El gobierno y los economistas adscriptos al liberalismo creen a pie juntilla en el libre cambio, la competencia, la apertura de la economía y el rol de la fuerzas del mercado, aunque no por eso siguen textualmente a Adam Smith. En su libro la Teoría de los sentimientos morales (1759) se encuentra un empleo distinto del concepto de la “mano invisible” al que todos suponen conocer. En ese libro, anterior a La riqueza de las naciones (1776) Smith comienza a formular problemas económicos donde refleja su pensamiento. Allí señala que los ricos propietarios rurales, empleando un ejército de domésticos destinados a servir sus caprichos, “son conducidos por una mano invisible” a redistribuir la riqueza que poseen, por supuesto la mayor parte a favor de ellos mismos. Nada que ver con la ley de la oferta y la demanda.
La teoría económica liberal tal como fue expuesta por los economistas clásicos, basada en la necesidad de terminar con el despotismo de las monarquías absolutas, los abusos de mercantilismo y del monopolio comercial no se elaboró en “una campana vacía” ni tenía objetivos puramente académicos. En este caso, se refería al poder económico de la aristocracia terrateniente inglesa, que Smith por supuesto critica porque defiende a la incipiente industria británica en plena revolución industrial. Y esa revolución supuso la creación de un mercado interno. Sólo cuando las transformaciones industriales con políticas proteccionistas permitieron a la industria inglesa ser competitiva a nivel mundial, el otro gran economista clásico David Ricardo expuso su teoría de las ventajas comparativas en 1818. Finalmente, en 1846 Gran Bretaña abandonó el proteccionismo y abrazó plenamente el libre cambio, que en su caso significó el sacrificio de su sector agroexportador en beneficio de las exportación de productos manufacturados de mayor valor agregado, que la convirtieron en la metrópoli industrial y económica del mundo.
Crisis
Teniendo en cuenta estas ideas veremos como la historia y la actualidad se unen y los temas que tocamos, aunque históricos, están presentes, guardando las distancias, en la actual coyuntura local: las crisis, la inflación, el endeudamiento externo y la economía agroexportadora. A contrario sensu de lo que pretenden ciertos economistas ortodoxos, en la Argentina las crisis económicas y financieras y los procesos inflacionarios no comenzaron con la industrialización y el llamado “populismo”, sino que estaban presentes en el período agroexportador y su principal origen fue el endeudamiento externo.
La gran dificultad en la economía abierta de la época agroexportadora consistía en que la emisión de dinero era dependiente de las fluctuaciones del balance de pagos, y la única forma de lograr algún tipo de estabilidad consistía en establecer un régimen de convertibilidad atándose al automatismo del patrón oro y al funcionamiento de una Caja de Conversión. Hoy diríamos al flujo de divisas extranjeras y a las políticas de ajuste consiguiente que permiten rentabilizar ese capital en su moneda de origen.
El sistema, sin embargo, terminó en todos los casos en serias crisis financieras: en 1873, 1885, 1890 y 1913. La reapertura de la Caja realizada por el presidente Alvear en 1927, finalizó en otro fracaso al sentirse los efectos de la crisis mundial de 1929. La base de este mecanismo era el oro que entraba o se pensaba que iba a entrar, por los empréstitos extranjeros.
En un país cuya economía estaba tan estrechamente ligada al desarrollo del comercio exterior y que no era productor de oro sólo podía tener una moneda convertible con un sector externo favorable que garantizara el pago de la deuda, lo que no iba a ser el caso. El peso de esos pagos sobre las exportaciones era demasiado grande y no existía un marco institucional sólido en el terreno financiero y bancario.
Para Raúl Prebisch, quien estudió largamente la cuestión en los años ‘20, las conversiones sólo resultaban –en sus propias palabras tomadas del “modernismo” poético de la época– “plantas de invernadero alimentadas con la savia inconstante del oro extranjero”. Como ocurrió en el fastuoso año del centenario donde la casi totalidad del pasivo se cubrió con nueva deuda.
Sin una industria nacional ni un mercado interno sólido, prevalecía la presencia de intereses poderosos, como los grandes productores agropecuarios y los exportadores, que preferían un papel moneda devaluado. La emisión monetaria y la inflación interna favorecían a esos grupos porque los precios de los productos que vendían al mundo aumentaban con la devaluación de la moneda, mientras los salarios y otros costos pagados con moneda nacional crecían en menor proporción.
En vez de impulsarse como en Inglaterra y luego en Estados Unidos un proceso de industrialización y un importante mercado interno que sentara las bases tecnológicas de una industria exportadora, la Argentina siempre dependió de la exportación de sus productos agropecuarios de menor valor en los mercados mundiales y de las políticas de aquellas potencias económicas. Por consiguiente del oro, la libra y el dólar, la expresión monetaria de esa subordinación. La más recientes crisis de 1981, la hiperinflación de 1989-1990 y la convertibilidad forzosa reprodujeron este esquema en la economía nacional y provocaron la más grave crisis de 2001.
Estancieros
Al contrario de lo que preveían en el primer centenario algunos de los dirigentes de entonces como Carlos Pellegrini, fundador del Club Industrial, la Argentina no terminó siendo los Estados Unidos del Sur. Un economista norteamericano dice que se asemejó más bien a los estados del sur derrotados en la guerra civil norteamericana y a su esquema de plantaciones y hacendados (dejemos de lado el término esclavistas) que aquí se tradujo en estancieros y latifundios.
Esos estancieros, ni aun aguzando el oído, escucharon el ruidoso concierto de la segunda revolución industrial que se produjo en Estados Unidos, creando allí una clase de ambiciosos empresarios alimentados por las innovaciones tecnológicas de los Edison y compañía. Hoy las principales exportaciones argentinas son pellets de soja no bienes de capital y productos manufacturados, que ahora debemos importar no sólo ya de Estados Unidos y Europa sino también de China.
Poner como ejemplo de una falsa industrialización el fracaso de numerosas pequeñas y medianas industrias vinculadas al mercado interno que apostaron a su recuperación por medio de sus propios trabajadores o de nacionalizaciones, y traer en su reemplazo a través de la inversión extranjera directa, como proclaman voceros mediáticos del gobierno, grandes corporaciones rentables y bien administradas que nos llevarían por el camino de la industrialización en serio, es como no ver un elefante en un bazar.
Extranjeros
Se olvida mencionar las políticas económicas neoliberales que afectaron la industrialización nacional y, sobre todo, que históricamente esas grandes corporaciones ya están radicadas aquí desde principios del siglo XX y nunca se interesaron en crear localmente nuevas tecnologías ni en transformarse en industrias de exportación (salvo los frigoríficos en su época dorada) sino fundamentalmente en aprovechar el mercado interno sin reinvertir aquí sus utilidades.
Así, por ejemplo, entre 1890 y 1931 entraron a la Argentina cerca de 150 compañías norteamericanas cuyo listado se extrae de los boletines oficiales de esos años si se toma el trabajo de examinarlos, incluyendo capital y fecha de fundación en el país. Compañías y empresas de todo tipo, todas de avanzada en su época y muchas aun ahora, automovilísticas, petroleras, frigoríficos, químicas, farmacéuticas, eléctricas, textiles, productoras de todo tipo de manufacturas y bienes de consumo, bancos y financieras.
Empresas que se sumaban a las mayoritarias británicas, por el peso de los ferrocarriles de esa nacionalidad; a las alemanas, belgas, francesas y de otros países europeos. Las compañías extranjeras propiamente industriales llegaban a representar en su conjunto más de la mitad de ese sector, cuya participación en el PIB en el período de oro de esas inversiones, 1925-1929, fue del 17,7 por ciento del PIB mientras que la del sector agropecuario constituían el 25,7 por ciento.
Los más importantes miembros de este último estuvieron distantes de ese capitalismo industrial. Por cierto la rentabilidad de sus campos era altísima, una renta diferencial a nivel internacional que no les hizo necesario invertir en capitales de riesgo, como los que podía implicar la industria. Fueron los mismos y riquísimos productores rurales de la pampa húmeda, abrochados a todos los gobiernos y socios de la Sociedad Rural, los que les cortaron las alas a la inversión extranjera directa en la depresión de los años ‘30, apostando por el Pacto Roca–Runciman, que favorecía a los grandes ganaderos y encendió las críticas de la Cámara de Comercio Argentino-Norteamericana.
Cualquier atisbo de cierta defensa, aun limitada, de las industrias y de un acercamiento a Estados Unidos que suponía impulsarlas, como el planteado en el plan económico de 1940 por Federico Pinedo, ministro de Hacienda y un reconocido liberal, fue rechazado por el Congreso en el marco de un gobierno de derecha. La industrialización posterior iniciada bajo el peronismo y continuada de una u otra manera por distintos gobiernos también tuvo el rechazo de esas fuerzas tradicionales.
Debemos aclarar, sin embargo, que aun en Estados Unidos muchas de las empresas que realizaron inversiones directas en el país, se fueron a la quiebra en su propia tierra como aquella de la que el presidente Wilson dijo “Si a General Motors le va bien a Estados Unidos también”. La GM es hoy una fábrica nacionalizada y recuperada, en parte en manos de los trabajadores a través de su sindicato. La crisis de 2008 mostró la fragilidad de grandes corporaciones de las que se aspira traigan sus capitales al país, desdibujando la potencia industrial del país del norte.
Endeudamiento
En tanto, las reformas neoliberales iniciadas en la década de 1970, y vueltas a la practica sin ese subterfugio por el gobierno de Macri, muestran un tipo de funcionamiento similar al del esquema agroexportador de fines del siglo XIX y comienzos del XX, dentro de una economía mundial cada vez más orientada al predominio de las finanzas sobre las actividades productivas.
La balanza de pagos determinada por los ciclos de las economías centrales, produce con sus desequilibrios procesos inflacionarios y repetidas crisis. La lúcida definición de Juan Bautista Alberdi, el verdadero autor de la constitución argentina y uno de los principales mentores del liberalismo local sigue siendo pertinente. Alberdi analizó en la Argentina, en términos financieros, los motivos de la crisis mundial que estalló en 1873. ¿Qué causa, qué circunstancia permite a la especulación disponer de los capitales que pierde por sus malos cálculos? -se preguntaba, y enseguida respondía: “la facilidad de disponer de capitales ajenos”.
El remedio, antes como ahora, es peor que la enfermedad: las causas principales de las inflación y de las crisis fueron y son, el endeudamiento externo, la regresiva distribución del ingreso y el achicamiento del mercado interno, las grandes fluctuaciones de valor de los bienes primarios exportados, la fuga de capitales y una economía dolarizada dependiente del juego de las grandes potencias económicas y de la globalización financiera.
La solución no vendrá, como no vino en el pasado, de las inversiones productivas de grandes corporaciones, y en el escenario económico mundial predomina el capital financiero, que sólo se rentabiliza con el endeudamiento externo y procesos inflacionarios de países como la Argentina.
Nuestras opciones no son ni la economía casino de la que hablaba Keynes ni la ruleta rusa. Un país que puede alimentar 600 millones de habitantes en el mundo tiene por delante el potencial necesario para una ardua tarea: elegir un sendero de desarrollo económico y social diferente de este oscuro presente que le permita eliminar completamente la pobreza, dar trabajo y una sociedad más justa y equitativa a todos sus ciudadanos y, sobre todo, liderar su propio destino.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.