Hace 7 años que El Farito cerró sus puertas. Hace poco menos de un año que su histórico dueño, Edmundo “el Pelau” Herrera, dejó físicamente esta tierra. Sin embargo, los casi 50 años que supo brindar su cobijo, permanecen aún como un recuerdo vivo en todos aquellos que lo frecuentaban a diario, así como quienes de paso, supieron degustar sus sabores frente a la plaza 9 de Julio de la capital salteña.

No era raro ver mesas entreveradas de poetas, músicos, bohemios, artistas y referentes de política, comiendo empanadas al sol de un mediodía salteño. Allí, todo ellos, se sincretizaban en un mismo sentir, en una misma pasión por las tertulias, las charlas interminables y las clásicos manjares que “el Pelau”, sostenía estoico todos los días en el negocio de la calle Caseros.

Génesis de un mito

En un video realizado por el diario La Gaceta el día del cierre de El Farito, Edmundo Herrera comenta: “los clientes están que no saben para donde disparar, me dicen que vaya a otro lado, pero no, es imposible”, y continúa entre risas: “hay tres o cuatro fiados nada más, y quedarán en el olvido”.

Con esa parsimonia el Pelau dejaba el local que lo albergó durante 49 años, una historia que se remonta a 1967, cuando el joven salteño Edmundo Herrera regresó a Salta luego de tropezar con el sueño de su carrera aeronáutica. “Mi papá estaba estudiando en Córdoba en la escuela de aeronáutica, pero no le gustaba volar, no le gustaba subirse a los aviones, de hecho, nunca se subió a un avión, así que todo era muy raro. Deja córdoba, se viene a Salta y tenía que hacer algo. Entonces mi abuelo lo ayuda en un primer momento, ponen el negocio y arranca solo en 1967”, cuenta su hijo Martín.

Edmundo “el Pelau” Herrera (Foto gentileza familia Herrera). 

La génesis de un “fracaso” aeronáutico, convirtió la necesidad laboral en lo que prontamente se convertiría en ícono de la sociabilidad salteña entre finales de los años 60, llegando hasta 2016 cuando la persiana se bajaría definitivamente.

Martín tiene 45 años, y no solo es hijo de Edmundo sino que también trabajó largo tiempo en el local. “Estuve los últimos 15 años de vida en El Farito trabajando. Pero desde que tenía 10 o 11 años iba los sábados con dos primos más a atender por la propina, para tener para ir a los video juegos, para el cine".

“Nosotros teníamos nuestro horario. Empezábamos a las 11.30 hasta las 3 de la tarde, como mucho 3 y media, nos íbamos y volvíamos tipo 20, 21 horas, hasta la 1 de la mañana. Así de lunes a viernes y el sábado hasta el mediodía. El domingo la gente se va a otros lados”, comenta Martín sobre la meticulosa rutina que proponía su padre como dinámica en El Farito.

Primero, como todo negocio, no era solamente de empanadas, había locro, menú, sánguches de miga, de todo un poco. Después se fue viendo que era lo que más salía y quedó la empanada”, recuerda Martín, quien comenta que aún conserva el farolito que dio origen al nombre, “fue un farolito que vino con el primer mostrador que compró mi papá, le regalan ese farito, y de ahí sale el nombre”.

Uno de los tantos parroquianos que permanecieron estoicos durante años en El Farito es Carlos Inocencio, a quien todos lo conocen como “Juguetín”: “lo conozco a Herrerita desde el año 69, porque nosotros teníamos negocio de óptica y fotografía que se llamaba ‘Luces y sombras’. Yo salía a media mañana y ya me iba al Farito a comer algo. Y después de noche, cuando cerraba la óptica, a veces venía a la casa, pero muchas otras me quedaba con Herrera en el local. Fue una amistad de más de 50 años”.

Icónica entrada a El Farito. A la derecha su historico Mozo Manuel (Imagen gentileza Alejandro Arroz)

Carlos se convirtió a tal punto en habitué de El Farito que ya no solo degustaba sus manjares, sino que también comenzó a trabajar informalmente en el lugar. "Yo colaboraba con él, le ayudaba a atender las mesas”, cuenta con la simpleza y el sentimiento genuino de quien estrecha la mano a un amigo.

Un lugar de encuentro

El local de don Herrera se fue convirtiendo en un imán que atraía a todo tipo de público, sea por su ubicación, por la atención, la sensillez, y por qué no también, por sus precios. Parroquianos históricos recuerdan que dos empanadas y media jarra de vino costaba lo mismo que un café cortado en el negocio de al lado. Esta ingeniosa unidad de medida refuerza el toque genuino y popular que fue adquiriendo el negocio con el tiempo.

Es sabido que a El Farito se acercaban grandes artistas, y sin duda el más recordado, y quien posee una escultura en lo que fuera su puerta, es el Cuchi Leguizamon. En ese sentido Carlos Inocencio recuerda: “El Cuchi le decía a Herrera ‘Niño dios bueno’, así lo bautizó. El pelado era un amigo, una gran persona que siempre estuvo en las buenas y en las malas”.

“Iban a comer empanadas Los Fronterizos, los Saravia de Los Chalchaleros, también iban los Pantaleón de los Cantores del Alba, Tutu Campos, todos los conjuntos folclóricos iban al Farito, y claro que siempre estaba el Cuchi con Castilla”, comenta Inocencio.

Martín Herrera en la puerta del local (Imagen: gentileza familia Herrera). 

Cuando yo tenía 10 o 11 años lo atendía al Cuchi”, comenta Martín Herrera y agrega: “pero no sabía quien era, yo veía que se sentaba un señor con mucha gente, todos amontonados, y lo atendía como a todos, pero bueno, era el Cuchi”.

Martín continúa memorioso el relato: “Juan Carlos Saravia cada vez que venía de Buenos Aires llegaba a saludar. Me acuerdo que la última vez fue con Facundo, su hijo, ya siendo grande. Muchas veces yo no sabía quienes eran, pero en la mesa del Cuchi imaginate quienes pueden haber pasado, ¡todos!. Él no era de mesas grandes, una mesa con cuatro o cinco como mucho, por ahí con la familia, con amigos. El Cuchi también iba bastantes noches cuando era profesor, pasaba, se sentaba un rato, y por ahí en invierno el único que estaba era mi papá, y el Cuchi, y ahí charlaban durante horas”.

En busca de la empanada perdida

Cuando El Farito cerró sus puertas, lo que más se añoró, lo que más se extraño, fue el lugar de encuentro, el tiempo sin tiempo que sus habituales concurrentes pasaban frente a la plaza 9 de Julio. Sin embargo, como todo encuentro, tiene una excusa, y en este caso la gran excusa era comerse unas empanaditas.

Pero cuando el local de la calle Caseros bajó la persiana, también se perdieron aquellas empanadas que tantos paladares degustaron. El Farito no tiene un nuevo espacio físico, pero también sus empanadas aún pueden encontrarse en un recóndito rincón de la capital salteña.

Roberto y Pablo. Hijo y nieto de Ubensa. Al fondo, la foto que la recuerda.

La historia cuenta que durante 40 años quien hizo todos y cada uno de aquellos días las empanadas para don Herrera, fue Wenceslada Martínez, conocida por todos como Ubensa. Ella, oriunda de Seclantás, en los Valles Calchaquíes, era la hacedora de las delicias clásicas salteñas. Hoy su hijo y su nieto siguen con la tradición. “Ella se vino a Salta cuando tenía 7 años a lomo de burro. Le hacía todos los días las empanadas al Farito. Recuerdo que siempre pasaban a buscarlas por la casa entre 11 y 11.15”, comenta Roberto, hijo de Ubensa.

El puesto que hace tiempo armaron con orgullo, se encuentra ubicado en la esquina de la calle 10 de Octubre y la populosa avenida San Martín. Una lona, un brasero ardiente y la foto de Ubensa como el recuerdo de aquella que les heredó el oficio, son suficiente escenografía. “Ella falleció hace dos años, tenía 94. Trabajó hasta el último día acá, y nosotros seguimos la tradición como las hacía ella: la masa casera, la salsa artesanal, no es licuada. Los sabores están iguales a los de El Farito”, remarca con orgullo Roberto, quien se encuentra acompañado por su hijo Pablo.

“Acá viene la gente a la que nos gusta esto, lo simple, lo cómodo, sentirse bien, de eso se trata la vida. Yo elijo pasarla bien y esto para mi es pasarla bien, esto para mi es felicidad”, comenta Raúl, un asiduo concurrente al puesto de los herederos de Ubensa, como si aquel aura de El Farito se hubiera trasladado con el aroma de las mismas empanadas.

Imágenes del último dia de El Farito. Arriba, Herrera detrás del champán que circuló en aquella última jornada (Imagen: gentileza Alejandro Arroz). 

Cuando en 2016 las puertas de El Farito cerraron, muchos se miraron las caras y balbucearon una reversión de la clásica zamba Balderrama: “¿Donde iremos a parar?”. “No dimensionábamos lo que significaba El Farito, y menos mi viejo, para él era su laburo, podía ir el Presidente o quien sea, para él era lo mismo. Era de otra época, el laburaba en las malas, en las buenas, él se la bancó”.

En el video del periódico La Gaceta que retrata el último día del local, Herrera dice: “La época de oro del Farito ha sido en los 80, ha sido muy buena, el 70 ha sido muy buena también, y la mala ha sido en los 90 con el ‘querido’ Menem... y después nos rehacemos con el gobierno de Kirchner”, mientras lanza una onomatopeya de felicidad y remata con un “ponelo, ponelo”, como quien reafirma lo que realmente le sale de sus venas.

El día que cerramos fue una hecatombe, estaba toda la gente que iba siempre, con los hijos, nietos, y la gente que nos conocía de generaciones”, comenta Martín Herrera. Aquel día tan triste como memorable inclusive aparecieron botellas de champán compradas por los propios clientes y amigos de la casa.

“El día que cerró, sentí que habíamos cumplido una etapa, ya era mucho 50 años… pero hay que decir que El farito fue todo para mi, todo lo que mi padre me pudo dar... estuve casi 20 años en dos etapas ahí”, remarca Martín.

En tanto, Juguetín, amigo entrañable de el Pelau, agrega: “El Farito significó todo para mi, sobre todo la máxima amistad que pude tener con Herrerita. Después que cerró él ya no quería salir, se empezó a caer, yo le decía que vayamos a ver las palomas a la plaza... pero no, algunas veces nos vimos para un cumpleaños de él o mío, pero nada mas”.

Como una metáfora de la vida, El Farito un día de 2016 se apagó y no volvió a prender su candil. La presión inmobiliaria sobre un lugar tan codiciado, sumado a los casi 50 años de trabajo constante con el desgaste natural de la tarea, fue un complejo combo para la continuidad de aquel lugar de encuentro fraterno en el centro salteño.

Sin embargo, Martín Herrera aún conserva muchas de las reliquias que permanecieron dentro del local de la calle Caseros: su mítico cartel de antaño, el mobiliario en general, y por sobre todo, el farito que dio nombre e inicio a esta historia. Son muchos los que esperan con ansias la nueva señal, el nuevo llamado, El Farito nuevamente encendido. Y si bien el Pelau ya no está físicamente, y tantos otros que pasaron incontables horas con él, el espíritu sigue dando vueltas por una Salta que añora aquellos refugios que supieron ser acunadores de penas y nacedores de grandes sueños.