El Día Internacional del Orgullo se celebra el 28 de junio para conmemorar la noche de 1969 en que la policía intentó extirparnos de un bar en Nueva York. Los disturbios que iniciamos entonces fueron tan sonoros que funcionaron como catalizador de los movimientos de resistencia a nivel internacional. Eso que aún llamamos, por costumbre o por nostalgia, “comunidad LGBT+” tiene su fecha de nacimiento en ese verano del norte global. La convención histórica es inobjetable. Un año después, en el mismo lugar, se llevó a cabo la primera manifestación reconocida como Marcha del Orgullo.

Pero hay matices en la historia. Primero, el bar Stonewall Inn, en cuyo honor se mencionan los disturbios iniciados el 28 de junio, pertenecía a la mafia. Este dato, malsonante en la conciencia de unas cuantas, es crucial para entender qué órbitas de la marginalidad habitamos históricamente. Mucho antes del pinkwashing y de la privatización de nuestro deseo (cruceros, dark rooms, saunas, etc.), el mero hecho de pisar un pub tenía una resonancia peligrosa. La redada policial en Stonewall no fue un hecho aislado sino un evento dentro de una extensa serie. Inhabilitadas para desplegar nuestros encantos en locales más luminosos, teníamos que ir ahí donde sabíamos que nos aguardaba el peligro. Un local de la mafia en Greenwich Village es un ejemplo bastante anodino de la sordidez a la que nos relegaban y en la que nosotras, igual, montábamos la fiesta.

Segundo, lo que trascendió como una “revuelta gay” fue, en verdad, el resultado estrepitoso de una orquesta integrada por maricas, lesbianas, travestis y personas racializadas de todo tipo. O sea, Stonewall es otro símbolo en el que lo gay opera como un filtro blanco y masculino que obtura al verdadero arcoíris. Pero, a la par del mecanismo gay de aliarse por las similitudes, surgió con vigor la iniciativa de unirse a partir de las diferencias. Las maricas y sus amigas pusieron en escena una solidaridad sin precedentes, cuyo alcance iba desde las manifestaciones callejeras hacia adentro y en sentido transversal: surgieron comunidades, emprendimientos, redes de apoyo a las más desafortunadas y relaciones de parentesco. Incluso afloró un espíritu guerrero que, lejos de conducir a las armas, insufló en ellas la voluntad de luchar y dar la vida por las otras.

De esa experiencia concreta nace Maricas y sus amigas entre revoluciones, el texto inolvidable de Larry Mitchell que, junto con las ilustraciones de Ned Asta, constituye una de las piezas fundamentales de nuestra imaginación queer. En clave maravillosa, se narra la historia de unas maricas (faggots, en inglés) que comparten techo y una forma de vivir. “Las maricas cultivan la belleza, la armonía y la paz porque son estados que los hombres no conocen. Las maricas afortunadas viven en los lugares más bonitos y hacen el amor en los lugares más bellos y bailan en los lugares más hermosos. Al ser los hombres ciegos a esta belleza, no saben que las maricas viven en los lugares más hermosos. Y las maricas afortunadas no se lo cuentan a los hombres. En lugar de eso invitan a las maricas desafortunadas a unírseles”.

Cada grupo de maricas tiene sus encantos y sus vicios, sus carencias y sus formas de vincularse con la otredad que las oprime. Pero en todas ellas vibra un elemento común: la alegría. Maricas y sus amigas… demuestra hasta qué punto la alegría puede ser, más que un escudo, un avión que hiende las nubes. No se trata aquí de la pura frivolidad o el humor con una misma, sino de una política afectiva que consiste en sostener la existencia de la comunidad. Es la alegría del encuentro.

¿Pero de qué comunidad hablamos hoy? El avance del individualismo disgregó la mística que cohesionaba al colectivo LGBT+. Nos encontramos en un punto donde resulta cada vez más difícil diseñar iniciativas que provoquen la experiencia de una solidaridad como la que alumbró Stonewall. Con movilizarse una vez al año al son de nuestras músicas preferidas no alcanza si, cuando las carrozas se detienen, todas nos disgregamos como pedacitos de un cuerpo que no quiere volver a la marcha. Sabemos que la solidaridad no es imposible porque el pasado rebalsa de pruebas: sin necesidad de mirar al norte, en la historia local podemos encontrar ejemplos innumerables de la fuerza hecha por la unión.

Más acá de la convivencia bajo un mismo techo, hay una larga serie de posibilidades para tejer lazos entre nosotras. Hoy, con lo conectadas que podemos estar, es una tragedia que en el Día del Orgullo una marica, una nada más, se sienta sola. Acá estamos las demás. Las afortunadas, las que sabemos responder con soltura cuando nuestros detractores nos preguntan “¿orgullo de qué?”, las que todavía vacilan, las que aún no hablaron, las que se cansaron de hablar. Ninguna se parece demasiado a la otra y, sin embargo, nos une la misma herida. El mismo capricho.

En el texto de Mitchell, las Maricas y sus amigas…, al comprender que “el salvajismo de los hombres” no va a detenerse, deciden parar el baile e ingresar en un estado de quietud hasta que surja la ocasión de una nueva revuelta. Este parece ser nuestro estado actual. Nosotras también estamos entre revoluciones. Parecemos condenadas a la espera de que algo nos saque a bailar de nuevo. Pero es probable que dependa de nosotras mismas abrir la pista.