El 16 de junio de 1904 James Joyce conoció en la calle a quien sería la compañera de toda su vida, Nora Barnacle. Dieciocho años más tarde ambientaría en esa fecha el Ulysses en el que, según es fama, narra el periplo de Leopold Bloom por todo Dublín durante aquel día azaroso -el Blommsday- mientras es atormentado por la certeza de que su mujer, Molly, está con un amante. La novela, que Borges consideró tan prodigiosa como de difícil, sino imposible lectura, obró un milagro en la literatura en lengua inglesa; su influjo no demorará en hacerse extensivo a todas las literaturas occidentales. Más que una revolución en las letras modernas, fue una conflagración en la que se fundieron todos los conceptos que hasta entonces se tenían sobre la creación literaria.
En la primera página del número 6 de Proa, de 1925, Borges se jactaba de ser “el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”. Mentía. Su amigo, mentor y, por lo demás, director de la revista, Ricardo Güiraldes, aún no ungido por la fama que al año siguiente le depararía la publicación de Don Segundo Sombra, no solo era quien le había prestado el ejemplar del Ulysses sino que había tenido una particular participación en su edición.
Criado entre Montparnasse y la estancia paterna en San Antonio de Areco –“entre el s’il vous plait y el ahijuna”, como dirá Horacio Ferrer– Güiraldes circulaba con displicencia por los salones parisinos donde, con su voz melodiosa, acompañándose con su guitarra, introdujo el tango, llegando a inspirar un par de escenas al mismísimo Marcel Proust. Además de dilapidar la fortuna paterna en el Moulin Rouge durante su juventud de niño bien junto a otros miembros del patriciado argentino, tentando a su destino literario Güiraldes frecuentaba la librería de Adrienne Monnier, epicentro de la cultura letrada de la rive gauche, adonde fuera conducido por su entrañable amigo Valery Larbaud. Allí no es improbable que se cruzara –aunque presumiblemente sin mayores resultados, dada la ponderada reticencia con que ambos modulaban la relación con sus pares- con Proust. Sí, con seguridad, trató a James Joyce, de quien Larbaud supervisaba en ese momento la traducción del Ulysses al francés, así como a André Gide, a Francis de Miomandre –quien vertería Don Segundo Sombra para la N.R.F- a Jules Supervielle, al que invitará a pasar largas temporadas en su estancia, y al insigne poeta Saint-John Perse, que pronto obtendría el Nobel de Literatura. Debido a ello es por lo cual Borges, que en diversas ocasiones se referirá a Joyce, tuvo el raro honor de leer Ulysses de la primera edición, del cual vertió la última página, no sin tomarse airados atrevimientos propios de su genio.
Considerada una de las obras más difíciles de verter por su lengua endiablada, los acertijos, galimatías y trampas infinitas que extreman y agotan los recursos literarios, el libro conoció hasta ahora -caso único en el mundo- cuatro versiones en nuestro país. Su rareza produce -reclama- lectores peculiares. Y esa clase especial de lectores que son los traductores, no menos extraños.
El primer traductor del Ulysses al castellano, José Salas Subirat, que fue publicado por Santiago Rueda en 1945, era vendedor de seguros; y si bien dominaba el inglés, aunque su traducción no es muy apreciada, se puede decir que lo aprendió traduciendo -versionando- al genio irlandés. Sin saberlo, primereó al equipo de notables que Victoria Ocampo había convocado para llevar adelante la labor, presidida sin mucho ahínco por Borges, que, aunque se burló de la versión de Salas, se sintió aliviado de semejante compromiso. El último, Marcelo Zabaloy, es electricista en la Coca Cola en Bahía Blanca y orgulloso traductor autodidacta. También de él se podría decir que aprendió, y cómo, a traducir, y a escribir, versionando a Joyce. Su lengua procede de su lectura; su audacia no reconoce límites: tradujo no solo el Ulysses sino, más increíble aún, el Finnegan's Wake, que realizó ayudado por su editor, el erudito Edgardo Russo.
Zabaloy es un tipo enorme que supo jugar al rugby -otra pasión bahiense. Extremadamente reservado, de hablar conciso y escueto, posee una mirada intensa en la que es no es difícil adivinar el don que lo posee: una concentración precisa e implacable. De grande, según refiere en algún reportaje, le entró la necesidad de perfeccionar su inglés. Durante un viaje que hizo a Estados Unidos enviado por la empresa entró a una librería y preguntó por el libro más difícil. Diez años más tarde buscó infructuosamente que alguna editorial publicara su trabajo; nadie se lo tomaba en serio. Salvo Russo, que, admirado, comenzó la revisión que derivó en la publicación del libro.
La meticulosidad de su trabajo se puede medir en esta observación: “No sé de ninguna otra traducción de ninguna obra en ningún idioma cuya traducción resulte en el mismo número de páginas que el original. Las 628 páginas de la edición de Faber & Faber de 1939 resultan 628 páginas en la edición de El cuenco de plata de 2015”. sin embargo, no quedó allí la cosa. Más bien, empezó otra aventura para Zabaloy. Pues entregó al año siguiente su Finnegan's Wake, obra considerada francamente intraducible. Y como si eso no fuera suficiente, inspirado por los desafíos casi insalvables del OULIPO, el Obrador de Literatura Potencial de Raymond Queneau y George Perec, acometió, como quien no quiere la cosa, la reescritura de su propia versión del Ulysses. Pero lo hizo eludiendo -prohibiéndose- el uso de la letra A. Para que no se confundiera con su anterior versión, lo tituló Odiseo, y lo dio a conocer en su propia editorial, HC ediciones.
Zabaloy ha referido que para divertirse escribió novelas sin la A y sin la E, e incluso tradujo la novela La disparition, de Perec, la primera en ser escrita con lipograma, es decir, sin una letra. Pero se animó a encarar su Odiseo cuando recibió “la negativa de Anagrama de considerar sus dos traducciones de La disparition. Los que la tradujeron al castellano ─cinco lingüistas catalanes que recibieron un premio a la traducción de unos cuantos euros─ arguyeron que en castellano lo verdaderamente difícil, virtualmente imposible, agregaron, era escribir sin la A, no sin la E. Mentira. No podían desconocer que lo difícil era escribir sin E, lo mismo que en francés”. Eludiendo la A pero sin omitir una sola palabra del texto original -“Ni una sola”, enfatiza- dio su propia versión, naturalmente exitosa. En esa senda piensa dar a conocer “un libro que reseña la obra de César Aira pero en clave lipogramática, como Odiseo, todo sin A, donde Aira es Ese célebre escritor pringlense”.
Pero su producción joyceana no se detuvo allí. Publicó El Ulises de Joyce en 24′ 30′' (HC Editores), con ilustraciones de Mariano Lucano -una condensación increíble del texto, que, según anuncia en la introducción, puede leerse en menos de media hora. “Un lector porteño, el arquetipo del Lector Perezoso que quiere estar al tanto de todo y no quiere quedar excluido de las conversaciones entre los lectores supuestamente menos perezosos que él, puede empezar a leer este libro en el tren o el colectivo, por ejemplo, tomar el 152 en México y Paseo Colón y descender en Puente Saavedra, con el libro completamente leído, de pe a pa”.
Marcelo Zabaloy ocupa un lugar único en la historia de los efectos que el texto joyceano ha producido. Pero cabe decir que tuvo un antecedente notorio, también bonaerense, el de Mario Teruggi.
Oriundo de Dolores, Teruggi fue un científico de fama internacional. Especializado en geología -la Universidad de Harvard bautizó un mineral con su nombre- ocupó cargos como la dirección del Museo Argentino de Ciencias Naturales y de la Facultad de Ciencias Naturales. Vivió en La Plata durante gran parte de su vida, donde fue profesor, decano, y ejerció un magisterio notorio en su área. Pero donde también destacó con pareja experticia, como si de una vida paralela se tratara, fue en la escritura e investigación literaria. Escribió ocho novelas, y se especializó en dos temas que le ocuparían décadas de trabajo intelectual. El lunfardo -su Panorama, de 1974, es obra fundamental- y el estudio del Finnegan's Wake, el libro que el propio Joyce llamaba “mi obra maldita”.
El Finnegan's Wake por dentro, publicado en 1995, cuando contaba 76 años -fallecería en 2002-, es un estudio exhaustivo del texto que, escrito en 40 idiomas entrelazados, mezclados, abstrusos, requieren un lector cautivo, especializado. Pieza mayor de la exégesis joyceana, debido a la dificultad que plantea no ha recibido aún el reconocimiento que merece. Por lo demás, cabe recordar que la tragedia argentina se cernió a la vida de Mario Teruggi: su hija, Diana Teruggi de Mariani, militante montonera, fue asesinada en el ataque comandado por Camps y Etchecolatz en la que Laura Alcoba llamaría La casa de los conejos, de calle 30 nº 1134. De allí su bebé, Clara Anahí Mariani, fue secuestrada y apropiada, y aún continúa privada de su identidad (Su abuela Chicha fue la iniciadora de la búsqueda por parte de Abuelas). En ese episodio cayó combatiendo mi amigo Juan Carlos Peiris, el colorado, cuyo cuerpo continúa desaparecido.
En la estancia de los Güiraldes, en Areco, está el ejemplar del Ulysses, la edición limitada publicada bajo suscripción por Silvia Beach en París, en 1922. Con su venta se financió la edición popular que le granjeó la censura y la fama. Según el colofón ese ejemplar, custodiado bajo siete llaves, lleva el número uno. (Sir Winston Churchill, que despreciaba la Irlanda irredenta y obtuvo el Nobel de Literatura que le fuera negado a Joyce, tenía el número 11). En Areco la mayoría de los gauchos son de origen irlandés. Criadores de ovejas, se subieron al caballo criollo al emigrar a las pampas argentinas tras la peste de la papa hacia 1840. La renta agraria producida por los rudos campesinos irlandeses de la diáspora transmutados en gauchos permitió que exista la obra mayor de la literatura en lengua inglesa contemporánea.