No es ácido en la cara de una mujer para hacerle ver toda la vida el espanto en que se convirtió, sino que son formas de violencia sutilmente degradantes: como, por dar un ejemplo, negar el acceso de las mujeres a lugares claves hasta naturalizar la idea de que son menos capaces. O que ocupan un lugar subalterno en el canon de la Historia del Arte –y en el panteón sagrado de grandes creadores– porque se lo merecen. Hoy, los artistas hombres tienen una mayor representación que las mujeres en museos, galerías y colecciones privadas; sus obras son más cotizadas, y los premios y honores más jugosos del mundo del arte están en sus manos. Una recorrida por el primer piso del Museo Nacional de Bellas Artes es representativa de esta asimetría: de las 225 obras expuestas de la colección permanente de arte argentino y latinoamericano del siglo XX, sólo un 6 por ciento pertenecen a artistas mujeres.
Radar les consultó a Nicola Costantino, Claudia Fontes, Ana Gallardo y Marcia Schvartz, grandes artistas argentinas, y a la historiadora del arte y curadora Andrea Giunta, que en este momento está ultimando detalles del libro que publicará próximamente sobre emancipación de los cuerpos, género, feminismo y política en el arte de América latina (por editorial Siglo XXI), cuáles son los principales problemas a los que se enfrentan las artistas en nuestra sociedad.
Esa mirada
Para Andrea Giunta, si bien hay una mirada femenina en el arte –en la forma de abordar la obra, en la mirada, en aspectos conceptuales–, esta no corresponde necesariamente a los sujetos a los que los sistemas de identificación de la administración utilizan para dividir a los ciudadanos en hombres y mujeres. “Culturalmente diferenciamos y construimos la oposición varones/mujeres; asignamos rasgos femeninos y masculinos a comportamientos, gustos, sensibilidades”, señala. Un varón puede hacer una obra que tenga una mirada femenina. Es necesario interrumpir las relaciones mecánicas esencialistas que dividen el universo en roles inamovibles asociados a cuerpos y sensibilidades fijas”.
En 2004, Nicola Costantino hizo su Savon de Corps, una serie de jabones con esencia de sí misma. Usó su grasa corporal, extraída en una lipoaspiración, para aludir a la imposición social de cierto ideal de belleza: puso su propio cuerpo como terreno de debate. La de la artista no es una mirada que juzga: víctima fashion del canon de belleza imperante, pasó por una serie de cirugías. Creó obras con fetos de terneros embalsamados y un friso de nonatos; durante diez años hizo chancho-bolas, cadenas de pollo, terneros y hocicos de animales. “Tuve varios ataques contra mi trabajo; los peores siempre vienen de otras mujeres artistas, críticas de arte, curadoras o galeristas. ¡Las mujeres son tan complejas! Creo que sufrí más por ser rosarina que por ser mujer. Somos una sociedad que centraliza el poder. El pene o Buenos Aires, cuya síntesis es el Obelisco, es el centro del universo. Ser mujer y rosarina es ser doblemente no agraciada”, dice Costantino. La artista recuerda además el cinismo con el que aún la tratan por ser madre soltera: “Tengo que escuchar cada tanto que mi hijo es una obra”. Tuvo a Aquiles, el niño, tras recurrir a un banco de esperma.
“Soy víctima del maltrato a las mujeres desde que nací: mi papá quiso anotarme en el registro civil como Nicoletta. Como no se lo permitieron, no tuvo mejor idea que ponerme Silvana, el nombre de su amante. Por eso soy Nicola, lo era desde la panza de mi mamá”, recuerda la artista. Y agrega: “Todos piensan que soy un hombre porque la obra es fuerte y sobre todo porque llevo nombre de varón. Cuando descubren la verdad, no pueden disimular el desencanto”.
Desde 2006, Ana Gallardo pone el foco en el paso del tiempo, el envejecimiento y la cercanía de la muerte. Busca visibilizar el sufrimiento y la violencia que se experimenta al envejecer. Su objetivo es construir un sitio que reúna a gente mayor, un lugar de encuentro, de formación y trabajo. En la Bienal de San Pablo, invitó a ancianos para que dieran un taller de baile; en la Bienal de Venecia (2015) trabajó sobre la vejez con presas. En México, cuidó por un mes a una mujer desconocida que estaba agonizando, sin ninguna compañía, en un geriátrico de prostitutas: esa situación límite le dejó huella.
“Creo que la mayor discriminación la sufrieron las mujeres artistas de la historia, y ahora las mujeres que pasamos los 50 años”, dice Gallardo. Y continúa: “Hoy me doy cuenta de que siempre sufrí distintas formas de violencia, discriminación y acoso, tanto en las parejas como en el trabajo. Cuando sufrí discriminación y violencia laboral, me enfermé de impotencia, no sabía qué hacer: eso me provocó menopausia precoz cuando era joven”.
Tras posicionarse como una de las estrellas de la Bienal de Venecia con El problema del caballo en el Pabellón de nuestro país, Claudia Fontes señala desde Brighton, Inglaterra: “Me alegra mucho que el León de Oro se lo hayan dado a una artista tan talentosa como Anne Imhof. Pero hay una inequidad flagrante en la cantidad de oportunidades que se otorga a hombres y a mujeres. En esta edición de la Bienal de Venecia, por ejemplo, hubo una participación de 35 por ciento de artistas mujeres y 65 por ciento de artistas hombres. Esa inequidad también se refleja en los precios de obra”. Por su parte, Marcia Schvartz dice: “Está el peligro de ser abducida por algún artista mayor y terminar siendo asistente de él, aunque sea menos talentoso (se ve mucho). Hay un problema de clase: las que no tienen plata deben trabajar de otra cosa”.
En el mejor de los casos, señala Giunta, las artistas mujeres constituyen el 30 por ciento del mundo del arte. Si el mundo del arte es aquel que constituye el arte bueno, esto implica sostener que las artistas clasificadas como mujeres son un 70 por ciento menos buenas que los artistas clasificados como varones. Esos son los porcentajes óptimos. En términos más generales las artistas clasificadas como mujeres no representan más del 16 por ciento. Eso quiere decir que no tienen la misma cantidad de exposiciones individuales en instituciones que los artistas clasificados como varones, sus precios son más bajos, están menos representadas en las colecciones públicas y privadas.
¿Qué hacer para valorizar a las artistas mujeres y darles visibilidad? Giunta propone emplear criterios de representación igualitaria en el sistema del arte. “Creo que hay que utilizar cupo porque es la única forma de contrarrestar la idea de que el arte que tiene visibilidad es el arte ‘bueno’”, afirma. “Es el arte que nuestra sensibilidad seccionada nos permite apreciar. ¿Quién y cómo establece qué es el arte ‘bueno’? Un grupo de personas e instituciones cuya mirada está precondicionada por un sistema excluyente”. Junto con Cecilia Fajardo-Hill, Giunta es curadora de Radical Women: Latin American Art, 1960-1985, que inaugura el 15 de septiembre en el Hammer Museum. Desde 2010, trabaja en esta exposición que reunirá obras de más de un centenar de artistas de 15 países de América latina que desarrollaron su obra entre 1960 y 1985. Incluye artistas conocidas (como Lygia Clark, Marta Minujín o Lygia Pape) y otras prácticamente desconocidas (María Evelia Marmolejo, Feliza Bursztyn, Nelbia Romero). Son mujeres radicales: refundaron la representación del cuerpo desde una mirada desmarcada de la normativa y del patriarcado.
La pregunta es cómo intentar salir de la encrucijada. Cómo evitar que el patriarcado se cuele y opaque nuestras opiniones. Giunta considera que el hecho de no manejar porcentajes de representación igualitaria respecto de la gran división que la administración opera entre artistas clasificados como mujeres y como varones implica la complicidad con un sistema de discriminación. Pone en primer plano la responsabilidad ética y estética del espectador: “Existe una violencia física (golpear, tirar ácido) pero también existe una violencia simbólica (no mirar, no interesarse) que coloco en un mismo nivel, en tanto una conduce a la otra y viceversa”, dice Giunta. “Hoy tenemos la responsabilidad, como intelectuales o amantes del arte, de saber qué es lo que no estamos viendo porque el sistema no nos deja ver. Se trata de una violencia sistémica. Y nosotros, como ciudadanos, tenemos que exigir que el sistema nos permita acceder a universos de creación artística, estética, completamente escondidos. Es parte de lo que considero como emancipación estética de la ciudadanía”.