Hoy hace 60 años aparecían por primera vez los X-Men. Una creación –como tantas otras- firmada en conjunto por Stan Lee y Jack Kirby, que estaba destinada a convertirse en una de las grandes historietas de superhéroes. Tuvo, sin embargo, comienzos accidentados y no alcanzó la gloria sino hasta dos décadas después y bajo la tutela de otro guionista, el enorme Chris Claremont.
La historia editorial de los X-Men podría ser la de cualquier otro cómic: un grupito de héroes pensado para llenar un vacío de producción en el sello. Incluso sus comienzos tuvieron cierta polémica pues la creación de Lee y Kirby se parecía sospechosamente a la Doom Patrol de DC Comics: los descastados de DC Comics también estaban guiados por un genio en silla de ruedas y habían salido a la calle meses antes. Quizás por eso, quizás por no tener tan desarrollada su idea fuerza de fondo, la primera iteración de los “mutantes” (ese iba a ser su título original, pero a Lee se lo vetó su editor argumentando que “ningún chico va a saber qué quiere decir esa palabra”) terminó “fracasando” y culminó su primera serie tras poco más de sesenta números.
Algunos años después Marvel Comics intentó reflotarlos y los relanzó con cierta pompa, pero lo cierto es que el grupo liderado por Charles Xavier no alcanzaba a calar en el corazón de los lectores, no al menos con las cifras que por entonces demandaba la industria. Y aquí su historia también repite otros patrones de la industria editorial: perdido por perdido, le entregaron el título a un muchacho que recién arrancaba y le dieron libertad creativa. Ese muchacho era Chris Claremont, que en esa época estaba pensando en hacer carrera como dramaturgo o como cientista político. A Claremont le pareció que con la historieta podía pagar el alquiler unos añitos mientras lo otro despegaba y, diez años después, se sorprendió a sí mismo al asumirse historietista.
El guionista es una figura clave en la evolución de la franquicia mutante. Es quien le dio espesor a los temas y conflictos recurrentes de la serie, quien explicitó el contenido social y político de la propuesta, y quien supo articular a los personajes con públicos de distintos orígenes y edades. Es, en definitiva, quien supo convertir a los mutantes en un símbolo y en una figura identificable para aquellos que se sentían parias de su entorno, tuviesen la edad que tuviesen al otro lado de la página. “Hay cosas que damos por sentadas, como caminar por la calle sin que nadie nos comente nada, sólo porque somos blancos y de clase media –señalaba Claremont a Página/12 en 2014–. Pero no todos disfrutan de ese privilegio, y aun si mirás a tu alrededor, seguro que esa gente también tiene secretos y miedos.” Lo político, sostenía en esa entrevista, forma parte de cada decisión de vida y, también, de la historieta. Por eso supo imbuir a los superhéroes mutantes de problemas y angustias tan mundanas y como vitales.
El racismo, el antisemitismo, el odio a las sexualidades disidentes, la persecución política y religiosa, son algunos de los temas habituales no sólo en las distintas iteraciones de los X-Men, sino también en otros títulos del universo mutante. Por eso durante mucho tiempo, especialmente durante los 17 años que Claremont estuvo al frente de los muties, los pupilos de Charles Xavier fueron una de las referencias culturales más importantes para las diversidades de todo tipo.
Algún editor de la sección mutante de Marvel alguna vez destacó este rasgo como una característica central para entender a los X-men y todos los grupos y personajes que engendró. Es que para la gente de a pie del universo ficcional marveliano, los poderes de otros superhéroes no causan miedo. La armadura de Iron Man o la fuerza de Capitán América no asustan a los ciudadanos corrientes. Tampoco los rayos divinos de Thor. ¿Pero saber que quien acaba de salvarlos es un mutante? Dios nos libre y guarde. Ahí se prenden las antorchas. La identidad del descastado, pues, aparece fuertemente como tema y sus poderes muchas veces sirven para explicar alguna metáfora del paria.
“A los X-Men se los odia y teme colectivamente por la humanidad por ninguna otra razón más que porque son mutantes, así que lo que tenemos en nuestras manos, querramos o no, es un libro sobre racismo y prejuicios”, declaró en 1981 Claremont. Su abordaje aún no había explotado -ni alcanzado las astronómicas cifras de venta posteriores-, pero ya él sabía por dónde había que llevar la cosa. La rápida identificación del Profesor X con Martin Luther King Jr. y la de Magneto con Malcom X abreva en ese sentido, lo mismo que la inteligente decisión de dar más relevancia y hondura a los personajes femeninos, algo que hoy cualquier editor y autor sabe que debe hacer si quiere que su título llegue a buen puerto.
“No sé por qué otros no lo hicieron antes, habría que preguntarles a ellos –señalaba a este diario en 2014–. Las mujeres en los comics siempre eran la novia o la rescatada, pero en los X-Men teníamos a Jean y a Tormenta, igual de valientes, de comprometidas con la causa e igual de poderosas que los hombres, ¿por qué las íbamos a tratar distinto?”
El auge cinematográfico de los superhéroes, pese a esto, parece haberle pasado un poco de costado. Cuando Marvel Comics entró en la competencia por el tiempo de pantalla empezó a sabotear las líneas argumentales de los cómics como una forma de minar el apoyo hacia las adaptaciones que llevaba adelante Sony. Y aunque no les fue necesariamente mal en taquilla –otra cosa fue con la crítica- e incluso tuvo algún momento especialmente bueno, como en Logan, lo cierto es que Cíclope, Wolverine, Tormenta y compañía quedaron a la sombra de los Avengers. Una situación muy a la medida de los personajes: siempre marginados, pero siempre resistiendo. Aún 60 años después.