OK, entre el malhumor de la sociedad por la pérdida de poder adquisitivo de salarios y jubilaciones y las operaciones contìnuas del poder, el escenario se ha corrido con todo hacia la derecha.
Aunque no lo hace sobre piso pavimentado. Puedo recordar infinidad de episodios en los cuales dictaduras o gobiernos votados con caudillos duros se vieron acorralados por masivas protestas populares, y en todos los casos debieron ceder, renunciaron o como mínimo salieron debilitados.
Es difícil decir a esta altura si es lo que sucederá con Gerardo Morales, aunque son indicios de su debilitamiento que alguien absolutamente intransigente como él haya jugado a anular dos artículos de su reforma constitucional y que haya terminado convocando a paritarias a los demonizados docentes.
Lo que desafía mi capacidad de asombro es que en medio del incendio se haya potenciado la figura de Morales confirmando que integra la fórmula electoral con Horacio Rodriguez Larreta.
Un colega escribe sobre la halconización total de Juntos por el Cambio asociando la definición de Larreta por Morales y por Pichetto (éste obsesionado otra vez con su discurso contra los bolivianos) con la oficialización del xenófobo Luis Petri acompañando la fórmula de Patricia Bullrich.
Me dije: allí donde algunos leemos el desgaste de Morales tras la reacción popular, los dirigentes de Juntos por el Cambio ven lo contrario: un ascenso al endurecer posturas.
Y creo que esta gente es muchas cosas pero no ingenua.
¿Cómo puede ser que la violencia, la brutalidad estatal se convierta en un instrumento de seducción de votantes?
Está bien, no cuesta imaginar que el núcleo duro de la derecha opositora celebre los palos, alentados por las fake news de sus dirigentes acusando por las protestas masivas al kirchnerismo, la Cámpora y hasta al condescendiente Alberto Fernandez.
Pero Larreta, Bullrich y compañía saben que no se ganan elecciones sólo con el núcleo duro. Es decir que sus movidas responden a otras certezas.
Entonces, comencé a hilvanar las posibles razones que podría encontrar el votante no politizado para aprobar la línea represiva de JxC.
Por empezar, basta ver en esos días la cobertura de los socios de JxC, los medios hegemónicos –los que poseen las mayores audiencias--, que en su agenda han desplazado los hechos de Jujuy a un lugar muy por debajo de su obsesión con el crimen familiar de Cecilia en el Chaco, sin hablar de su foco en Morales como víctima.
Tomemos CABA, el bunker de JxC. No es fácil que el porteño se conmueva y solidarice percibiendo espontáneamente como iguales y compatriotas a esos rostros de los pobres reclamantes del Noroeste, los mismos que el de Milagro Sala. Es más probable que le llame la atención la diferencia étnica.
Tampoco hay una pedagogía de los medios dominantes que lleve a integrarlos, prácticamente no entran en su agenda.
Ni siquiera los problemas ambientales de las comunidades originarias están muy presentes en la agenda de esta gran urbe.
Por otro lado, aquí se concentran reclamos y protestas casi diarias de los movimientos sociales, con rostros parecidos a los pobres del Norte, y los medios fogonean el fastidio de automovilistas y peatones con las calles cortadas.
Este enfoque se complementa con los discursos de desprecio que formula la oposición convirtiendo a los que llaman “vagos y planeros” en la causa de nuestros males y prometiendo terminar con los planes.
Y, en una sociedad indignada por una inflación que se traga sus ingresos, estos discursos ecualizan con la forma en que los medios, ahora sin exclusiones, obsesionan a los ciudadanos con la inseguridad.
A diario, las cámaras desplegadas en buena parte de la ciudad producen imágenes de encapuchados asaltando a comercios, automovilistas y familias que llenan espacios en la tv abierta y los canales de noticias.
Esos ataques a la seguridad de cada uno existen efectivamente (de hecho, Buenos Aires sufre una tasa de homicidios en robo muy baja, pero una tasa de robos bastante alta). Pero los medios, por repetición, transforman el mismo episodio en cientos de robos y ataques violentos. Y meten miedo.
No es de extrañar, entonces, que la mayoría de los porteños apunten a la inseguridad como uno de los mayores problemas, y que ese sentimiento lleve a volcarse a pedidos de más uniformados en la calle y mayor represión.
Las derechas siempre han capitalizado estos reclamos mejor que el peronismo. Alli está Patricia Bullrich, la política cambiemita más oportunista, cebando a los votantes con más dureza (¿recuerdan cuando como ministra vestía uniformes?).
Tampoco sorprende que en 2020 lanzaran la fake news según la cual el gobierno de Alberto Fernandez había dispuesto liberar masívamente presos. Son acusaciones que siempre arrojan sobre el peronismo, al cual asocian al robo y la corrupción.
Lo cierto es que, salvo quienes creemos que la distribución de la riqueza es desigual y muy injusta, no es extraño pensar que muchos ciudadanos alejados de la política y de los colectivos que reclaman por derechos piden un orden más represivo y menos indulgencia del gobierno.
Y parece que no sólo los viejos perdemos la memoria. Como escribí al principio, puedo recordar infinidad de episodios en distintas décadas en que las protestas populares se llevaron puestas a dictaduras y gobiernos votados con caudillos duros porque los pueblos no se resignan a perder definitivamente sus derechos.
Pero no todos recuerdan: cada tanto, cierta amnesia colectiva estimulada por las derechas y sus socios lleva a nuevas generaciones y a muchos mayores a olvidar la experiencia histórica y clamar por una torpe idea del orden que lo que hace es convocar a los verdugos.
Al final, la realidad termina por golpear, y se toma conciencia de la verdadera naturaleza de aquel pedido de orden. Pero, trágicamente, no sin que queden vidas en el camino.