Los usuarios son tan conscientes de la Internet que los conecta como los peces del agua que los rodea. Este sintagma, que bien suena a mantra, contiene uno de los primeros pactos de lectura con los que abre la segunda novela de Martín Felipe Castagnet, instalada en un tiempo tecnológico en el que el estado de conexión es casi un atributo humano. Ya no se habla ni se piensa en internet, término por demás arcaico, sino que es un elemento y una práctica de la vida tan absoluto como el mismo aire que se respira. Ya en su primera novela, Los cuerpos del verano, que le valió el VII Premio a la Joven Literatura Latinoamericana otorgado en Francia, Castagnet se lanza al género de la ciencia ficción haciendo foco en el vértigo de la transformación humana producto de los avances tecnológicos. Allí postulaba un futuro en el que el alma autónoma de los muertos pervive flotando dentro de la red, con la opción de reencarnar -previa compra online y en vida- en el cadáver al que su billetera le haya permitido acceder. Los mantras modernos es en cierta forma una continuación de su primera novela, ya que el tema del tiempo, la muerte, el cuerpo (sus vínculos emocionales, físicos y químicos con el resto del mundo que lo rodea) es la indagación medular de un relato que se podría pensar como la primera entrega de una saga que explora no solo la vida de tres generaciones de una misma familia sino también la de sus animales y objetos.
Castagnet construye su mundo dentro de los límites de Embarcación, una localidad pequeña que podría quedar en cualquier parte del globo, si no fuera porque el autor decidió incluir una línea de diálogo pensada netamente para el lector argentino, en un gesto de recoger el guante hacia el futuro de cualquier objeción. Porque los habitantes de Embarcación tienen la posibilidad -peligrosamente adictiva- de desaparecer. Los niveles de desaparición son tres y cada uno tiene una profundidad mayor en lo que sería una dimensión paralela de existencia que recuerda a la de la serie Stranger things. Como en un videojuego, la capacidad de desaparecer puede ser entrenada hasta llegar al nivel más alto de desaparición donde se corre el riesgo de la desintegración total, la imposibilidad de volver al mundo del cuerpo físico. Apenas arrancado el relato, uno de los personajes corrige a su abuelo que se niega a usar la palabra “desaparecido” con esta nueva acepción. El hombre la reemplaza por “invisible”. “No sea viejo, abuelo”, le retruca el nieto. Toda una toma de decisión, de posición y de audacia. Una discusión literaria interesante sobre las implicancias políticas en el uso del lenguaje. Dentro de este territorio, la lectura de Los mantras modernos estará cruzada por la resonancia histórica y presente de la desaparición forzada de personas -de hecho el ejército es el que está a cargo de la administración pública y en todo momento se especula con un llamado a elecciones-. Sin embargo, o por esta misma razón, el autor ha decidido evitar la “aparición” de la esfera política en una descripción más detallada logrando que ciertas frases de sus personajes -que en otros contextos podrían hasta sonar a meditaciones new age- queden rebotando en el aire con definitiva contundencia: “Nuestro arqueólogo hace lo que puede, pensás, pero el futuro es un desafío más grande que el pasado”. Es que la política como la conocemos, en ese futuro ya pasado en el que viven los habitantes de Embarcación, es apenas útil, un espejismo de orden vacío de todo poder, porque son las personas las que querrán desaparecer, hasta que ya no puedan decidirlo por sí solas. El enemigo de su voluntad no es el Estado, no es un gobierno, sino la vida exótica que los rodea y los conforma, una materia que puede tragarlos por completo y que es solo visible a los ojos lisérgicos de quienes han vuelto de las desapariciones más profundas para contarlo.
Como suele suceder con este género, la construcción de un mundo con nuevas lógicas y formas de vida implica para el lector mucha información para asimilar. Los personajes son numerosos y la problemática de sus vínculos -o la ausencia de ellos- no terminan de profundizarse. Los narradores, según estén desaparecidos o no, cambian de tercera a una segunda persona que no varía en registros. Esto hace que se avance a tientas en la lectura de una historia que, por momentos, pareciera que no se ha terminado de contar. La tesis de una novela que llega a delinear un mundo, pero que deja con ganas de más. Animales que hablan, objetos que sienten, una materia única para todo lo que nos rodee. Una idea antigua como un mantra, una disolución que la hace moderna: la desaparición como destino.