Todas las noches, antes de disponerme a dormir, le converso un rato a mi novio. Ya a oscuras, suelo referirme a la jornada, hablar sobre el porvenir o simplemente sacar tema para evitar que se acabe el día. Soy una suerte de comentarista nocturna, algo que él, que es normal y de noche tiene sueño, no aprecia demasiado. En general, por gentileza, dice “jmm” o “ahh” mientras se va quedando dormido y yo termino hablando sola. Pero la otra noche, en lugar de murmurar desde el más allá, mi novio exclamó: “Ana por favor, qué estás diciendo, no entiendo nada”.

Entonces repasé mis palabras. Había hablado sobre el hijo de una conocida que creo que es albino pero no estoy segura. En el caso de no ser albino es inexplicable que sea tan claro porque sus dos padres son muy morochos. Formulé mi duda acerca de si ser albino es un tema tabú o no. Si se le puede preguntar a una persona si su hijo es albino o hay que decir nomás: ay mirá qué rubio. O callarse la boca. Luego le dije que quería ir a un restorán de comida africana que queda cerca de casa. Es de un senegalés. Ahí meché algo sobre los albinos negros, que en realidad son blancos. En África los persiguen y los matan. ¿O es un mito? Y a modo de cierre le pregunté si estaba al tanto de que adentro de Alf había un actor enano. Iba a seguir pero ahí fue cuando mi novio se sacudió el sueño para interpelarme. Prendió la luz. Me quedó mirando. Y yo me di cuenta del dislate: todo el contenido de mi monólogo había salido de Facebook. Era parte de lo que había consumido hasta hacía pocas horas en la red social. La foto del hijo de un conocido al que no veo hace diez años, la publicidad de la comida africana, el artículo sobre el enano de Alf. Y era tan solo un ínfimo porcentaje de mi bullicio mental.

Creo que estoy en problemas. Desde que trabajo en mi casa y no veo mucha gente, cada vez me cuesta más separar mi vida real de la virtual. Me río, me indigno, comento, miro fotos –muchas– de personas que no sé quiénes son. Es posible que haya reemplazado la enajenación de la cablera de noticias de la redacción en la que trabajaba por el timeline de Facebook. Tengo la capacidad de atención de una mosca enferma pero me quedo enganchada. Patrullo la red social. El otro día, por ejemplo, mientras caminaba por la calle me di cuenta que estaba pensando en un contacto de Facebook. No es un amigo mío en la vida real. Nunca la vi personalmente. Pero cada vez que lo leo me fastidia. Es alguien que quiere quedar bien todo el tiempo. Para eso se creó un personaje insoportable: se la pasa publicando fotos de lo que cocina y de lo que lee, y de la música que escucha y comentando sobre lo bien que la pasa en su casa, y de las hierbas de su balcón. Y los placeres de la vida. Y yo la verdad es que no le creo nada. Hay gente a la que sí le creo, e incluso envidio. Pero él me parece un impostor. Me explico: no dudo de que haga todas esa cosas (cocinar, escuchar música, etcétera) sólo que creo que no se la pasa tan bien como nos quiere hacer ver. Incluso creo que las hace solamente para postearlas. Digamos que es un efectista del Facebook, una categoría un tanto redundante que me inventé hace un tiempo y que habla más de mi precaria salud mental que de la red social. Pero no importa. El tema es que el otro día mientras caminaba por el mundo real –cagándome de frío, que es a lo que me dedico últimamente– sorprendí a mi mente pensando en ella. Y preguntándome qué haría mi contacto antes de la existencia de Facebook. ¿Cómo construiría la imagen de sí mismo? ¿Llamaría por teléfono a algún amigo-conocido para comentarle que se estaba por prepapar un risotto al funghi con remolachitas bebés remojadas en jerez? ¿Iría a un bar y le contaría al de la barra sobre sus lecturas y sus glorias? En serio. ¿Cómo era la vida de este tipo antes de la vidriera? Y a todo esto: ¿cómo era la mía? ¿Veía a más personas? ¿Espiaba a mis vecinos? ¿Tenía mayor capacidad de concentración? ¿Hablaba y pensaba más coherentemente? La reflexión se interrumpió cuando llegué a la pollería. Uno de los vendedores, un hombre viejo, flaquito, claramente golpeado por la vida, sonreía con pocos dientes y cantaba enajenado una canción de Michael Jackson que sonaba en la radio. Esa que dice que hay que curar al mundo, hacerlo un mejor lugar, para ti y para mí, y para toda la raza humana. El viejo pronunciaba muy bien su inglés. Estaba rodeado de pollos pálidos y cantaba la canción de un negro albino. La imagen era tan enternecedora como inquietante. Algo perfecto para postear en Facebook.