Las máquinas pueden ser, en general, el símbolo de la emancipación humana así como la señal de la más despiadada dominación. El peligro que abrió el boom exploratorio del Chat GPT en la actualidad sólo le ha dado título nuevo al siempre constante temor apocalíptico frente al avance de las herramientas, por caso. Entre el apocalipsis y la reinvención de lo humano, hay una máquina que brilla con el calor del recuerdo y el frío de lo posible, un objeto que ha sido pensado como arma por numerosos escritores, así como un vejestorio lindo para decorar y darle vida a una sala por más de un diseñador. La máquina de escribir, junto con el cine y el psicoanálisis, es parte de los inventos definitivos del siglo XX. Martyn Lyons, profesor emérito de Historia en la Universidad de Nueva Gales en el sur de Sidney, especialista en una disciplina que por momentos parece historia o sociología del libro, presenta en El siglo de la máquina de escribir un trabajo atrevido en su propuesta y amable en su resultado: la densa investigación de Lyons acerca del desarrollo de la historia de la máquina de escribir en Occidente se encuentra tan buenamente escrito que resulta un material de consulta imprescindible y, a la vez, un libro ágil, atrapante, que muestra la lenta conquista de una creación que cambió para siempre la vida humana. En algún punto, la cantidad enorme de producción y circulación de ideas en los últimos 150 años sólo puede ser entendida a partir de la compra masiva por parte de sujetos de la más variada estofa de una sola cosa: una máquina de escribir.

¿Fue un invento que apareció de una sola vez en nuestro horizonte? Muy por el contrario, Lyons recalca insistentemente la idea de que una máquina tan compleja sólo puede ser resultado del aporte de diversas personas, y de una búsqueda que está instalada, al menos, casi un siglo antes de la aparición de su primer modelo. Si bien hay ciertos registros que indican los pasos iniciales de este implemento a comienzos del 1700, podría considerarse un primer momento concreto de lo que luego será la máquina de escribir el artefacto de Pellegrino Turri en Italia, quien construyó en 1808 una máquina para la condesa Carolina Fantoni de Fivizzono, quien había perdido la vista de niña, pero mantenía un asiduo intercambio de correspondencia. El mismo Turri inventaría algo que hasta el día de hoy acompaña el imaginario de la máquina de escribir: el papel carbónico. A mitad del siglo XIX, Pierre Foucault creó en Francia el “rafígrafo”, ganando luego una medalla de oro en la Gran Exhibición de Londres de 1851. Foucault era ciego: los antecedentes de la máquina que dominaría el siglo siguiente aparecieron como dispositivos cuyo fin era ayudar a los no videntes a seguir escribiendo pese a su condición. Tocar la superficie de las teclas con los dedos suplía la visión y permitía la comunicación entre quienes veían y quienes no.

TOLSTOI DICTANDO A UNA TAQUÍGRAFA

Christopher Latham Sholes, hijo de un fabricante de armarios, nacido en Pennsylvania en 1819, si bien fue el 52º hombre en inventar una máquina de escribir, fue el primero en patentarla y colocarle el nombre por el que sería conocida de allí en adelante: Typewriter. Financiado por James Densmore, Sholes pensó que podía mejorar el prototipo conocido como Ptereotipo de Pratt, el cual había visto en la publicación Scientific America: esa máquina precisaba que el escritor colocara la letra deseada en el punto de impresión antes de presionar la tecla. El primer modelo experimental, si bien sólo escribía una letra, la W, resolvía el problema al evitar el cambio manual que implicaba el artefacto que buscaba corregir. Luego, crearía un cilindro que se movía de derecha a izquierda, rotando, y apto para cualquier tipo de papel. Se sumaría, por colaboración del primer inversor, Glidden, la idea de una barra larga para generar espacio; Sholes incorporó también un pedal para controlar el retorno del carro y un timbre para indicar el final del renglón. Para evitar que se atascaran las teclas, Densmore y Sholes optaron por una organización de las letras distinta a la alfabética, respetando el modelo de cuatro filas para la escritura. Nacería así, desordenado, el teclado que hoy consideramos estándar, el QWERTY.

Pasados cinco años, en 1872, el modelo final estaba listo: pero ¿quién se encargaría de comercializarlo? La verdad era que Densmore había metido U$S 10.000 en el sueño de Sholes sin ver retorno alguno, no podía hacerse cargo de seguir con el paso correspondiente, el de dar a conocer el invento. Entró en escena una fábrica de armas de Ilion, New York, con el bolsillo necesario para construir, en 1873, 1.000 máquinas entregadas a Densmore y Yost, aunque luego se haría evidente que la mejor manera era que directamente dicha fábrica se encargue de la comercialización y le pague luego al financista y al inventor una regalía de U$S 15 por cada máquina vendida. La primera máquina de escribir, la Remington Nº1, salió a la venta en 1874, en medio de una crisis económica y con sus creadores repletos de deudas y casi en la miseria. Siguiendo la terminología crítica de Lyons, había nacido la “tipoesfera”, esa comunidad hipotética de sujetos que se identifican con una misma práctica, que comparten los mismos problemas, y que, vale agregar, forman parte de una misma época en la historia occidental.

ESCRIBIR, PASIÓN, TRABAJO

La progresiva internacionalización de la máquina de escribir comenzó a producir modificaciones en prácticas de la cultura ampliamente diversas: muchas tenían que ver con el mundo del arte, pero muchas también con el trabajo. En lo que corresponde a lo primero, nace con este instrumento un nuevo modelo de escritor que ya no se acompaña con la pluma ni se dedica a la escritura en cuadernos, sino que acumula hojas y hojas con las huellas de las teclas en la blanca superficie y un estilo adaptado cada vez más a lo que el artefacto permitía o no. Friedrich Nietzsche, por ejemplo, encargó en 1882 una Skrivekugle o bola de escribir, inventada por el danés Hans Malling Hansen, instrumento sumamente diferente a la creación de Sholes. Aquejado por migrañas y frente a un creciente deterioro de la vista, pudo haber recurrido al implemento como muchas personas con la visión defectuosa. Nietzsche escribió, en letras mayúsculas ya que la bola de escribir no tenía minúsculas, un elocuente poema: “LA BOLA DE ESCRIBIR ES UNA COSA COMO YO: HECHA DE HIERRO / PERO QUE SE RETUERCE CON FACILIDAD EN LOS VIAJES. / PACIENCIA Y TACTO SON NECESARIOS EN ABUNDANCIA, / COMO TAMBIÉN DEDOS DELICADOS PARA USARNOS”. Esa identificación del escritor con el artefacto hablaría no sólo de cómo se pensaba el filósofo alemán frente a este nueva lógica de escritura, sino que también implica una serie de variaciones en el modo de escribir ensayos, literatura en general, que llegaría hasta el estilo rabioso de Kerouac, de los beatniks, quienes solían encontrar en la máquina de escribir el aparato necesario para traducir sus impulsos, divagaciones y movimientos, en el mismo sentido que un saxofonista se hace uno con su instrumento hasta transformarlo en una especie de dispositivo catártico. Lyons no comparte en este sentido el entusiasmo de otros especialistas en la historia de la máquina de escribir y otro tipo de fabricaciones, como Friedrich Kittler. Este investigador alemán llegó a afirmar en trabajos como Grammophon, Film, Typewriter (1986) que el estilo aforístico de Nietzsche o la escritura impersonal de Kafka estuvieron determinadas por la aparición de estas nuevas tecnologías que obligaban a un distanciamiento entre la mano y la escritura, produciendo una nueva mirada en torno a lo escrito, más global y, en algún punto, tendiente a analizar lo hecho como algo ajeno. Sin embargo, no por eso el propio Lyons deja de ver que tampoco es indiferente el mundo de lo escrito a la llegada de la máquina: el nacimiento de escritores pulp o la aparición de la gran industria del best seller, con nombres como Agatha Christie y Georges Simenon, hubiese sido imposible sin un alto caudal de texto producido gracias a una herramienta que evita la extenuación, aumenta la producción, organizándola, y mejora la posibilidad de corrección mediante la relectura rápida (que no tiene que descifrar letras manuscritas que rayan la ilegibilidad, como bien nos han enseñado ciertos doctores).

AGATHA CHRISTIE FRENTE A LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

La romantización del instrumento del escritor dialoga palmo a palmo con el desarrollo de nuevas actividades laborales impulsadas por la implementación de la máquina. Actividades que han abierto o colaborado, de manera evidente, pero no por eso menos sorpresiva, con la emancipación de ciertos grupos sociales oprimidos, como el de las mujeres. La venta de máquinas de escribir en la primera mitad del XX deja a las claras que el trabajo de secretaria, de colaboradora o ayudante de diferentes figuras de poder constituyó la base para la aparición de trabajos no domésticos para las mujeres en un movimiento que parece hasta dialéctico: el hombre poderoso dicta, la mujer escribe, pero en su lugar de sometimiento va conociendo y perfeccionándose en una técnica que luego usará en contra del opresor en pos de emanciparse. Como bien dice Lyons, mal pagas, objeto de chistes y burlas, segregadas a finales del siglo XIX, ya para entrado el 1900, la mecanógrafa, pese a todo, había desplazado al hombre de su papel protagónico en el trabajo de oficina.

El siglo de la máquina de escribir es un estudio imprescindible que abre puertas a nuevas preguntas en la medida en que pone el ojo en algo escondido a plena luz del día. ¿Cómo comprender las transformaciones culturales tan definitorias de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo pasado? A través de la herramienta que definió el período, que habilitó a que diversos sujetos pudieran plasmar sus ideas en la página, estandarizando el caudal energético que antes hacía del estilo la marca del hombre y ahora abría la posibilidad de un estilo sin marcas personales. Digamos, la máquina de escribir es el instrumento más representativo de la democratización de la cultura y la tecnología: de su uso primigenio a las clases de mecanografía en las escuelas, este instrumento fue un vector de igualdad antes que de dominación. Al mirar una máquina de escribir, antes que una pieza de museo, cualquiera debería poder encontrar el deambular vivo de los fantasmas del siglo XX, con su lógica de progreso, con sus contradicciones, pero produciendo siempre esa música infernal y divina a la vez, música hecha por sus teclas perforando el aire, la hoja, la nada.

>Fragmentos de El siglo de la máquina de escribir de Martyn Lyons

EL MUEBLE DEL SIGLO

El siglo de la máquina de escribir abarca aproximadamente desde la década de 1880 hasta la década de 1980, es decir, desde que se pudo acceder a la máquina a nivel comercial hasta el surgimiento del procesador de texto como herramienta de escritura dominante en Occidente. Para ser precisos, 1984 fue el momento orwelliano en que Apple lanzó su primera computadora Macintosh. La Asociación de Editores Estadounidenses calculó ese mismo año que entre el 40 y el 50% de los autores literarios de los Estados Unidos usaban un procesador de texto. Hay dos sucesos y dos autores que le ponen el colofón al período que constituye el objeto principal de este análisis.

El siglo de la máquina de escribir comenzó cuando Mark Twain la adoptó a comienzos de la década de 1880. Al respecto, proclamó: “Soy la primera persona del mundo que aplicó la máquina de escribir a la literatura” y, efectivamente, se le suele adjudicar haber sido el primer escritor en usar una máquina de escribir.

Calculaba que Las aventuras de Tom Sawyer (1876) había sido la primera novela escrita a máquina, pero le fallaba la memoria: en realidad fue La vida en el Mississippi (1883). La verdad es que Twain le dictaba a una taquígrafa, que como siempre permaneció invisibilizada, y él jamás aprendió a escribir nada por su cuenta más que “the boy stood on the burning deck” (“El chico estaba en la cubierta en llamas”). Para Twain, la máquina de escribir fue una novedad costosa que usó para impresionar a quienes lo visitaban. No tardó mucho en querer deshacerse de ella y terminó por regalársela a su cochero.

El siglo de la máquina de escribir llegó a su fin, al menos, simbólicamente, con la primera novela escrita en un procesador de texto. En 1968, el escritor birtánico de suspenso Len Deighton hizo que le entregaran un enorme procesador de texto IBM a través de la ventana de su departamento en un primer piso en South Bank, Londres, para escribir Bombardero, publicada en 1970. La máquina pesaba casi 100 kilogramos y hubo que quitar una ventana para que pudiera instalarse en su departamento usando una grúa. Hay fotografías que muestran a Deighton en su espacio de trabajo, donde se lo ve prácticamente atrapado entre la pared y la máquina que lo rodea, guardando similitud con el mapa de Europa Central que estaba pegado contra la pared y que usó para planificar los bombardeos sobre la Alemania nazi que fueron el tema de su novela. Sin embargo, las fotos no siempre revelan la presencia clave de su asistente, Ellenor Handley, quien fue efectivamente la que tuvo que aprender a usar la nueva máquina de escritura mecánica.

DISQUISICIONES ALFABÉTICAS

Las primeras máquinas chinas directamente no tenían teclas: siguiendo un sistema que inicialmente habían creado los misioneros en China, tenían entre 2.000 y 5.000 de los caracteres más habituales dispuestos sobre una base rectangular plana, y una palanca movía el carro hasta colocarlo sobre los caracteres seleccionados para la impresión. En consecuencia, el modelo Double Pigeon, popular en la época de Mao Tse Tung, no tenía teclado; en cambio, tenía una platina móvil y una palanca que se asemejaba a una máquina de código Morse y que, con un movimiento hacia abajo, golpeaba el carácter seleccionado. Para ahorrar tiempo y evitar problemas, resultaba práctico yuxtaponer los caracteres que se combinaban con frecuencia, como “estadounidenses” e “imperialistas” o “liberación” y “ejército”. Eso suponía un uso rutinario y sumamente predecible del lenguaje. La proximidad de caracteres frecuentes, desde luego, era exactamente lo contrario a lo que apuntaba la disposición de teclas al estilo QWERTY de Sholes.

Originalmente, Sholes había ordenado las letras de las teclas en orden alfabético y aún quedan rastros de ello, por ejemplo, en la secuencia fghjkl de la fila guía. Él y Densmore trabajaron para separar algunas de las letras de uso frecuente para evitar que chocaran y se trabaran los portatipos, pero la distribución de las letras fue arbitraria y logró su objetivo de manera parcial. QWERTY no es necesariamente la disposición más conveniente para quienes mecanografían al tacto y guarda bastante similitud con un complicado concierto para piano de Rachmaninov que exige al máximo la apertura de dedos de muchos pianistas. Sholes no tenía el objetivo de que se pudiera mecanografiar a mayor velocidad. En 1874, ni siquiera se hablaba de mecanografía al tacto, y los diseñadores sólo tenían en mente a usuarios que usaban dos o cuatro dedos. Remington acentuó la disposición aleatoria de las teclas al mover la “r” a la fila superior, lo cual le permitió llevar a cabo un divertido truco publicitario: se podía escribir la palabra typewriter (“máquina de escribir”) usando exclusivamente teclas de la fila superior. A pesar de que no representaba necesariamente la fórmula más veloz, la caprichosa disposición de Sholes llamada QWERTY quedaría como la secuencia de letras establecida y casi institucionalizada a nivel mundial.

HISTORIAS CON MUCHO ROLLO

El caso paradigmático de esta clase de actitud romántica frente a la máquina de escribir sigue siendo la relación que tuvo Jack Kerouac con su Underwood Standard. Kerouac despreciaba la técnica meticulosa, lo que llamaba la “artesanía” de escritores como Henry James. En cambio, su objetivo era lograr la espontaneidad y la fluidez de composición, ya sea con o sin la ayuda de drogas. En Fundamentos de la prosa espontánea, que escribió luego de En el camino, renegaba de las puntuaciones de las oraciones “ya acribilladas arbitrariamente por dos puntos que estorban y tímidas comas usualmente innecesarias”. Aconsejaba no detenerse a pensar, no elegir conscientemente la expresión apropiada sino “garabatear como chicos palabras salvajes y escatológicas hasta sentirse satisfecho”. Lo interesante para nosotros es que Kerouac solamente podía concretar su visión de la espontaneidad usando una máquina de escribir. Como resulta evidente en Atop an Underwood, un texto en el que Kerouac analiza su aprendizaje como escritor, para él escribir y teclear en la máquina se convirtieron en sinónimos desde una edad muy temprana. En 1954, le escribió a Allen Ginsberg que “directamente estaba incapacitado si no tenía una máquina de escribir”.

 

En 1941, Kerouac tuvo su propia máquina de escribir, probablemente alquilada, que le permitía escribir cuentos por la noche mientras trabajaba en Hartford (Connecticut). El famoso rollo que inventó para escribir la primera versión de En el camino (un invento que evitaría cortar el flujo de escritura al cambiar de página) medía 36 metros y medio de prosa ininterrumpida según el biógrafo de Kerouac, dato que parece haber confirmado Ginsberg, admirador suyo. Sin embargo, los detalles relativos a esa copia fueron puestos en duda. No queda claro cuál fue la clase de papel que Kerouac usó originalmente, y existen diferentes versiones sobre el método que empleó para unir los trozos y armar el enorme rollo que finalmente presentó a la editorial Viking. Según Ann Charters, utilizó hojas de papel para planos que luego pegó con cinta adhesiva para obtener un único rollo de En el camino. En una entrevista televisiva de 1959, el mismo Kerouac explicó que había unido el rollo con cinta. El texto mecanografiado no tenía márgenes ni estaba dividido en párrafos, pero sí tenía puntuación. Ese formato no era idóneo para la publicación, de ahí que este rollo constituya una primera versión que luego Kerouac fue trabajando en diferentes etapas. Pese a todo, el rollo mecanografiado en sí mismo representaba un recorrido, un símbolo certero del viaje que constituía el meollo de la novela. A medida que pasaba por la máquina de escribir y se iba desenrollando, se asemejaba a la ruta misma que se extendía debajo de las ruedas del auto.