Todas las familias guardan secretos. Algunos ni siquiera se sospechan, otros tienen durante mucho tiempo carácter de intuición compartida pero jamás se ponen sobre la mesa. Deben ser los menos los que en algún momento terminan por revelarse y se llevan puesto todo un sistema de creencias estructurado alrededor de ellos. Entre estos últimos está el secreto que dio puntapié a El rayo, la creación más íntima de María Ucedo, una artista escénica que, entre el teatro y la danza, ya trabajó varias veces con fragmentos o materiales de su vida. La historia de la obra –con alerta de spoiler– es la siguiente: tiempo antes de la pandemia, Ucedo estaba acompañando a su mamá durante el duelo después de la muerte de su mejor amiga, rebautizada por la pequeña María y por sus dos hermanos como la tía Naia. En alguna de las charlas que entabló con su madre durante o después del proceso doloroso que implicaba vaciar el departamento de la amiga fallecida, ocurrió la revelación: el vínculo entre su mamá y la tía, lejos de ser el de dos hermanas, estaba atravesado por la pasión amorosa.
Pero El rayo no es ni de cerca una obra sobre una tardía salida del clóset o sobre cosas que han permanecido ocultas durante años, aunque a primera vista pareciera tratarse de eso. Mucho más que obsesionarse con entender o reponer cada detalle de la historia de amor de su mamá, Ucedo hace otra cosa. Una cosa acaso más interesante: dejar abierto un surco entre la percepción de los sucesos que tenía cuando era chica y la percepción de los hechos tal como puede entenderlos ahora, en su adultez, y tratar de hilar una verdad a su medida en ese espacio que se abre entre aquella mirada más ingenua (“¡la presbicia familiar!”, la llamará María) y una perspectiva menos cándida pero más comprensiva. “Yo toda la vida me preguntaba si mi mamá había tenido algún amor después de divorciarse de mi papá. Incluso se lo pregunté varias veces de forma directa, pero ella en general me contestaba que estaba abocada a sus hijos y que no tenía por qué contarme sus intimidades”, dice Ucedo. Ella en un principio se quedó tranquila con esa respuesta, pero en algún momento las reglas del juego cambiaron. “Cuando, después de la muerte de Naia, mi mamá me contó como al pasar lo que había pasado entre ellas, el cuerpo me tembló. De pronto tenía delante de mis ojos la respuesta que había estado buscando por tanto tiempo. Y con esa respuesta pasaron cosas: pude mirar de una manera nueva a mi mamá, y creo que la pude admirar todavía más, por su capacidad para construir la vida que quiso, aún después de haber pasado por un montón de sufrimiento: divorciarse en esa una época en la que no era fácil como ahora y después de pedirle el divorcio a mi papá tres veces, conseguir una matrícula para ejercer como escribana, desarrollar su carrera, criar tres pibes casi sola. Y vivir la historia de amor que quiso”.
Todas las familias guardan secretos. Y el mejor guardado de la familia de María Ucedo consistía en una historia de amor del que ella se enteró tarde, cuando una de las partes que le daban vida a ese amor se murió. Por eso, El rayo es para su creadora también una suerte de homenaje a esa amante, que ella jamás pudo ver como lo que en verdad era. “A veces pienso esta obra como el abrazo que no le pude dar a la tía Naia con la certeza de que era la gran compañera de vida de mi mamá. Es, también, un homenaje a la fuerza del amor, y a la fuerza de mi mamá”.
Junto a los audios que grabó en una entrevista que le hizo a su mamá después del día de la gran confesión, y junto a los reenactments que lleva a escena con textos del anecdotario familiar, y con fotos robadas al archivo casero, María cuenta esta historia con ayuda de una tela inmensa que le sirve para evocar objetos, para crear muchas formas distintas, y que en escena se vuelve metáfora en movimiento. Esa tela tiene su propia historia (porque en la vida como en el teatro, nada se pierde y todo se transforma en lo que uno necesite). “La tenía arrumbada hace muchos años. Estaba en casa desde una vez que fuimos a vaciar un galpón con restos de escenografías de El descueve, una de esas tareas plomas que tenés que hacer cuando hacés teatro independiente”, se acuerda María. “La había encontrado entre otras telas viejas que nos habían sobrado de nuestra obra Patito Feo. Me la quedé pensando que algo iba a hacer con ella, no sabía si una cortina para mi casa o alguna obra, con esa convicción de que para algo iba a servir. Y cuando le empecé a dar forma a esta obra me la llevé a los ensayos, empecé a darle movimiento. Finalmente, se convirtió en una protagonista más de El rayo”. Cuando llegó al Portón de Sánchez, quizá una de las mejores salas de la ciudad para el circuito de la danza por esa profundidad que parece inabarcable, la tela quedó un poco chica. Había que llenar ese espacio negro e inmenso. Pero el pacto con la tela ya estaba establecido y reemplazarla por otra no era opción: María la unió a otra del mismo color para hacerla crecer en escena. “Eso es lo maravilloso de los procesos creativos: nunca sabés muy bien dónde vas a terminar. Tomás algo de acá, de allá y esas poéticas que al principio no parecen estar conectadas se van uniendo”.
La tela no es la única herencia directa del Descueve que se trasluce en este trabajo: en el lenguaje del que está hecha la obra hay mucho de la educación sentimental de María y del grupo del que fue fundadora. El rayo está construido con esos mismos elementos que definieron la poética del mítico ensamble que creó junto a Carlos Casella, Ana Frenkel, Mayra Bonard y Gabriela Barberio: la expresión corporal, la danza, el texto y los elementos visuales y sonoros se fusionan para la creación de una cosa que en escena se termina transformando en bastante más que la suma de sus partes, que salta de un recurso a otro sin solución de continuidad y que no necesita de las definiciones, porque entiende que esa es una urgencia ajena. “Con El Descueve nos pasaba un montón eso de que nos preguntaran ¿qué son ustedes, bailarines, performers, actores? ¿Cómo se llama lo que hacen? ¿Es danza o es danza teatro? Yo lo puedo entender, pero la verdad es que a veces siento que es más una necesidad de los otros la de encasillar lo que hago. Por mi parte, yo tengo claro que hago uso de los lenguajes que me sirven para hacer las cosas que quiero hacer. Yo me siento una creadora escénica que escribe sus textos, que los actúa y que por sobre todas las cosas baila”, dice Ucedo, que entró a la actuación y a la escritura desde la danza. Desde siempre admiró mucho a Pina Bausch y quería tomar algunos elementos del teatro para ampliar sus obras. Por eso se puso a entrenar con Claudio Tolcachir, con Nora Moseinco y con Guillermo Angelelli. Y por eso, más tarde, sintió necesidad de afianzarse en la escritura y tomó clases con Hebe Uhart. Pero lo que considera su formación más contundente como artista no se dio en ninguna escuela, sino como espectadora de la movida porteña en los años de la primavera democrática. “Buenos Aires estaba estallada, había una avidez tremenda por hacer cosas y por ver. Cuando yo descubrí todo ese mundo que se estaba cocinando ahí abajo me volví loca. Ibas al Parakultural y estaban Tortonese, Urdapilleta, las Gambas, los Melli. Era hermoso lo que sucedía y contagiaba”.
María estaba terminando el secundario, empezaba a intuir que quería dedicarse a lo escénico y pasó muy rápido de las butacas al escenario: presentó una coreografía propia en el Parakultural, en el marco del ciclo “La danza no transa”. No mucho tiempo después conoció a quienes serían sus compañeros en El Descueve y algo de ese espíritu festivo y do it yourself que a todos ellos, por entonces jovencísimas promesas, los había entusiasmado, se coló ya desde los primeros trabajos. Presentaron algunas piezas cortas en Cemento, eligiendo su propia música, bailando sus propias coreografías e iluminados por las luces de un escenario destinado a las bandas de rock. “Es que nosotros éramos punks, o eso creíamos”, se ríe Ucedo. Había, ya desde los primeros trabajos del grupo, una certeza: no querían hacer danza para el público de bailarines, querían llegar a un público más amplio, que gustara del teatro, de la música, pero sobre todo, de la escena cultural de Buenos Aires en general.
Ese espíritu de fiesta se mantuvo siempre para ella como condición sine qua non para subirse a escena, incluso en una obra pequeña e íntima como esta, donde se recuerdan tramos dolorosos de la vida familiar, pero lo que queda resonando es lo luminoso. Entre las múltiples anécdotas que generó este proyecto, María se emociona por la cantidad de mensajes que recibió por parte de conocidos y amigos de su mamá de cuya existencia ella no tenía ni idea. Recuerda especialmente el de un espectador que fue a ver la obra y al día siguiente le mandó un mensaje: “Yo pensé que iba a ir a ver algo de El descueve y me encontré con una obra sobre la escribana Herrera, ¡no puedo creerlo!”, leyó ella. La anécdota justificaba que, muchísimos años después de conocerla, el joven todavía se acordara de la mujer que había contratado para cerrar la compra de una propiedad: mucho tiempo antes de que existiera el matrimonio igualitario, la mamá de María lo había ayudado a pensar de qué forma su novio podía, ante alguna eventualidad, quedarse en el departamento que estaba adquiriendo. “Mi mamá es muy graciosa, un personaje. No es que me extrañe que tanta gente la quiera, pero encontrarme con todo ese cariño sigue siendo conmovedor y a veces hasta me hace llorar”, dice Ucedo, atravesada por la fuerza de un rayo que sigue y sigue resplandeciendo.
El rayo se puede ver los viernes de julio a las 21 en el Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, CABA