En lo que atañe al fenómeno de la locura, desde la Revolución francesa en adelante, se impuso el encierro como estrategia terapéutica y el manicomio como su encarnación arquitectónica más concreta. Fue necesario que el discurso médico y el discurso jurídico legitimaran dicha práctica a partir de un conjunto de postulados legales, clínicos y etiológicos. Philippe Pinel, uno de los padres de la psiquiatría, entendía que un sujeto enferma a causa de su contexto social y grupo vincular. Se comprenderá entonces, por simple deducción, que el paso siguiente es prescribir un tratamiento que sustraiga al individuo de su medio patógeno, ofreciendo en cambio un ambiente hospitalario regulado para su reeducación moral. No obstante, paradójicamente, los efectos deshumanizantes de la cronificación de los pacientes internados refutaron las ideas de Pinel.
Como suele suceder en los métodos higienistas, desde los más inocuos hasta los más aberrantes, siempre se instrumentan en nombre del bien del sujeto, la familia, el Estado o la sociedad en su conjunto. Es el principio rector de lo que llamamos, desde Michel Foucault en adelante, el “dispositivo manicomial”, es decir, la respuesta que forjó aquel tiempo al problema de la locura. No es un procedimiento atribuible a tal o cual médico o jurista, es un movimiento de época cuya inercia tiende hacia la práctica del encierro más allá de los nombres propios que la justifiquen, los cuales devienen anecdóticos en este contexto.
Cuando Sigmund Freud reflexionaba sobre su condición de inventor del psicoanálisis, evocó el concepto de “criptomnesia” para matizar la idea de un movimiento creacionista solitario. El término en cuestión explica que, tras una idea original, hay que suponer un conjunto de aportes preexistentes que allí obran en silencio y preparan su cristalización definitiva. Ya al final de su vida Freud escribe: “Dada la extensión de mis lecturas en años tempranos, nunca puedo estar seguro de que mi supuesta creación nueva no fuera una operación de la criptomnesia” (1937). Si bien existe en el inventor un salto cualitativo, algo que se precipita allí y no en otro lado, es también el último eslabón de una serie de enunciados necesarios que lo anteceden.
Por eso mismo el manicomio, lejos de ser una conspiración pergeñada entre médicos y juristas, es la respuesta que nuestra cultura ha consentido durante mucho tiempo. Dicho de otro modo, no es posible eludir nuestra implicación, por más que intentemos fundar un ellos y un nosotros bajo argumentos maniqueos que nos pacifiquen. El horror al manicomio es también un horror a nosotros mismos.
Es importante diferenciar aquí la internación como una medida de excepción necesaria en una coyuntura de crisis subjetiva -por ejemplo en el desencadenamiento de la psicosis o en sus descompensaciones-, del fenómeno mismo de la cronificación. En el segundo caso se pone de relieve el fracaso y la impotencia de nuestras concepciones sobre el problema abierto del padecimiento mental.
Por otro lado, desde entonces el encierro también se ha considerado apropiado para el criminal, a pesar de las profundas diferencias con la situación del alienado, según la terminología clásica. El procedimiento es el mismo, la reclusión forzosa, aunque se permuta su legitimación. Aquí ya no se trata de resguardar al sujeto del medio patógeno que lo circunda, el dispositivo carcelario asume que un sujeto se rehabilita en el cumplimiento de la pena, según el sistema de Auburn. En tanto se aplica un mismo método, podemos preguntarnos en qué se parecen el loco y el criminal. El denominador común se encuentra en una constante que atraviesa la historia de la humanidad, a saber, el sostenimiento del orden productivo. ¿Acaso ambas figuras no encarnan la posición del sujeto improductivo por excelencia?
Se dirá que la función de control social es lo esencial aquí, sin embargo, la paz social no es un fin en sí mismo, sino una condición necesaria para que la producción no se interrumpa. En su Seminario sobre la ética el psicoanalista Jacques Lacanrefiere lo siguiente: “¿Qué proclama Alejandro llegando a Persépolis al igual que Hitler llegando a París? Poco importa el preámbulo -He venido a liberarlos de esto o de aquello. Lo esencial es lo siguiente: Continúen trabajando” (1959-60). Pueden cambiar los líderes, siempre y cuando no se subvierta el buen orden productivo establecido.
Desde siempre lo importante es que la rueda del mundo no se detenga, por ello nuestro tiempo se ensaña con los niños inquietos, reservándoles un lugar en los manuales de clasificación de los trastornos mentales. La tipificación del Trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) no busca disimular las cosas en sus criterios diagnósticos. Allí insiste la idea de un sujeto que entorpece las actividades de la vida cotidiana: “Con frecuencia falla en prestar la debida atención a detalles o por descuido se cometen errores en las tareas escolares, en el trabajo o durante otras actividades (por ejemplo, se pasan por alto o se pierden detalles, el trabajo no se lleva a cabo con precisión)”.
En un movimiento siempre arbitrario, muestra época ha mostrado mayor sensibilidad crítica respecto del manicomio, mientras que la cárcel aún espera su turno.
*Psicoanalista, docente y escritor.