“La matemática pura es, a su manera, la poesía de las ideas lógicas”, declaró alguna vez Albert Einstein, no tanto una sentencia categórica o teoría razonada luego de años de prueba y error como una hipótesis elegante sobre la posibilidad de la abstracción como uno de los dones más virtuosos que todo ser humano es capaz de cultivar. El realizador estadounidense James Benning, nacido en Milwaukee en 1942 y uno de los nombres contemporáneos más relevantes en el terreno de aquello que suele llamarse “cine experimental”, no podría estar más de acuerdo con esa aseveración. La totalidad de su obra, que incluye más de sesenta títulos entre cortos, medios y largometrajes realizados entre comienzos de los años 70 y la actualidad, parece llevar la lógica del registro audiovisual de aquello que nos rodea al terreno de la abstracción –y, consecuentemente, al de la poesía– partiendo de la paciente observación a través del lente de su cámara y la sensibilidad de su micrófono. Y de un método riguroso, pero relativamente flexible. En el documental James Benning: Circling the Image, dirigido en 2003 por el alemán Reinhard Wulf, el realizador afirma que, en sus películas, compuestas usualmente por extensos planos fijos de “paisajes” (sean estos salvajes o urbanos, tanto la plácida superficie de un lago como los convulsionados carriles de una autopista interestatal), “si se mira algo durante el tiempo necesario, el cerebro funciona de tal manera que necesita encontrarle un sentido. Y el sentido más sencillo es el narrativo, tratar de poner una historia en esa imagen. Eso me interesa, pero espero que los espectadores vayan un poco más allá y encuentren cierta esencia en las imágenes, algo que no es necesariamente narrativo.” Gracias a la constante yuxtaposición de temporalidades en la que transita nuestra existencia, cuando estás líneas lleguen a la imprenta Benning estará volando de regreso a su país. Pero el director de la celebrada Trilogía de California, integrada por El Valley Centro (1999), Los (2001), y Sogobi (2002), estuvo de visita en Buenos Aires durante la última semana, atareado en el dictado de un par de clases magistrales en la Universidad Torcuato Di Tella y una charla abierta en el Museo Nacional de Bellas Artes, previa proyección de uno de sus últimos trabajos, Measuring Change, film que, “de alguna manera, complementa el anterior Casting a Glance (2007): está integrado por dos planos, tomados el mismo día, de la escultura Spiral Jetty, de Robert Smithson, emplazada en Utah, en los alrededores del Gran Lado Salado”, según su propia descripción. Y si bien no recuerda el número con exactitud, calcula que ya es la tercera vez que visita la Argentina, donde posee un fiel grupo de admiradores de sus películas, muchas de las cuales han sido exhibidas en sucesivas ediciones del Bafici.
En 13 Lakes (2004), trece planos –de unos diez minutos de duración aproximada cada uno– de trece lagos repartidos a lo largo y ancho del territorio de los Estados Unidos permiten descubrir los sutiles o brutales cambios de luz en la superficie del agua y las cambiantes formas de algunas nubes pasajeras, como así también las diferentes cualidades sonoras de cada uno de esos espejos de agua, dependiendo de su relación con la arena, tierra, piedras o construcciones humanas que los circundan. A pesar de esta descripción, que no puede sino ser superficial, el film es mucho más que ver pintura secarse en tiempo real. Pero precisamente por no formar parte del universo narrativo, el modelo imperante desde el nacimiento de la industria cinematográfica a comienzos del siglo XX, su filmografía es usualmente etiquetada dentro del molde del “cine experimental”. Pero ¿cuánto de experimental puede haber en las imágenes de un museo de ciencias naturales y sus hieráticos habitantes o en un plano del Gran Cañon del Colorado tomado a esa hora en la cual las sombras comienzan a ganarle terreno a los destellos anaranjados? “No me gusta mucho ese término, ‘experimental’, incluso para las películas experimentales, porque parecería que el director no sabe lo que está haciendo”, afirma categóricamente James Benning. “Suena como si estuvieran haciendo un experimento y creo que es exactamente lo contrario. Zorns Lemma (1970), de Hollis Frampton, o Wavelengh (1967), de Michael Snow, son películas muy pensadas desde un punto de vista conceptual y de ninguna manera un experimento en el que nadie sabía dónde se iba a terminar. Pero la categoría existe, se utiliza y hay que lidiar con ella. Mis películas son usualmente llamadas de esa forma, aunque no creo que haya nada experimental en ellas”.
La raíz cuadrada de dos
Tampoco sería preciso describir los procesos visuales y sonoros de American Dreams: Lost and Found (1984) o One Way Boogie Woogie (1977) –dos de los títulos más celebrados en la carrera de Benning– como primitivos, aunque el realizador está completamente de acuerdo con la idea de que su obra regresa a ciertas fuentes, al cine observacional de los hermanos Louis y Auguste Lumière y otros pioneros en los albores de las imágenes en movimiento. “Observación, así es. Y esa idea de mostrarle al espectador cierta realidad en un cuarto oscuro. Esa anécdota del tren llegando a la estación y la gente corriendo asustada, que nunca me creí, resulta apropiada para describir el proceso. Creo que el cine narrativo llegó demasiado temprano en la historia y detuvo cualquier otra clase de consideración acerca del cine. De alguna manera, los logros de David Griffith –el montaje paralelo, la manipulación del drama– arruinaron las posibilidades del cine de ir en otras direcciones, de acercarse a otras cosas que el cine es capaz de hacer, como reconstruir la realidad”. Esa realidad registrada por la cámara de Benning es, salvo excepciones como la citada Natural History –filmada en las entrañas del Museo de Historia Natural de Viena–, una realidad de exteriores, de ambientes abiertos capaces de ofrecer un vislumbre del infinito o, por el contrario, adoptar formas compactas, incluso claustrofóbicas. Y si bien su cine no es político en un sentido frontal, la interacción del ser humano con el ambiente y sus congéneres atraviesa toda su filmografía de punta a punta. “La Historia está escrita en el paisaje y muchas veces sin preocuparse demasiado por él. Al filmar 13 Lakes pensaba que esos lagos no iban a ser destruidos por el hombre. El hombre podrá destruir la ecología y matar a los peces e incluso nosotros podemos morir, pero a largo plazo esos lagos sobrevivirán. Hay una gran falta de preocupación por el tema ambiental que he sentido muchas veces al filmar mis películas. Luego, por supuesto, como me ocurrió al rodar Deseret (1995), soy muy consciente de los diferentes niveles de historia grabados en el paisaje: petroglifos y pictogramas hechos por nativos americanos hace dos mil años yuxtapuestos a grafitis de mormones o un grafiti nuevo de algún hípster.”
Es fuerte la tentación de ver las películas de Benning, al menos en parte, como una continuación de las artes de aquellos pintores paisajistas de tiempos pretéritos, reemplazados en el siglo XIX por los fotógrafos “naturales”. Pero el realizador cree que, “si bien es posible hacer algunas conexiones con esa tradición, creo que mis películas están más cerca del cálculo, de medir los cambios respecto del tiempo. Eso no puede mostrarse en una imagen fija, a menos que se trate de una serie de fotografías o de pinturas, pero ni siquiera eso puede ser del todo adecuado, porque, aunque estén tomadas o pintadas en los momentos ideales, se perderían las sutilezas de las transiciones”. ¿Quizás el fotógrafo inglés Eadweard Muybridge, fotógrafo paisajista famoso por sus series de fotografías descriptivas del movimiento de los cuerpos humanos y animales, sea lo más cercano a esa idea antes de la invención del cine? “Si, es un buen ejemplo, porque al observar las series de imágenes de Muybridge –dependiendo si se hace de manera individual o intentando reconstruir el movimiento– es posible tener una idea del tiempo en sus diferentes acepciones. Einstein solía decir que el tiempo es solamente una construcción, aunque muy persistente. Así que es muy difícil creer que el tiempo no existe”. La referencia al autor de las dos teorías de la relatividad no es casual: además de jugar al basquetbol durante su infancia y juventud –elemento que se ve reflejado en el reciente documental de Gabe Klinger Double Play: James Benning and Richard Linklater (2013)–, el futuro artista recibió una licenciatura en ciencias matemáticas en la Universidad de Wisconsin antes de hacerse de la cámara 16mm que lo acompañaría durante casi cuatro décadas. “He leído cosas que se han escrito sobre mí y la relación con las matemáticas y suelen dar ejemplos de aritmética ligados a los títulos de mis películas (como 13 Lakes, Twenty Cigarettes o Ten Skies) o la duración de los planos. Y eso difícilmente sea una definición de las matemáticas. Es cierto que he estructurado algunos films siguiendo ciertas reglas; por ejemplo, la duración de los planos de Natural History está planteada a partir de los dígitos de ð, el número pi, lo cual da como resultado una extraña aleatoriedad que nunca había intentado hacer antes. Fue casi un juego con el montaje basado en mi fascinación por los números irracionales. Pero creo que la principal manera en la cual la matemática afecta la manera en la que hago mis películas tiene que ver con la comprensión de que hay maneras elegantes de demostrar ciertos conceptos, como la demostración de que la raíz cuadrada de dos es uno de los catetos de un triángulo rectángulo. Esa elegancia es la que busco cuando hago una película, hallar la solución más simple y elegante para un problema”.
Observar y escuchar
En Circling the Image puede verse a James Benning preparando minuciosamente la cámara y el equipo de audio, buscar con eterna paciencia el ángulo adecuado para el encuadre, esperar el momento preciso en el cual la luz es reflejada según sus intenciones creativas y, recién ahí, comenzar a registrar las imágenes y sonidos que terminarán formando parte de alguno de sus proyectos. Pero antes de eso, un simple gesto con los dedos permite crear un recuadro artificial, un marco digital (en el sentido etimológico de la palabra), mientras que otro movimiento con ambas manos, acercados en forma de paneles cóncavo a los oídos, facilita la llegada de los sonidos circundantes. Observar y escuchar es, según sus palabras, lo más importante a la hora de definir el contenido y la forma de una película. Y moverse. Viajar. Benning no tiene colaboradores: él mismo filma, hace el sonido y edita sus películas, todas ellas –salvo dos o tres excepciones– rodadas en los Estados Unidos. A bordo de su auto en busca de locaciones, en la ruta, durmiendo en moteles que parecen la quintaesencia de eso que suele llamarse Americana, Benning describe su país como “un paisaje siempre cambiante. Y con culturas cambiantes. Se tiene esa impresión de que la estadounidense es una cultura monolítica, descripta por Hollywood o delineada por la ciudad de Nueva York. Pero lo cierto es que todas las ciudades y pueblos, los medianos, los pequeños y los escondidos, son completamente diferentes. Muchos de esos lugares han sido olvidados y el Partido Demócrata, que ha sido el principal impulsor de la clase trabajadora, le ha dado completamente la espalda a esa parte de su distrito electoral. Creo que por eso tenemos actualmente este lío, esta falta de comprensión. Y a Trump”. Desde hace algunos años, la compañera del alma de Benning, su cámara Bolex de 16mm, que lo supo acompañar durante tantas rutas y films, ha sido reemplazada por una cámara digital de alta definición. Las razones son, nuevamente, lógicas. Y las razones detrás de las razones, poéticas. “Tuve el privilegio de trabajar en un formato analógico por 37 años antes de pasarme al soporte digital. Y como trabajar con material fílmico es caro y hay limitaciones temporales he desarrollado una disciplina de frugalidad en el rodaje, de mucha planificación. Afortunadamente, fui lo suficientemente abierto para aceptar los cambios. Creo que traje esa disciplina al rodaje en digital y, a pesar de que ahora puedo hacer planos de cuatro o cinco horas, estoy haciendo muchas películas breves, lo cual es un poco irónico. Puedo experimentar más, hacer trabajos más extensos y más cortos. La tecnología ha mejorado y las imágenes son más precisas. Claro que a la gente le sigue gustando la imagen analógica, en parte por una cuestión nostálgica. Cada nuevo formato ideado para hacer imágenes ha reemplazado al anterior y siempre es más ‘real’: el blanco y negro solía ser el estándar realista y las primeras películas en colores eran como caramelos visuales, pero cuando el color lo reemplazó se convirtió en la realidad misma y el blanco y negro en algo surrealista, onírico. Creo que eso mismo pasa ahora con el fílmico y el digital”.