Hay un par de cosas que sabemos del pasado y una es que es un país extranjero, como dictaminó el poeta. Otra que sabemos, más política talvez, es que es una construcción, una manera de interpretar el presente al gusto o la utilidad propia. No es nada siniestro ni complicado, es como cuando alguien conoce a alguien nuevo y llega un momento en que hay contarse a sí mismo. Por supuesto que se editan los papelones y las agachadas, y se levantan los buenos momentos, contados bajo la mejor luz. Es la historia a ser tomada con una buena cucharada de sal.
Es lo que le pasó a la provincia de Buenos Aires en 1862, cuando quedó a la cabeza de la ex Confederación y flamante República Argentina. En septiembre de 1861, el ejército bonaerense, por entonces llamado porteño, batió al confederado en Pavón, al sur de Santa Fe, y aceptó volver a Argentina después de siete años de independencia. El Estado de Buenos Aires volvía, pero en sus términos porque para algo había ganado esa batalla. Y sus términos eran que era la primera, la que manda.
En ese momento, hubo una furia historicista impulsada por la sensación de que se habían terminado las guerras civiles y volvíamos a ser un país y no dos, o tres. Por eso las crueles represiones a las montoneras eran llamadas "operaciones de policía" y al gobernador que se retobara lo intervenían y listo. Y por eso también se puso de moda rescatar las primeras décadas de nuestra vida independiente, abundantes en glorias. Habían pasado apenas cincuenta años de las batallas y en el país vivían bastantes viejos que habían combatido a las órdenes de nombres que hoy son avenidas. Los diarios de la época pusieron de moda las entrevistas a guerreros de la independencia, perfiles de próceres, cronologías, cartas y rescates diversos de papeles viejos. Era la historia en construcción.
La cosa se puso competitiva enseguida y la provincia creó una comisión para descubrir al guerrero sobreviviente que tuviera la foja de servicios más gloriosa. No era chiste, porque el que ganara el concurso de antecedentes se iba a llevar diez mil pesos, un dineral. Como corresponde a estos cuentos, el premio se lo terminó llevando un mentiroso espectacular, un especialista en vestirse con plumas ajenas, un trucho de primera. Ni siquiera sabemos si se llamaba José Obregoso o José Palomino, pero sí que era peruano y un chiquilín cuando arrancó la revolución.
Este José fue estudiado por Héctor Viavaca, un historiador que penó para desentrañar las mentiras del peruano. Según parece, era de Trujillo y había arrancado como "aprendiz de trompa" en el regimiento patriota de Cazadores a Caballo, que luego se lo pasó al 2 de infantería del Perú, a tiempo de participar en la batalla de Pichincha. Aunque estuvo en el bando ganador, José aprovechó y desertó a los realistas, que sin preguntarle mucho lo metieron en la banda de clarines de los Húsares de Fernando VII. Los pobres húsares fueron pulverizados en Ayacucho y todos sus músicos fueron inmediatamente vestidos de azul e incorporados a la fanfarria del regimiento de Granaderos, por entonces bajo órdenes bolivarianas.
Como se ve, en esa época no se preguntaba mucho sobre los cambios de camiseta, y menos con los músicos, que eran escasos. Nuestra idea de que el ejército realista era compuesto exclusivamente por españoles y el patriota por criollos es cosa nuestra: en la época andaban juntos y mezclados, que la cosa no era la partida de nacimiento sino las ideas.
La cosa es que el joven José terminó en Buenos Aires porque al terminar la guerra lo que quedaba del regimiento se lo trajo para acá. Evidentemente, el peruano no tenía otra profesión que el uniforme, porque en 1826 marchó a la guerra con el Brasil en el 4 de Coraceros a las órdenes de Juan Galo de Lavalle. Está más o menos comprobado que combatió en Ituzaingó y después pasó a la división del coronel Nicolás Medina, la que apenas volvió se sublevó contra el gobernador Manuel Dorrego. José revestía de soldado raso, ni siquiera tocaba ya la trompeta.
Los años siguientes son un misterio que ni la paciencia china de Viavaca logró descifrar. El siguiente papelito lo ubica de nuevo con Lavalle en la Legión Militar que en 1839 se alzó contra Rosas. El peruano había pelechado, ya que aparece como asistente mayor, el nombre que se le daba en la época a un edecán. El general Iriarte, el de los varios tomos de memorias, lo recuerda con ironía clasista como el trompetista personal de Lavalle y nada más.
Esta es aquella tragedia que terminó con un grupo de soldados harapientos llevando los huesos de Lavalle en una alforja de cuero hasta la catedral de Potosí. José, que entonces usaba el nombre Obregoso, terminó exiliado en Bolivia y pasó trece años entre ese país, Perú y Chile, mencionado ocasionalmente en sus cartas por otros exiliados argentinos. No se sabe de qué vivía, pero sí que se casó, tuvo tres hijos, enviudó y volvió a casarse. También se sabe que en esos años comenzó a tejer, bien tramada, su leyenda de exageraciones y cuentos.
En 1854 reapareció en Buenos Aires y se conchabó, glorioso exiliado lavallista, con Mitre bajo el nombre de José Palomino Obregoso. Combatió en Cepeda y en Pavón, con el mismo rango de edecán, haciéndose llamar "el trompa de Ayacucho" y muy activo para que hasta el gato supiera cómo lo quería Lavalle. Cuando le contaron lo de la comisión, decidió presentarse y ganar no sólo el dinero sino la consagración de héroe.
El que se presentó ante los tres generales y dos coroneles era un morochazo petiso y fuerte, "achinado y trompudo", con una nariz de buen tamaño y analfabeto de los que no saben ni firmar. Lo que los entorchados no se esperaban era la extraordinaria memoria y detallismo del trompetista, que para cuando terminó la sesión los tenía en el bolsillo.
José arrancó diciéndose porteño y criado en Mendoza, donde se hizo granadero en 1816 en el escuadrón al mando de Mariano Necochea, cruzó los Andes y combatió en Chacabuco y Maipú, además de varios otros entreveros menos famosos. Luego explicó que lo siguió a San Martín al Perú, desembarcó en Pisco y combatió en Nazca, Mirabe y Pasco, además de entrar a Lima. De yapa, juró haber matado a un comandante español en Riobamba y haberse lucido en Pichincha.
Acá es donde las actas muestran que José se fue totalmente de mambo y empezó a ponerse en batallas donde los granaderos no combatieron. Los oficiales de la comisión se lo señalaron, y el peruano volvió a abrumarlos con lujo de detalles sobre su pase a otro regimiento, incluyendo el nombre del comandante y sus oficiales, fechas y hasta la paga que le debían.
El maestro siguió su relato contando que fue herido, en su nuevo regimiento, en la batalla de Moquegua, que los realistas lo capturaron, que se fugó sangrando, cruzó el desierto y se unió a una fuerza comandada por el general Santa Cruz, con quien combatió en Oruro, Zepita, Sicasica y Arequipa. Luego, juró y rejuró, logró a volver a los granaderos a tiempo para salvarle la vida a Necochea en Junín, donde recibió cuatro heridas. Puesto en superman, José se colocó con sus cinco heridas en Ayacucho, donde por supuesto fue él quien tocó la clarinada ordenando el ataque y donde, por supuesto, fue herido otra vez.
La leyenda de José podría haber terminado ahí, pero el hombre siguió de largo y se colocó en la guerra con el Brasil, que habría terminado con él prisionero de las tropas imperiales. Esta vez, por suerte, no lo hirieron.
José Palomino Obregoso fué declarado un héroe en vida, con los bolsillos llenos de pesos fuertes, su relato impreso en todos los diarios, el gobernador bonaerense Bartolomé Mitre dándole sus felicitaciones y llenándole el pecho de medallas. En 1865, Mitre se lo llevó a la guerra del Paraguay y el peruano tuvo su consagración, tocando el llamado a la carga en Curupaití, la batalla más sangrienta de nuestra historia.
Pero en 1873, José dió un paso en falso y se presentó ante la Comisión de Liquidación de la Deuda de la Guerra de Independencia, que pese al nombre sí existió, y pidió décadas de sueldos atrasados. Esta vez no habló con oficiales con ganas de creerle sino con contadores, que no encuentraron ni un papelito que sostuviera su pedido. Discretamente, le preguntaron al coronel Jerónimo Espejo, un anciano que sí había combatido con San Martín. Espejo se les ríe en la cara y destroza el premio de la otra comisión. Los contadores siguieron consultando a sobrevivientes y el golpe de gracia lo dió el general Juan Pedernera, el único que se acordaba del peruano porque lo tomó prisionero en Ayacuho, vestido de uniforme rojo.
Los contadores odian los escándalos y estos archivaron discretamente el pedido de José. El peruano siguió insistiendo, incordiando a medio mundo. Se murió en octubre de 1873 sin que nadie le pagara esos sueldos ni le pidiera de vuelta las 37 medallas y los diez mil pesos.