Primeras horas de la madrugada del sábado 21 de octubre de 1972, Puerto Madero.
—Levantate, pibe. Vamos, adelante. Dale. Caminá.
La voz es firme. Para nada violenta: una orden seca, directa. Reconozco el tono de un oficial y no de un marinero.
Del muelle llega un olor a mierda horrible, ese vaho del río que trae el viento. Estamos en el jardín de lo que suponía que era un destacamento de la marina, que todos ya sabíamos que eran los peores, los más crueles, entre los milicos. Había pasado una hora y media de mi detención en el Luna Park. Nunca me dijeron nada, ni me amenazaron, pero yo estaba envuelto en pánico. Aunque no se los demostrase, cargaba con toda la adrenalina del escándalo en el cuerpo y lo mínimo que podía esperar de una situación como esta era que me molieran a golpes. El que había dado la orden y dos más me escoltan hasta la puerta:
—Te podés ir.
Y punto, nada más. El oficial señala el camino y, con más miedo que antes, me pongo a andar. Camino sin volver la vista atrás por un sendero totalmente oscuro en una noche muy cerrada, con el único alumbrado público roto de un piedrazo. Veinte metros por delante hasta cruzar el puente que lleva a tierra firme, y recién ahí, a lo lejos, las luces borrosas de unos autos. Esto es como llegar al final de un túnel dejando atrás la posibilidad concreta de que me fusilen por la espalda. Las piernas todavía me tiemblan y las caras cobran forma: músicos, fans, los plomos, amigos y Álvarez que me abraza.
—Decime qué te hicieron.
—Nada, Jorge. No me tocaron ni un pelo.
El peligro había pasado, al fin. Como en una película de la II Guerra Mundial, yo era el soldado ruso que los americanos dejan pasar en la frontera de Berlín. Pero no era Checkpoint Charlie sino lo que hoy conocemos como Puerto Madero, que entonces no se parecía en nada a lo que hoy conocemos como Puerto Madero.
Bienvenidos a los años pesados.
PERAS Y MANDIOCA
Jorge Álvarez fue el ideólogo de todos nosotros. Un tipo de izquierda que simpatizaba con el peronismo; un intelectual que encontró en el rock su oportunidad para reinventarse. Traía escrito en su destino asociarse a un lumpen como yo, que como mucho había leído Patoruzito o Mafalda, editada por él. Álvarez era un tipo muy inteligente y preciso: astuto. Pappo lo llamaba “El fariseo”. Yo aprendí muchísimo al lado suyo y él aprendió de música viéndome trabajar en el estudio. Con el tiempo fui corrigiendo sus errores: Jorge no se equivocaba cuando elegía un artista, pero sí en el desarrollo y la concreción de lo que tenía que hacer. Todo quedaba a medio camino. Manejaba las ideas, la parte intelectual, pero le faltaba barro. No tenía cancha. Ese era mi valor agregado, porque yo venía de muy abajo. Era clase trabajadora y pura intuición. Todo pudo existir, todo fue posible, a partir del momento en que nos conocimos.
Fue en una de esas noches en las que Ricardo Kleinman y Daniel Etcheverry pasaban por el estudio de Music Hall para supervisar las grabaciones. Me invitaron a sumarme a una reunión que iban a tener ellos con otros amigos, todos del ambiente gay de Buenos Aires. Un ambiente que para mí era de lo más natural, aunque viviéramos en un país machista y homofóbico, en el que los locutores de televisión y radio tenían que vivir escondiendo su homosexualidad, y además nos acostumbramos a que cualquier taxista te gritara “puto” por tener el pelo apenas largo y vestirte de otra forma. Desde que había empezado a trabajar en Odeón, me relacioné con Juanito Belmonte y su troupe y, luego, en el ambiente del Di Tella, todo era mucho más free, bisexual o como quieran llamarlo. Kleinman era uno de los pocos que no andaba disimulando nada. Vivía su vida de forma abierta: una loca desatada que se hacía notar por sus extravagancias.
En una de esas reuniones fue que me presentaron a Jorge Álvarez, que estaba acompañado por Pedro Pujó, uno de los chicos de Mandioca, de quienes yo tenía referencia porque Manal estaba en ese momento grabando el álbum en los estudios TNT. La editorial había quebrado y la aventura discográfica de Mandioca empezaba a hundirse, porque Jorge andaba sin un peso encima, muy afectado por un cambio que Onganía había introducido en la ley de créditos, que terminó destrozando su ya precaria economía. Álvarez estaba en rojo y vivía escapando de los oficiales de justicia como si hubiera sido un criminal. La imagen que tengo de esos meses en los que nos conocimos es la de verlo siempre con un viejo sobretodo verde tipo militar. Supongo que fue en el invierno de 1970, y no hay una situación determinada de la que yo pueda decir: “nos sentamos en tal bar y diseñamos el proyecto”. Lo que sí recuerdo es que pasaba a buscarme por el departamento de un ambiente en la calle Castelli donde vivíamos con Poupée, y de ahí salíamos a patear la calle.
En una de esas tantas reuniones le mostré el tema “Verdes prados” y fue a parar a Pidamos peras a Mandioca, que con el tiempo se convirtió en un disco de culto, como todos los que sacó Mandioca (que fueron muy pocos). Es el que tiene una pera gigante en la tapa. Toda la historia que se cuenta sobre esa pera es cierta. Vivíamos en una época en la que ni siquiera era posible decir la palabra “Perón” en la radio, y los chicos de Mandioca fueron y le encajaron un PERÓN en la tapa: una pera gigante. Nadie lo advirtió, porque los milicos eran muy brutos y porque todo esto era muy marginal. No molestábamos a nadie. Fue como decir: “¿Así que no se puede decir ‘Perón’? ¡Mirá como te pongo un ‘perón’ en la tapa!”.
EL ÚNICO CON HORARIO
Toda la segunda generación del rock and roll argentino terminó confluyendo en el primer álbum de La Pesada. Estábamos en una suerte de limbo, porque Manal, Almendra y Los Gatos ya se habían separado, la última Cueva se había cerrado y la distancia entre los músicos “comerciales” y el rock ya se había abismado. Quiero decir que, por ejemplo, a Sandro, que era mi amigo, dejé de verlo. Ya era Sandro de América, un ídolo de masas a años luz de nuestra realidad. Phonalex, que había resultado de la fusión de Phonal, el estudio en la avenida Santa Fe donde se grababan los jingles, y Alex, que se dedicaba al cine, en la calle Paroissien, en Núñez, donde se doblaban las películas, se convirtió en mi casa.
La Pesada empezó ahí, un gueto, el refugio para todos los que andaban dando vueltas alrededor de esta música que no tenía difusión y que si la escuchaban tres mil tipos era mucho. Visto desde el presente puede parecer raro que aparezca entre los agradecimientos un cantante como Sabú, que era el fetiche sexual de Kleinman, pero entonces era lo más natural y, además, sin él este disco nunca se hubiera hecho. Así como aparecieron también Bernardo Bergeret (El Brujo), Héctor Migliano (Ratata), y otros a los que nunca se relaciona con esta historia (o se los quiso borrar), pero tuvieron muchísimo que ver, cada uno a su manera.
En Music Hall yo tenía vía libre para usar Phonalex y empecé a tomar los horarios vacantes para grabar todo lo que terminó convirtiéndose en el primer disco de La Pesada, sin un plan premeditado. La única regla que acaso teníamos era permitirnos experimentar y expandir toda la música que se venía haciendo. Como muchos músicos estaban sin contrato y no tenían estudio, caían a Phonalex y zapábamos, o traían temas y se grababan con quienes estuvieran en ese momento. Por eso la primera Pesada no es una banda estable, sino que aparecen algunos de los chicos que habían estado conmigo en La Manzana, los jazzeros que me habían acompañado como solista, los de Los Bichos con los que habíamos grabado “Verdes prados”, los de La Cofradía de la Flor Solar de La Plata y La Barra de Chocolate y los líderes como Javier Martínez, Spinetta o Pappo, ya liberado de Los Gatos y en camino de armar Pappo’s Blues. Eso le dio tanta versatilidad al sonido que podía pasar de tener un bajo del jazz como Alfredo Remus, que había tocado con el Mono Villegas y Jobim, a un chico como Vitico que grabó a las cuatro de la mañana colgado de Mandrax, una pastilla para dormir que circulaba mucho entonces. Así de profesional y bohemio era todo.
El único que cumplía horario ahí era yo, que a las ocho de la mañana ya estaba en la consola con un porro encendido. A las once prendía el segundo. A las quince el tercero, y así hasta la noche. La marihuana no te iba a dar nada que no tuvieras dentro de vos, pero liberaba la imaginación (también podía hacerte grabar cosas que te parecían geniales y al otro día terminaban en la basura) y la creatividad. Así se completaron todos los temas del primer álbum.
HIPPIES Y FIRESTONES
Mucha gente asocia el nombre de La Pesada con la violencia política, que era cosa de todos los días, o a las drogas, el reviente, sexo, drogas y rock and roll y todo eso. Había drogas, sí, pero era todo muy de nicho y nada que alterase el discernimiento o que te llevase a terminar como Jimi Hendrix. Entonces nuestra droga de uso más común era la marihuana, que bien sabemos que no mata a nadie. El ácido vendría un poco después.
El origen del nombre es mucho más sencillo. Frente a las oficinas de Modart había un café en el que nos juntábamos. Y Álvarez, Pujó, Daniel y sus amigos tenían esa cosa muy gay de ponerle sobrenombre femenino a todo el mundo. ¡La Pesada era yo, que pesaba 120 kilos y tenía la contextura de un luchador! ¡Ellos me veían venir y decían “Ahí viene La Pesada”, y así quedó!
Todo el movimiento que salió de las Cuevas y que se terminó cristalizando en La Pesada era más bien apolítico, aunque yo me sentía más en la línea de los anarquistas. Pero hay que ubicarse temporalmente en el 70, 71, cuando de un lado del charco tenías a la policía, a los militares, a la gente que te puteaba en la calle. Nosotros, aunque no tuviéramos conciencia política, estábamos en contra de todo eso. Del otro lado del charco no había ninguna otra opción más que Perón. ¿De qué lado del charco ibas a estar? ¡Estábamos con Perón, por supuesto!
La primera vez que tocamos en vivo fue a través de Oscar López, que ya era el manager de Arco Iris y armó un ciclo en el teatro IFT. No puedo precisar si eso fue antes o después de la salida del disco, porque además La Pesada no estaba planificada para tocar en vivo ni era una banda de ensayo. Solo que vinieron con esa propuesta de hacer un teatro y los que estaban dando vueltas por el estudio en ese momento fueron los que se subieron a tocar. Podrían haber sido otros.
No recuerdo qué otras bandas tocaron en ese ciclo pero sí recuerdo que no funcionaba, no estaba yendo nadie. Y La Pesada mató. Metimos cuatrocientas personas y nos dieron una segun- da fecha que también reventamos. Yo creo que los chicos estaban esperando una banda así. Nosotros les decíamos “Salgan al sol” y de ahí para abajo venían las noticias, que tenían el trip de Javier, el de Alejandro Medina, el de Pappo o el mío. Teníamos una manera muy concreta de decir las cosas, un poco distinta del camino que habían tomado los otros grupos, todos un poco metidos en una onda poética, cósmica, metafísica. No dábamos muchas vueltas para decir lo que había que decir y hacíamos todo muy rápido.
A partir de esos shows se empezó a perfilar un público más afín a La Pesada. Se mezclaban los hippies que seguían a La Cofradía de La Plata con Los Firestones, que era el nombre que les había puesto Pappo a los que tenían un gusto más en la onda de Hendrix. Esos fueron como los primeros heavies, también fans de Pappo’s Blues o de grupos más chicos como Avalancha y La Banda del Oeste, que tocaron muy poco y grabaron casi nada. Lo seguro es que NO teníamos el mismo público de Arco Iris.
LA GRAN OREJA
La grabación del segundo volumen de La Pesada empezó con Pescado Rabioso y Pappo’s Blues ya en vuelo, y si bien Pappo seguía ligado a esa especie de comunidad que éramos, el caso de Spinetta era distinto. Él grabó para Microfón, donde Álvarez había puesto un pie con Talent. Tenía la capacidad de conseguir el sonido que quería y estaba montado en su propio trip, más preocupado por marcar su terreno que por contribuir con el proyecto colectivo. Black y David lo siguieron después de grabar en Phonalex con Pappo, y la verdad nunca sentí que Luis se los hubiera robado, como se ha dicho. Creo que todos de alguna manera seguían orbitando en torno a La Pesada y fue como un desprendimiento natural. Eran la mejor base que había para hacer el rock crudo que Spinetta quería tocar. ¿A quiénes otros podía llamar?
Ese segundo disco está impregnado del momento social y político del país, y eso fue a parar a todas esas consignas que están escritas a mano en el interior de la tapa. Ese era un poco el dominio de Álvarez, aunque terminamos haciéndolo un poco entre todos. La foto de Oscar Bony de la tapa, la gran oreja, por ejemplo, es la oreja de Álvarez, no la mía. ¡Es que Álvarez tenía un orejón! Es una imagen que representa que estábamos atentos, alerta. No nos escondíamos detrás de metáforas y por eso sostengo que éramos los que íbamos al frente: la infantería, la tropa de choque del rock.
Mi teoría de cómo pasaron las cosas es la siguiente. Puedo estar equivocado, pero es mía y no necesito discutir esto con nadie. La primera gran manifestación contra la dictadura fue el Cordobazo, en mayo del 69. Una gran movilización popular, con una motivación política muy clara y una organización detrás, hayan sido de la izquierda o del peronismo. No importa. Después, en el 73, pasó el descontrol en Ezeiza donde los peronistas se mataron entre ellos. Nadie advierte que el “Rompan todo” estuvo justo entre las dos cosas. Yo creo que lo que pasó aquella noche en el Luna Park fue la primera manifestación popular en contra del régimen y de la represión policial sin una organización detrás. Una gran válvula de escape protagonizada por chicos de clase media y clase trabajadora que ni siquiera eran Montoneros, pero causaron un hecho sociopolítico con una importancia que queda tapada por la anécdota de lo que dije o no dije, o cómo lo dije, sobre el escenario. Yo entiendo que para alguien formado en la izquierda o para un militante revolucionario nosotros éramos los pelotudos de la época, los distraídos. Pero resulta que fuimos los pelotudos los que nos plantamos frente a las fuerzas especiales y conseguimos que tuvieran que batirse en retirada. Les rompimos el Luna Park, les dijimos NO estamos conformes; NO estamos de acuerdo. Nos metieron en cana y nos tuvieron que soltar. Eso va mucho más allá de lo que dije o cómo y por qué lo dije. Cincuenta años después, si estuviera en el mismo lugar, frente a la misma situación, ni lo dudaría: volvería a decirlo.
DE LA MARCHA AL HIMNO
Después del show del Luna Park me di cuenta de que todo era una gran farsa, una mentirita. El rock and roll no se podía tomar como un movimiento de cambio porque nadie estaba dispuesto a ponerle el pecho al sistema como nosotros, por lo menos hasta donde habíamos podido llegar. Con la excepción de Charly, Pappo y Luis, yo creo que el resto era muy reaccionario. Entre hacer música tipo Yes y escuchar Sergio Denis no había una diferencia verdadera, profunda. Cambiaba la música pero nada más. No había que estar esperando nada revolucionario desde el rock. No era tan distinto a la música que señalaba con el dedo y que, al fin y al cabo, estaba hecha también por músicos. Creímos ser otra cosa pero al final éramos lo mismo. El final de La Pesada se dio en el precipicio del país, pero también manifestó esa decepción amarga. Aun así, lo hicimos a nuestra maldita manera.
La película que se hizo sobre B.A. Rock no deja ninguna duda sobre eso. El momento más power en el escenario es cuando hacemos “Tontos”, que se lo estamos gritando en la cara a todos los que fueron a vernos. A eso hay que sumarle las escenas que hizo Juan Gatti anticipándose un poco a lo que iba a terminar haciendo con Almodóvar después en España. La Pesada tomando el té como señoras paquetas (maquillados por la novia de Pomo), todos vestidos de mujer, con los bigotes y los pelos que se nos salían por todas partes. Esa escena fue una patada en los huevos para los rockeros y los caretas machistas; para los hippies y la oligarquía. No se la pudieron bancar. Ese es, por lejos, el momento más impresionante de toda la película. Seguido de Pescado Rabioso, con esa imagen de un tipo que le pega un tiro en el pecho a David y, después, la gran aparición de Sui Generis con “Canción para mi muerte”, que se iba a convertir en un himno. Los tres momentos salieron o tienen una relación directa con mi trabajo en Phonalex y el sistema de La Pesada. Lo mejor de B.A. Rock salió de nosotros aunque no nos quisieran, aunque nos echaran la culpa de “arruinar” al rock. Sin embargo, pasaron casi veinte años para que Charly se atreviera a grabar el Himno Nacional como nosotros hicimos “La marcha de San Lorenzo”. El rock se tomó todo ese tiempo para volver a ser tan irrespetuoso como lo habíamos sido nosotros. Y eso es porque Charly se formó con La Pesada y heredó ese costado irreverente y un poco contestatario que fue soltando de a poco y llegó a su punto máximo con lo del Himno, y cuando ya todo le chupaba un huevo y se tiró a la pileta de un hotel desde un piso nueve. Pero en 1972, cuando era La Pesada el grupo que expresaba eso, él era un niño bien, muy educado.
EL DESBANDE
Cuando salió el Volumen 4 habíamos dejado de ser una banda y llevábamos varios meses sin tocar. Nuestro último show había sido nada menos que en la carpa de un circo que se había instalado en el baldío que dejaron cuando levantaron la penitenciaría de la avenida Las Heras. Alguien tuvo la idea de aprovechar ese terreno para montar un circo y también se hacían recitales. Y esa fue la última vez que tocamos juntos en vivo. Que tampoco fueron tantas.
Dentro de La Pesada había una pequeña familia que se armó entre Álvarez, Juan Gatti, Ada Moreno, que era mi nueva mujer y trabajaba en Talent, y yo. Era como que nos cuidábamos las espaldas el uno al otro.
En el tiempo que pasó entre la editorial y La Pesada, la vida de Álvarez cambió muchísimo. En la época de los libros tenía mucho poder y todo el mundo le hacía reverencias. Cuando pasó a producir discos, cambió de ambiente y se volvió casi un ermitaño, medio clandestino. Vivía en un departamento en Recoleta pero que era muy chiquito, de apenas un ambiente. Tenía una cocinita y poco más. Ahí trabajaba. Su madre estaba muy enferma y tenía un hermano que era bastante raro. Cuando lo conocí, estaba en pareja con Pujó, pero hacia el final de La Pesada andaba solo y no supe que estuviera con otro hombre. Su familia éramos nosotros: Ada, Gatti y yo.
Ahí vino el desbande. Gabis ya se había ido a Brasil y yo lo seguí con Ada. Álvarez pasó un tiempo en Nueva York y, cuando se fue a Madrid, se lo llevó a Gatti y terminó inventando a Mecano, con los que vendió un millón de discos.
Fue puro instinto de supervivencia.
Álvarez era muy amigo de Leopoldo Torre Nilsson, al que todos conocían como Babsy. Tenían un mambo aparte con los burros, y en el grupo de ellos había uno o dos tipos de la SIDE. Fue uno de estos el que, un domingo, le fue a Babsy con el cuento de que Álvarez y yo estábamos en una lista de cien tipos peligrosos que ellos manejaban. Por supuesto que lo primero que hizo Babsy fue avisarle a Jorge y, de inmediato, él vino a mí en modo alerta roja.
—Gordo, estamos en la lista. Borrémonos.
Pero en ese momento yo ya me había cortado el pelo, me había afeitado y pesaba 70 kilos como cuando era adolescente. Y en ninguna lista estaba mi nombre: Giuliano Canterini.