A Antonio
La historia me la contó un juez amigo, Antonio Graziadio, café mediante, en el bar Justos y Pecadores donde solíamos encontrarnos. La había escuchado de alguno que la había escuchado de alguien en los chismosos pasillos de los tribunales. Es muy probable que yo le agregue algún rasgo innecesario que es producto de mis hábitos al transcribir una historia y que cambie o elimine algún pormenor, pero lo esencial no será, creo, modificado. La historia trata de un abogado, Fernando Ferréfata que se descerrajó un tiro en el departamento que había compartido con su hermano, el Juez Severino Ferréfata y que Graziadio sintetizó para que yo tratase de escribir el relato.
Lo que paso a contarte lo sabe mucha gente, por lo menos en mi ambiente, aclaró, pero lo que ignoran es que yo frecuenté mucho a uno de los protagonistas. No tiene ninguna importancia que te diga cuál, lo que importa es que muchos no lograban explicarse debidamente el por qué del suicidio, dado que Fernando era un abogado nuevo pero muy promisorio que le debía gran parte de su incipiente prestigio a su hermano Severino, juez en lo penal, que era muy condescendiente en lo suyo. Ambos hermanos provenían de Córdoba; cuando Fernando le propuso a su hermano estudiar en Rosario, dijo que sí, sin ninguna otra razón que su fraternal complacencia y de ahí en más, alquilaron el departamento que compartían, a unas pocas cuadras de la facultad.
En esa época los conocí y comencé a frecuentarlos. Severino y Fernando eran muy unidos, provenían de una familia tradicional cordobesa, acostumbradas a respetar los mandatos de la tradición y del padre. Obviamente eran católicos practicantes. Severino, que era muy lector, tomó la costumbre, cuando alcanzó el cargo de Juez, de citar algunos versículos de la biblia al esgrimir sus argumentos o el fundamento de sus sentencias. Precisamente, fue en una reunión en la arquidiócesis de Rosario, que Severino le presentó a una colega Haidé Eidenai, una jueza con quien Fernando entabló una relación amorosa donde vivenció, a veces con satisfacción y otras con reprimido disgusto, circunstancias que no sospechaba.
Es increíble lo que suele hacer la gente; no sé, la manera en que intenta resolver sus cuestiones, lo digo, porque corría el rumor de que Haidé siempre había mostrado interés en Severino quien curiosamente no la advertía o había decidido ignorarla. Haidé no era una mujer para padecer lo que creía una deliberada ignorancia y finalmente terminó relacionándose sentimentalmente con Fernando. Tal vez la cercanía la impulsaba o algo más sórdido y oscuro, vaya uno a saber… Tampoco es inusual que una mujer o un hombre sustituyan lo que quieren por aquello con lo que pueden. Nuestros juzgados de familia descubren muchos casos de esos. Cómo sea, como haya sido, lo cierto es que Severino a partir de la relación evitaba frecuentarlos, no sin arrepentirse de haber eludido a Haidé.
Haidé era una mujer hermosa, un tanto soberbia, muy adinerada, que lucía con elegancia las prendas que vestía; de tez morena y profundos ojos verdes, convocaba a la espontánea atención de los hombres. Intentaba mostrarse como una mujer sencilla pero no lo era; fiel a la impronta de la época no condescendía con facilidad a los reclamos varoniles y mucho menos al emitir una sentencia. Tres o cuatro años mayor que Fernando, tendió a protegerlo y muchas veces a subestimarlo, sin embargo algo de maternal la vinculaba, solo que, sin que sepa los pormenores, decidió al cabo de unos meses tal vez de vacilación o incertidumbre que estaba enamorada de Severino.
Probablemente, por primera vez en su vida, Haidé pudo pensar que las relaciones de la existencia difieren fundamentalmente de la ley, la justicia y la verdad. Por primera vez vaciló en decirle a un hombre, en este caso a Fernando, lo que sentía. Con quien no vaciló fue con Severino. Decidida, aprovechó las horas habituales de Fernando en el estudio y llegó hasta el departamento, donde Severino no pudo evitarla. Este, como si la ironía de Dios comportase un supremo bien que llegaba a su vida, decidió que no podía desestimarlo. Tal vez lo impulsó una frase que había leído en el Crátilo unas asépticas noches pasadas. ¿Cuál es la atadura más poderosa, la obligación o el deseo?
Una tarde lluviosa de Julio, la imagen de Haidé se impuso, deslumbrante como era, en el marco de la puerta y sin ahondar en algo oscuro e incomprensible que lo motivaba, decidió condescender al deseo de ella que ahora presionaba fuertemente en el de él. Severino se sintió cegado por la pasión consumida en la tarde de esa primera vez y esa tarde determinó la sucesión de tardes y de noches clandestinas donde buscaban eludir la presencia de Fernando con cualquier pretexto. Ambos se decían que en una ocasión propicia blanquearían la relación, pero esta ocasión no aparecía. Un mes más tarde, Haidé bastante molesta por la indecisión de Severino y seguramente con la propia, retomó la firmeza que la caracterizaba; decidió que ese momento había llegado y le confesó a Fernando, quizá brutalmente, que en realidad amaba a otro hombre. Trató de extenderse en la explicación pero se detuvo al observar que Fernando se desmoronaba.
La imagen que solemos tener de una relación puede ser equívoca. Se suele decir que en el amor, dos hacen uno, pero eso sólo es admisible si el uno es una adicción y por consiguiente una restricción. De hecho, una pareja nunca es una díada y cuando se separa, ambos pierden una parte de lo que aportaba el otro como constituyente de algo en común, una terceridad irrevocable e ilusoriamente sustituible. De ahí que en ciertos casos, el dolor que se produce suele ser irremediable.
Fernando se sumergió en el tembladeral que en muchos momentos suele ser la vida y gastó días en restituirse al ambiente de costumbre, tratando de disimular la total estolidez que lo ultrajaba. Lo que no tuvo en cuenta es que en los pasillos de los tribunales, lo acontecido era el comentario preponderante que subsistía con el agravante de que el rumor reiteraba el nombre de su hermano. Su primera impresión fue de incredulidad, luego de perplejidad, después de una furia ciegamente ancestral. Al mediodía, con un revólver en el bolsillo, se dirigió al departamento al que no iba hacía unas cuantas semanas. Severino y Haidé discutían una posible toma de distancia cuando Fernando los sorprendió compartiendo el estupor de verse allí, casi petrificados, en el borde inesperado de actos impensados que convocan a funestas consecuencias.
Cuidadosamente Fernando apuntó a su hermano, pero después de unos instantes de vacilación, se metió el caño del revolver en la boca y disparó. Durante la semana siguiente no se habló de otra cosa, pero rápidamente progresó el olvido. Uno o dos años después, alguien difundió el rumor de que Severino y Haidé se habían separado; ella viajó, creo que a Barcelona, y no regresó. De Severino no se supo más nada, algunos dicen que deambula por las calles cirujeando. A veces lo han reconocido o han creído reconocerlo mendigando en las puertas de la Iglesia San Antonio o durmiendo en un banco de la placita triangular de la esquina de Ayolas y San Martín.
En el Breviloquiun de San Buentaventura podemos leer: Creatura mundi est quasi quídam liber in quo legitur trinitas. La creación del mundo es como un libro en el que se lee la trinidad. Tal vez deberíamos agregarle: La creación del hombre es como un libro en el que leemos fatalmente la dualidad… et dualitas letaliter legitur.