Hay un montón de respuestas posibles cuando me preguntan por qué lo quiero tanto a Maxi Rodríguez. Porque hay algunas cosas que, por sí solas, alcanzarían para que el tipo ocupe un lugar de privilegio en el corazón de cualquier hincha. El campeonato con Newell’s en 2013. El gol agónico a Central, para ganarle un clásico en el minuto 93 en Arroyito. El inolvidable gol a México en el mundial 2006. El penal a Holanda para pasar a la final en Brasil. Pero mi respuesta rápida, la que me sale sin pensar, es que lo quiero por su coraje. Por su lealtad. Porque lo que ganó mi afecto para siempre fue que dejó que el corazón le ganara la batalla a la razón cuando más lo necesitábamos. En un momento top de su carrera, en la batalla entre el hincha y el jugador profesional, el más hincha de los jugadores, el mejor jugador de entre los hinchas, dejó que ganara el corazón.
Y el corazón, claro, habló en rojo y negro.
Ahora que la historia está escrita todo parece lejano y se vuelve parte de la leyenda, pero yo me acuerdo de aquellos días del 2012 en que mirábamos con aprensión la tabla del promedio. Porque lo cierto es que arrancábamos el torneo en el último lugar, y el descenso más que una amenaza parecía una condena escrita de antemano. Ya había vuelto el Tata para hacerse cargo del equipo, pero el desafío era tremendo. Ahí abajo se abría el peor de los abismos. Todas las conversaciones entre hinchas de Newell’s por aquellos días, todas las sobremesas en los asados, todas las participaciones en foros, grupos de chat, redes sociales, tenían que hacerse con una calculadora en la mano. Porque no hacíamos otra cosa que sacar cuentas contra el miedo.
Ahora pienso que, si alguien nos hubiera dicho en esos días que a miles de kilómetros de ahí había un tipo que jugaba en una de las mejores ligas del mundo y que estaba armando las valijas para venir a ponerle el pecho a las cosas, nos hubiéramos ido a dormir más tranquilos. Pero cómo íbamos a saberlo. Cómo íbamos a soñar siquiera con eso.
Lo de Maxi había empezado como un rumor. Llevaba una década consolidado como jugador de élite en Europa. Venía de ser campeón de la Copa de la Liga con el Liverpool, con 17 goles en la temporada, después de haber tenido pasos exitosos por el Espanyol de Barcelona, primero, y por el Atlético de Madrid después. También era un jugador consolidado en la selección nacional, donde había obtenido el Mundial Sub20 y participado en los mundiales de 2006 y 2010. De modo que muchos lo descartaban rápidamente, porque se trataba de un jugador en el apogeo de su carrera, en uno de los equipos más importantes del mundo, en una de las ligas más poderosas. Le quedaba un año de contrato y el club tenía intenciones de ofrecerle la renovación por un par de años más.
Pero era Maxi. El enfermo de lepra. El pibe de rulitos que andaba con camisetas rojinegras que le quedaban enormes. El nene que pateaba en Malvinas. El que le hacía caso a su abuelo Pichi para animarse a patear de zurda y abrazar, tantos años antes, la osadía que un día se iba a transformar en gol épico en un mundial. El que salió a jugar una final de inferiores en el Gigante de Arroyito con la cabeza pintada de rojinegro y dio la vuelta. El que no se quiso sacar una foto con una camiseta alternativa del Atlético de Madrid porque se parecía mucho a la camiseta de Central, y se puso la rojinegra debajo cuando no le quedó otra que usarla para jugar un partido.
Hay una anécdota vieja que lo pinta de cuerpo entero. Corría el año 2004, y Newell’s definía el campeonato en cancha de Independiente, en Avellaneda. Maxi no estaba ahí: había emigrado a Europa un par de temporadas antes. Estaba a miles de kilómetros de distancia, a punto de jugar un partido con el Espanyol. Dicen, entonces, que se puso una remera blanca con el escudo de Newell’s; que le iba preguntando a un periodista que estaba al borde del campo de juego por el resultado de su lepra allá en Argentina; que al final del partido se sacó la del Espanyol para celebrar el campeonato de Newell’s mostrando la remera con el escudo.
Hay distintos tipos de jugadores. Hay algunos para los que el club del que salieron es como una puerta de Ezeiza, eso que hay que atravesar para llegar a Europa. Hay otros que salen de las inferiores de un equipo y el club pasa a ser un recuerdo grato, una memoria cálida en la foto de la nostalgia. Hay quienes lo llevan tatuado en la piel, siempre está ahí, a veces ven la camiseta en algún lado y eso le despierta algo cálido en un rincón del corazón. Pero siguen adelante. Y no está mal. No está mal. Nada de todo eso está mal.
Pero hay otros que no pueden dejar de mirar de reojo para atrás. Una clase de jugador que se va sabiendo que va a volver, y que nunca desarma del todo el bolsito con la camiseta de Newell’s. Lo lleva a todos lados, como si todo el tiempo estuviera a punto de regresar. Uno que no deja nunca de ser un leproso que está en otra parte.
Eso es Maxi, de algún modo. Uno de nuestros más fieles embajadores. El tipo que nunca se fue. El hincha que llevaba la camiseta leprosa por el mundo, tatuada en el corazón, debajo de cualquier otra camiseta temporal que defendiera. El que siempre supo que la casa de uno está donde está el corazón, y el corazón de Maxi es mitad rojo y mitad negro y late para siempre en el parque Independencia.
Ese es el famoso Maxi que volvió a la lepra para ser campeón, le cantábamos. Creo que ni nosotros lo creíamos de verdad. Pero en esos días descubrimos, con alivio, con alegría, con ilusión, que era para siempre de los nuestros, de los que llevamos a Newell’s en el corazón y en la valija allá donde vayamos.
Cuesta explicar cuánto nos alegró la vida verlo otra vez con la rojinegra. Cuesta entender la felicidad propia y ajena que nos produjo verlo cumplir ese sueño que era de él y era de todos, alzando una copa con la camiseta que nos une. Cuesta encontrar las palabras para contar los días que estaban por venir. De qué forma todo eso que empezó a tomar forma con esa vuelta nos salvó del espanto, del dolor, del vacío. Cómo él y ese equipo nos ayudaron a encontrar la brújula cuando estábamos más perdidos que nunca. Cómo nos hizo felices de una forma tan inmensa, tan eterna, tan nuestra.
Cómo no lo íbamos a llorar cuando se retiró. Cómo no íbamos a ir a abrazarlo, ahora, en esta última fiesta.