Lugar común para metáforas de lucidez oscura cada vez que se habla de Avellaneda, hay una canción surgida a finales de la década de los sesenta que sirve para sintetizar todo un movimiento que por entonces comenzaba, el del blues hecho en Argentina. La creación lleva la firma de Claudio Gabis y Javier Martínez y, según cuenta el guitarrista de Manal, nació en medio de una tertulia en el bar “La Plaza”, hoy llamado “Plaza Café”, ubicado frente al Parque Rivadavia, en el barrio porteño de Caballito.

Era el verano de 1968, cuando luego de un ensayo del trío que Gabis y Martínez compartían con Alejandro Medina, el primero fue a “tomar una cerveza” con Luis Gambolini, el baterista que años después formaría parte central de la historia de la música nacional con participaciones destacadas en La Pesada y Pappo’s Blues. Mientras la cerveza corría y las conversaciones se superponían, Gabis convenció a Gambolini para que lo acompañe a caminar por Avellaneda, más específicamente por la Avellaneda ferroviaria que siempre lo apasionó. Para quienes no lo saben, además de la guitarra, el músico tenía (y tiene) un especial interés por los trenes y todas las historias que giran en torno a ellos.

En una entrevista que otro músico, Jorge Senno, publicó hace ya varios años en su página web, Gabis detalla el camino que lo inspiró para la composición de la base de "Avellaneda Blues". “Nos tomamos un colectivo y fuimos a parar a la barrera que hay en Avellaneda, en Fiorito más específicamente, en la Avenida Bernardino Rivadavia, donde se cruza con el ramal de cargas que viene de la Estación Solá en Buenos Aires”. Y agrega: “Este tren, que es exclusivo para cargas, sale de Solá, cruza el Riachuelo, cruza Bernardino Rivadavia y de ahí se dirige hacia la Avenida Pavón, la cruza por arriba y va directamente a lo que se llama el Kilo 5, que es una playa de clasificación de cargas que queda frente a Gerli. Después cruza por un puente sobre la línea principal del Roca a Temperley, el ferrocarril más blues de todos”, dice, advirtiendo que “por encima del Kilo 5 pasan los siete puentes”. Para Gabis, esa zona constituye “el corazón del blues ferroviario porteño”.

El relato continúa: “Entonces fuimos caminando desde Bernardino Rivadavia por el terraplén, cruzamos sobre la Avenida Pavón, por un puente que creo que sólo tiene los durmientes, o sea que hay que ir saltando de durmiente en durmiente. A todo esto ya eran como las doce de la noche. Seguimos caminando hasta llegar al Empalme Crucesita que queda atrás de las gloriosas canchas de Racing e Independiente. Ahí estábamos realmente en el medio de la nada ferroviaria, con un cagazo negro, los perros ladraban, no había nadie, la verdad que era muy blues, todavía habían locomotoras de vapor y se escuchaban los silbatos a lo lejos, las bocinas de las Diesel, las luces de la ciudad en el fondo, los carteles luminosos a lo lejos detrás de los monoblocks, y nosotros totalmente a oscuras; pasaban los trenes de la línea a Sarandí. Nos bajamos como pudimos por el terraplén hacia la Av. Mitre y nos volvimos nuevamente al mismo bar, en Florencio Balcarce y Rivadavia, que ya estaba cerrando”.

Esa noche, Gabis volvió a su casa, tomó su guitarra y compuso la música de uno de los primeros grandes himnos rockeros al suburbano bonaerense. La letra nació unos días después durante otro de los momentos centrales para la historia del primer rock argentino, uno en que el por entonces editor de libros Jorge Álvarez conoció a los Manal, a Tanguito, a Miguel Abuelo y a toda la troupe de artistas que estaban gestando el movimiento musical que décadas más tarde llenaría estadios alrededor de todo el país y se esparciría por todo el continente llegando a lugares que por aquellos momentos resultaban inalcanzables para la mayoría de los músicos del país.

Hacia 1968, una de las editoras de Álvarez era Susana “Piri” Lugones. Su departamento que formaba parte del Hogar Obrero, ubicado en Caballito, era un lugar de reuniones permanentes en que las largas tertulias podían encontrar a figuras de renombre como Paco Urondo, Rogelio García Lupo, Jorge Cedrón o Rodolfo Walsh, entre otros. Un día, con motivo del cumpleaños de una de las hijas de la periodista, coincidieron en la casa dos de los mundos que marcaban el pulso de la juventud activa de aquellos años. Esa noche, el editor conoció a los músicos y luego de escuchar una primigenia versión de Avellaneda Blues, a la que Javier Martínez empezaba a ponerle letra, y de sorprenderse con las interpretaciones de Miguel y Tanguito, se convenció de que algo importante estaba sucediendo. “En los 60, el mundo se dividía entre los que resolvían el mundo en una mesa de café y los que hacían cosas. Nosotros éramos de los que hacíamos cosas. No perdíamos el tiempo discutiendo cómo lo haríamos. Lo hacíamos”, supo decir al respecto. Junto a Pedro Pujó, Javier Arroyuelo y Rafael López Sánchez, crearon Mandioca, el sello que un par de años más tarde editó el primer disco de Manal, el de la bomba.

En ese primer disco del trío hay de todo, todo es novedoso y paradigmático, para la época y para lo que vino después. La prosa beatnik cruza el trabajo de principio a fin. Arranca con los planteos existenciales de “Jugo de Tomate” y “Porque hoy nací”, dos canciones entonadas en la voz de Martínez, que en ese momento de la historia, parece venir de otra dimensión. Eran melodías densas, prácticamente desconocidas entre el menú de sonidos surgidos en el país. Una voz grave para un desgarrador comienzo de vida: “Porque hoy nací y el viento de los vivos me despertó.

“Avenida Rivadavia”, la tercera canción, estrena un primer plano sobre la ciudad. La métrica del tema es inédita, hay jazz en el swing, y la garganta explota en clave de soul mientras habla de Buenos Aires, puntualmente de la avenida más larga del mundo. En medio del paisaje del centro porteño, aparece un himno. El hombre, que antes nació, ahora camina, toma un tren, se enamora.

El castillo de certezas de la industria musical argentina se termina de derrumbar en el tema que cierra la cara A del disco. “Todo el día me pregunto”. Otra vez, el existencialismo en clave joven de la bohemia porteña. El periodista Juan Carlos Kreimer escribió en el sobre interno del LP: “Pienso en la depuración del conjunto, en el espectro de ritmos que abarca, en sus fraseos delirantes y exactos, en sus acordes dolientes, pero vitales. Y anoto: spirituals porteños, el sonido de una generación que quiere crecer”.

No sobra la aclaración en tiempos de algoritmos y plataformas digitales. Tenemos un disco en nuestras manos, y es hora de darlo vuelta, de encontrarnos con el lado B. En ese momento, irrumpe “Avellaneda Blues”. Paisaje suburbano, barrio industrial, melodía de arrabal y lunfardo joven. La era va a parir el Tango-Blues. La melancolía porteña y la densidad de la música del Mississippi en perfecta sintonía. Algo nace y se puede oler, como la humedad y el humo de las fábricas. La letra que terminó de redondear Martínez habla de duendes de hormigón, vagabundos y obreros.

La amplitud del pensamiento y la complejización de la mirada sobre el campo sobre el que el trío se mueve impulsa la necesidad de decir otras cosas. Y si bien Manal es asfalto y suburbio, la ciudad también oprime, por lo que la esperanza puede encontrarse en otro lugar. Entonces, el hombre escapa de la ciudad para elegir “sonreír” en lugar de “oxidarse”. Eso se canta en “Una casa con diez pinos”, el himno hippie del LP. La idea se repite sobre el final y de manera más contundente. “Informe de un día” es la síntesis perfecta para un trabajo que abrirá las puertas a una nueva forma de entender y encarar la producción musical en nuestro país. Riff furioso desde la guitarra de Gabis, distorsión para el bajo de Medina. El cierre vuelve a la dicotomía entre la ciudad, que cobija y oprime, y el hombre que busca su liberación mientras denuncia la “rutina de continuar”.