una sensación, cada vez más corpórea, de la que no puede escapar: la certeza absoluta de que estaba acabado y de que su vida ya estaba malgastada.

Fat City es la primera y única novela de Leonard Gardner que todavía vive y que desde hace medio siglo afirma en sus entrevistas que está trabajando en su segunda novela. Publicada en 1969, narra los eventos ocurridos una década antes y no: de ninguna manera es una novela de box. Nadie, entusiasmado por la lectura, saldrá a entrenar ni ansiará subirse a un ring jamás. La miseria que mana de los personajes de Gardner es más grande que ellos mismos. Si bien cada cual hallará su modo de perderse, su modo de mentirse, de fracasar y de resistir, pareciera que existe en Stockton un halo opresivo que ensombrece y lleva a caminar en círculos por su propio patético abismo a cada uno de los habitantes.

En 1972, a poco de salida la novela, John Houston realiza una adaptación cinematográfica muy literal (prácticamente todas las escenas del libro llegan al cine, y en el mismo orden) en la que podemos ver, y sentir, la cansina niebla del agobio de las calles de Stockton que no produce, como la Derry de Stephen King, monstruos y asesinatos, sino una tristeza indecible que erosiona toda vitalidad y tiene a los habitantes desorientados como un boxeador borracho que ya perdió la pelea y que se tambalea porque nadie comete la piedad de darle el golpe de KO que necesita para poder dormir esa noche.

Mientras Billy Tully se extravía en nostalgias de un pasado glorioso que nunca terminó de comenzar, Ernie Monger no tiene nada pero tiene la fortaleza que da la ingenuidad de la juventud. Su entrenador, Ruben Luna, le tiene fe, y cree que puede llegar lejos, pero si algo abunda en Stockton son caminos para perderse, y el amor, que también es posible en el universo de Fat City, es una de las mejores maneras de arruinarse. Siguiendo a Ernie, Gardner desarrollará el amor de juventud, pero sin ninguna de las fantasías románticas concebibles. El territorio del amor es en Fat City el ansia de cuerpos aburridos que necesitan no mirar de frente al horror un rato, embarazos juveniles, matrimonios forzados, celos que reclaman una posesión que ni siquiera se desea, una violencia callada que aletarga y en el horizonte nada salvo más de lo mismo, renuncias, tedio y la tonta esperanza de huir, de empezar de nuevo, lejos, en otra parte. Leonard Gardner construye una feroz postal de vínculos sin rumbo, de personas solitarias y desesperadas que se aferran a un otro para no hundirse sin haberse percatado de que el otro ya venía en caída libre. Sin lugares comunes ni morbosidades de una cursilería rimbombante, Gardner es austero a la hora de componer imágenes banales de un inmenso dolor contenido y de brindarnos, en suma, una noción del amor sin amor, sino un mero durar junto a alguien que aprende a despreciarte.

Fat City es una rara obra maestra escrita por un treintañero que hoy tiene 89 años y que podría ser recogido como un Bartleby más para el catálogo de escritores que dejan de escribir que compuso Vila-Matas.Con diálogos que recuerdan a Stephen Dixon, con personajes que podrían emborracharse junto a personajes de John Fante o de Steinbeck mientras escuchan una de Tom Waits y callan una angustia existencial a lo Cormac McCarthy, Fat City es una pieza única, que conmueve y demuele a la vez y que ejecuta la proeza de abrazarnos junto a una angustia que, por ser dicha así, podemos llamar bella y sonreír mientras nuestro propio invierno, en muy poco diferente al de Billy Tully o Ernie Monger, crece.