La Soberanía hídrica es fundamental para entender la gran contradicción económica argentina. Porque si el comercio exterior es prodigiosamente rico y privilegiadamente conectado con el mundo, es absurdo que arroje hoy resultados económicos tan espantosos. Lo que se debe en primer lugar al estúpido comercio exterior practicado durante el último medio siglo y cuyo reiterado error político fue mal dimensionar uno de los cuatro ríos de llanura más importantes del planeta y la sostenida ausencia de control estatal.
Este grave error tiene una historia que en un sentido siempre se repite, y en otro sentido cada vez peor. Ésa es la causa principal de la feroz deuda externa que pesa sobre el pueblo argentino, cuya riqueza territorial y marítima se ha convertido en una condena que es urgente corregir y que sólo un Estado fuerte podrá garantizarlo.
Lo cierto es que hoy, cuando ya es evidente que no se avanzará en ninguna obra para mejorar la performance y el cuidado del río Paraná, cabría decir que es una fantasía perdida. Pero a la vez cabe resistir ese aserto porque el Paraná y el Canal Magdalena siguen y seguirán siendo materia fundamental del devenir argentino. Y no sólo porque en sus aguas se ha definido y subrayado históricamente el carácter nacional y patriótico que puede y debe tener el comercio exterior, sino porque en sus aguas ha corrido mucha sangre desde el Siglo 19 y, aunque menos brutalmente, desde entonces al presente.
En la última década del siglo 20 el Paraná fue entregado a una treintena de corporaciones extranjeras y hoy es, aunque duela admitirlo y la resistencia sea lógica, un río pésimamente internacionalizado. O sea, uno cuya soberanía ya no es privilegio ni misión sino mero jolgorio de abusadores. Menem lo hizo, es cierto, pero con la colaboración de funcionarios cuestionables y variopintos cipayos al servicio de la ominosa entrega de esta llave que es fundamental para el progreso y que otrora fue garantía de la riqueza de esta república.
Como es sabido y esta columna informa desde hace algunos años, el decreto 949/2020 fue y sigue siendo la síntesis más clara del destrato y la entrega que han caracterizado el descuido del Paraná como arteria vital del comercio de esta nación. Podrán ensayarse muchas explicaciones, pero lo cierto es que, como las Islas Malvinas, el Paraná es el otro hermano perdido del pueblo argentino.
Se ha escrito mucho desde que esta columna comenzó a cuestionar la gestión del fallecido Ministro de Transportes Mario Meoni, en los primeros meses del gobierno del Frente de Todos que ahora termina. Podrá discutirse si fue capricho o error del Presidente, pero lo cuestionable es la política absurda que caracterizó al cuatrienio gubernamental que ahora termina, y sobran pruebas de que AF no retrocedió ni un milímetro en su decisión de mantener vigente ese decreto infame. Puede afirmarse ahora, al final de su gobierno, que el río Paraná no sólo no se recuperó para la soberanía Argentina, sino que tampoco se iniciaron los trabajos para habilitar el Canal Magdalena. Y la única razón parece haber sido que AF no lo quiso.
Podrán seguir ahora protestas varias y será o no condenado por la Historia, pero el resultado está a la vista: es del puerto de Montevideo de donde salen todos los productos argentinos al mundo, y además es por allí que se impide la salida de productos argentinos al Océano Atlántico y a todo el planeta. El resultado es obvio: el vínculo de este país que amamos con el mundo entero no se establece a través del Canal Magdalena –enteramente en aguas argentinas y con características inmejorables– sino a través de un puerto extranjero que fue concesionado por 80 años a un consorcio internacional. Decisión consciente o no de AF, es vox pópuli que él fue el mentor del 949/2020 y padrino y garante, por decirlo de algún modo, del Canal del Indio uruguayo, que es inferior como lo prueban todos los mapas, estudios y fotografías.
Así, la historia moderna del Paraná es tan fabulosa como mal conocida, y siempre dando la impresión de que la plena soberanía argentina es un imposible, incluso una estúpida utopía.
Lo cierto es que se va un presidente que no quiso cambiar rumbos y es posible que pronto llegue otro que quizás no avale ninguna obra reparatoria de nuestra soberanía. Pero seguramente varios funcionarios celebrarán la independencia el próximo 4 de julio. La independencia de los Estados Unidos, se entiende. Y sin dudas brindarán, como cada año y cada vez más veces por año, funcionarios argentinos encantados de gozar la fiesta patria. Norteamericana, of course.
Y la verdad es que, más allá de razones o motivos, hoy en el Mar Argentino todo preanuncia lo peor: dependencia de Montevideo; explotación petrolera submarina; mal estado de muchos puertos; radares extranjeros en Tierra del Fuego; dislocación continente-islas y multiplicidad de cipayos sin vergüenza.
Desde el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata (conocido como Guerra del Paraná), nuestro Padre Río fue atormentado de manera brutal y sistemática. Iniciada el 2 de agosto de 1845, esa guerra duró hasta finales de otro agosto, el de 1850. Un quinquenio durante el cual una escuadra franco-inglesa cerró al comercio todos los puertos de la entonces Confederación Argentina y también los del Uruguay, con excepción del de Montevideo.
La excusa fue banal, como sucede siempre para iniciar guerras: la participación del ejército argentino –al comando de Juan Manuel de Rosas– en la llamada "Guerra Grande" uruguaya, que supuestamente afectaba los intereses comerciales de Francia e Inglaterra en la cuenca del Plata. Todo falso, porque lo que verdaderamente importaba a las dos potencias era obligar a la Argentina a resignar su soberanía sobre el Paraná y otros ríos interiores, en beneficio del libre comercio en todos esos ríos.
Esa guerra no logró la rendición de Rosas, pero los invasores sí hicieron pie en Montevideo. Y aunque al cabo se firmaron dos Tratados de Paz, la victoria de Rosas fue efímera porque en 1851 se sublevó el gobernador entrerriano Justo José de Urquiza, quien logró derrotarlo en la lamentable (para la Argentina futura) batalla de Caseros, el 2 de febrero de 1852.
Desde entonces la Argentina fue acosada en innumerables ocasiones para ceder o "aflojar" la Soberanía fluvial que por historia y geografía le corresponde.
Aquel bloqueo fue resistido en diversas y heroicas batallas, siendo las más importantes las de Vuelta de Obligado (10 de Noviembre de 1845) y de Punta Quebracho (4 de Junio de 1846). La Confederación Argentina que lideraba Rosas era de hecho el gobierno de la Provincia de Buenos Aires y los enfrentamientos militares fueron, de hecho, una guerra civil.
Con aquel triunfo, Rosas obtuvo el reconocimiento internacional de que la navegación del Paraná era cuestión interna de la Argentina. Pero poco después, el 3 de febrero de 1852, Urquiza lo venció en la batalla de Caseros. Y cediendo a las presiones de los porteños que lo habían apoyado, declaró libre para buques de todas las naciones la navegación de los ríos interiores de la Argentina. Y declaración que fue incorporada a la Constitución Nacional, en 1853.