Este jueves 29 de junio, la galería de arte Circa (Casa España, España 768, Rosario) ofrece dos actividades: a las 19, la inauguración de la muestra Antológica Blue, de Ileana Hochmann; a partir de las 19:30, la presentación del libro El arte está en casa (Planeta, 2023), de Mariela Ivanier. La presentación se propone como una breve charla con la participación de ambas autoras, de José Gabriel Castagnino (presidente de la Fundación Castagnino) y también de mujeres profesionales de distintas disciplinas, como las 141 que cuentan sobre su vida entre obras de arte en el atrayente libro ilustrado de Ivanier. El objetivo es fomentar el coleccionismo y entre sus 141 colaboradoras hay artistas rosarinas, o de origen rosarino, entre ellas: Nicola Costantino y Carolina Antoniadis. Ivanier dirige Verbo Comunicación y es autora de Té de colección (2013). Toda esta movida es organizada por la galerista Paula Santillán, promotora del arte rosarino.
Ileana Hochmann, por su parte, es una artista visual argentino-brasileña que trae a Rosario una antología de sus dibujos, serigrafías, textiles, objetos y fotografías, obras realizadas desde los años 60 hasta la actualidad: expuestas a lo largo de más de 45 años entre dos países y por los más prestigiosos espacios del mundo. La muestra en Circa, que itinerará a la embajada de Brasil, busca tender puentes culturales internacionales.
Nacida en 1945 en Buenos Aires, Ileana Hochmann vivía y estudiaba arte en Río de Janeiro, Brasil, cuando estallaba el tropicalismo y en la voz de Elis Regina comenzaba a sonar “20 años blue”, de Vitor Martins y Sueli Costa. "Estoy sintonizada con un futuro blue", anuncia (traducida con ayuda de una IA y de la artista) aquella bellísima canción en portugués de donde sale el título para la antológica entre las paredes azules de Circa.
“Las propias obras están vivas”, dijo la artista de su exposición individual en Rio de Janeiro en 2006. Dos años después, en Van Riel, comenzaba su recorrido expositivo argentino con la individual Língua-falo-lengua. ‘Falo’, en portugués, significa ‘hablo’.
Y por una de esas ambigüedades del lenguaje como las que explora Ileana en los títulos de sus muestras, “obra viva” es la superficie sumergida de un buque. Signos a medias sumergidos o soterrados afloran en su gráfica expandida como vestigios de una civilización antigua. Desde una site-installation sobre las ruinas de un circo romano, al ritual afro que la neovanguardia carioca toma del samba; o con huesos vaciados de sus médulas, o con restos urbanos de plantas y plásticos, o con salvajes costuras que unen textiles, o con formas modeladas en un barro prehistórico (pero sin dejar de usar como herramienta en isla desierta, llegado el caso, el teléfono celular), ella hace de su materia autobiográfica una arqueología que excava pasajes en todas las direcciones del tiempo.
“[Con] la muerte de papá murió mi corazón”, dice una carta que recibió de su familia en algún momento entre Buenos Aires, Rio de Janeiro, Niteroi (Brasil) y otra vez Buenos Aires. La frase no cesa de (no) inscribirse en estampas y más estampas que se retuercen formando pliegues que la ocultan a medias. Semejan filacterias, aquellas cajitas de cuero sobre tiras de ese material que se atan al cuerpo y que les permitieron a sus ancestros de Odessa transportar las escrituras sagradas (plegadas en papel fino, ocultas bajo la ropa dentro de esas pequeñas criptas) a través de las persecuciones. Ileana Hochmann reconoce sin prejuicios la excelencia artística y la influencia de Arthur Bispo do Rosário (1911-1989), creador carioca que vivió 50 años recluido en instituciones (como entre nosotros el inolvidable Aníbal Brizuela) y en cuyos textiles, bordados y assemblages con elementos de desecho ella encontró inspiración para su propia obra.
Hay en las tradiciones místicas judías una fe en el poder mágico de la materialidad misma de la letra, que por puro contacto obra eficazmente tanto para la oración como para el encantamiento: semejante intimidad entre la escritura y la materia representa para el judaísmo un camino espiritual análogo, y a la vez muy distinto, a la danza afro. Y a los textiles yoruba, que encriptan textos visuales bajo su complejidad codificada. Iluminados por un sentido no occidental del rito, los trazos escriturarios de Ileana Hochmann portan una palabra íntima, preciosa y acaso sagrada. Lo mismo pasa con las esquirlas de naturaleza que rescata, y que parecen poseídas de un decir humano. O con los fragmentos de fotografías que su obra esconde y revela, como detalles en un relicario. Estas obras requieren un tiempo de desciframiento: el tiempo de una espera.
Y otra de las tradiciones donde abreva Hochmann desde muy niña es el teatro, con un tío escenógrafo que le reveló los laberintos de bambalinas y telones. Quizás por eso, en su performance/instalación “Hago de tripas corazón”, transformó la foto de su sonrisa en el parto de su hija en un manto ritual con el que se envuelve y baila una feliz danza circular, al son del pájaro cuyo canto bendice toda la selva, que lo escucha callada.
Y quizás por eso (y por haber quedado atrapada en su "departamento-búnker antiaéreo" porteño como en una isla de naufragio, sin más herramientas que su teléfono móvil ni más materiales que ella misma) salió del encierro de la pandemia mostrando fotografías de su propio cuerpo de 75 años de edad en una serie de autorretratos que reformulan el desnudo femenino a través de enigmáticas imágenes, tan púdicamente misteriosas y fragmentarias como futurísticamente revolucionarias.