Está sucediendo y no es casual. Si los nacidos en los años 60 están llegando a los 60 años, es bastante lógico que uno de los máximos exponentes literarios de la Generación X, publique, a los 59, un intento de autoficción total, un compendio de sí mismo con el gesto más simple que pueda concebirse, desnudo, transparente: volver a los 17 después de vivir un siglo.

Bret Easton Ellis, que supo irrumpir y deslumbrar a mediados de los 80 con Menos que cero, su versión Gatsby de El capital (“nosotros no tenemos nada que perder”, le decía un joven rico a otro joven rico después de snifar en una pausa de la orgía) ahora irrumpió (mediante una maquinaria de marketing considerable que no permite grandes disquisiciones marginales, hay que decirlo) con una novela de terror con asesino serial incluido declarándose fan y discípulo de Stephen King, sin perder la elegancia, el narcisismo y el talento. Novela summa, total, que arma contrapunto evidente con Menos que cero y American Psycho. Tiene gracia. Es fiel a sus tics y manías de describir la camiseta Polo aun a punto de ser descuartizado por un psicópata, siempre suena una canción pop acorde a las circunstancias, siempre estamos inmersos en el contexto de la tensión entre el este y el oeste (“Esa sensación que tengo cada vez que miro al oeste”, rezaba un epígrafe de Menos que cero, “Escaleras al cielo”, Zeppelin), siempre hay drogas y calmantes y alcohol y sexo. Y siempre Bret Easton Ellis ofrece un plus de lucidez y autodestrucción que lo singulariza y lo confronta con los intentos de domesticar a los escritores y las escritoras a partir de la tiranía de los géneros, los formatos, las series y las plataformas. Siempre hay algo indigerible, verdaderamente indigerible en sus libros, como lo había logrado de un modo desaforado en American Psycho y de forma excepcional y mucho más sutil en Suites imperiales, la secuela, Menos que cero veinticinco años después.

No es el caso de Los destrozos, que vuelve a los tiempos de Menos que cero en otra clase de revisita y, sin embargo, se extravía en gran medida en la maraña de noir y pop que va desarrollando con maestría, pero un poco indiferente, quizás con un exceso de meticulosidad, como enamorado de su propio juguete, de sus propios mecanismos. No parece tener Bret Easton Ellis la total convicción, la fuerza y hasta la inocencia necesarias para ejecutar un mamotreto de terror convincente durante casi 700 páginas. Sí se anima y se enciende para hurgar en su homosexualidad adolescente poniéndose en el centro de la ficción- autoficción, con un poder de autoobservación digno de un Hervé Guibert que hubiera sobrevivido al sida, la atracción por la muerte y los desengaños. En esa vehemencia de la sexualidad adolescente, en esa sofisticación tan acerada y a la vez provinciana, conservadora, amarrada, del closet gigantesco de las escuelas de elite, logra Ellis verdad existencial y verdad literaria, crudeza y clarividencia. Sabemos perfectamente que la violencia psicopática y el terror y todo eso que da en llamar los destrozos, en el autor de Menos que cero operan en planos simbólicos, en napas de la conciencia y el subconciente. Lo sabemos. Pero el juego se le escapa de las manos por querer quizás demostrar algo acerca del virtuosismo, de las destrezas para narrar destrozos (y si vamos al caso, Donna Tartt en su primera novela, El secreto, apadrinada por el ya célebre Bret, lo hizo mucho mejor).

Los destrozos es una novela sobre el secreto. Y sobre las infinitas tretas de la simulación que hace que esa suerte de pase de comedia noir que tan fresca le había salido en su segundo libro, Las leyes de la atracción, sea el tono más entrañable de este libro. Porque resulta que en un momento al joven Bret se le revela que todos saben su secreto, que todos tienen algo con el secreto, que no hay secreto. Se asoma a la aterradora –esta vez sí, el buen terror- revelación de que quizás su secreto no le importa a nadie salvo a sí mismo, y quizás por eso la novela esté dedicada –sombríamente, auténticamente- “Para nadie”.

Así que volver a los 17 era el regreso al comienzo del vacío, volver a darse la cabeza contra la pared. Pudo haber sido dicho en forma más concisa y determinante, sin tanto sacar a pasear los monstruos internos. De todos modos, se agradece siempre ese sentimiento que se tiene con Bret Easton Ellis de que ha leído o intuido a Arlt, a Puig, su rabia controlada pero intacta hacia lo peor del ser norteamericano, su comprensión profunda de que la lucidez no es la sensatez y de que no hay belleza en la locura, su irredento nihilismo como el más genuino espíritu adolescente. Como a todo buen racionalista, a veces se le escapan los monstruos, es verdad y, aun así, los jóvenes de ayer, la Generación X ya vencida por el tiempo, sabe reconocer a una de sus mejores espadas.